CAÍDA LIBRE

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La metáfora puede parecer vulgar, pero vale.

De chicos nos gustaba jugar en el tobogán, ese objeto lúdico que constaba de una escalera para trepar y un plano inclinado para descender. Uno remontaba los escalones, se asomaba a una canaleta de chapa o madera que apuntaba hacia abajo y se lanzaba raudamente a tierra. Después volvía a trepar y a lanzarse una vez y otra vez.

Ahora imaginemos un tobogán infinito, que no termina nunca, que es todo caída. El juego pierde gracia. Se vuelve de terror.

Nuestra realidad nacional se parece mucho a ese mecanismo siniestro.

Vamos descendiendo, como sociedad, desde hace años. Y la caída, no sólo que no se detiene, sino que se acelera. Las náuseas son inevitables.

La edad de oro

Dicen que un optimista es quien piensa que vivimos en el mejor de los mundos. Y que un pesimista es quien sospecha que eso puede ser verdad. En torno a esta evaluación bipolar transcurría nuestra existencia en el final de la década del 60.

Los que veían el vaso medio lleno se ufanaban de habitar el que calificaban como “el mejor país del mundo”. Los que veían el vaso medio vacío, en cambio, soñaban con cambiarlo todo, acelerar la lucha de clases y arribar, por fin, a la Argentina socialista que pusiera fin a toda injusticia. Algunos de éstos aceptaban que —dentro del sistema capitalista— este era el mejor de los mundos y no se podía pedirle más. Pero también creían que, afuera del sistema, un mundo mejor era posible.

¿Unos se conformaban con poco y otros pedían demasiado?

Ambas miradas tenían su sustento, aunque algunos datos de la realidad pueden ser esgrimidos como para sostener el argumento de la caída libre.

A fines de la década del 60 padecíamos la dictadura de Onganía, que derrocó al radical Arturo Illia en el 66. Justo es aclarar que el viejo cordobés había llegado al sillón de Rivadavia merced a la proscripción del peronismo, pero también hay que reconocer que su gobierno adoptó unas cuantas medidas beneficiosas para los intereses nacionales.

El golpe militar, apoyado por buena parte de la sociedad civil y ejecutado, como era ya costumbre, con la anuencia y los servicios prestados por los EE.UU., era soportado con paciente resignación por la ciudadanía. Aceptábamos casi como una fatalidad o una costumbre esas disrupciones de la democracia. En 20 años de vida institucional (entre el 63 y el 83) se sucedieron nada menos que 13 presidentes: Guido, Illia, Onganía, Levingston, Lanusse, Cámpora, Lastiri, Perón, María Estela Martínez de Perón, Videla, Viola, Galtieri y Bignone), siete de los cuales fueron dictadores.

En este plano, indudablemente la mitad del vaso estaba vacío.

Claro que, comparados con la atrocidad del golpe y la dictadura cívico-militar del 76, con su secuela de horrores, los primeros gobiernos de facto llegarían con el tiempo a parecernos casi un juego de niños.

Algunas sociedades necesitan soportar carradas de horror para poder advertir que el autoritarismo y la supresión de los derechos son un mal siempre innecesario.

La constatación llegaría con el autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” y su secuela de vejámenes atroces.

Pero esa es otra historia. Una historia que marcaría el comienzo de nuestra caída libre.

Lo cierto es que a fines de los sesenta, aún con proscripciones políticas, limitaciones de la actividad sindical, aceptación pasiva de las interrupciones forzadas de nuestra vida democrática y una generalizada pacatería instalada en las costumbres argentinas, unas cuantas cuestiones movían a pensar que tan mal no la pasábamos.

En el año 1966, el del derrocamiento de Illia, la desocupación marginaba al 5,2 % de la población activa. Y quienes carecían de empleo formal podían subsistir más o menos dignamente haciendo changas. De allí, la famosa frase acuñada por el acervo popular: “en este país no trabaja el que no quiere”.

En materia de inflación, ese flagelo que saquea los bolsillos y provoca insomnios recurrentes a los argentinos, la década del 60 acusó un incremento promedio anual del 22,8%.

Se cometían delitos, claro, como en cualquier país del mundo, sólo que éstos alcanzaban una escala (tanto a nivel estadístico como en el grado de violencia utilizada) muchísimo más baja que en la actualidad.

En Venado Tuerto, patria de mi infancia y adolescencia, las casas no tenían rejas, la gente salía en las noches de verano a sentarse en la vereda de su casa, mientras dejaba las puertas y ventanas abiertas para que se ventilara.

Los ladrones eran individuos marginales, pero estaban todavía en el margen, no se habían caído de la calificación de seres humanos. Respetaban en su mayoría algunos límites o “códigos” como se le suele llamar hoy a ciertos pruritos, como el de no ejercer violencia física con las personas mayores, los niños o las mujeres, no matar salvo en casos extremos, no solazarse en prácticas atroces.

La droga existía, como siempre ha existido. Sólo que en aquellos tiempos no estaba cartelizada, era muy difícil de conseguir y sus consumidores pertenecían a sectores muy delimitados y específicos de la sociedad. La inmensa mayoría de los argentinos optaban, a lo sumo, por sustancias legales como el alcohol y el tabaco.

El empresariado extraía plusvalía de los trabajadores, cómo no. Pero su nivel de codicia y voracidad no alcanzaba aquellos extremos que convertirían más adelante a los empresarios en enemigos declarados de la humanidad.

El mundo parecía tener todavía recursos naturales en abundancia, la contaminación aún no se había convertido en una seria amenaza, no teníamos ni noticias del cambio climático y el agujero de ozono, si existía, era demasiado pequeño.

Por entonces salíamos a divertirnos los fines de semana y a veces sucedía que alguno se emborrachara, que algunos se agarraran a trompadas, que alguno terminara orinando en la vereda o volcando tachos de basura. Los casos extremos, que terminaban en desgracia eran tan infrecuentes que, cuando ocurrían, se hablaba de ellos una punta de años.

Las radios y la televisión funcionaban con sus más y sus menos. Todos los programas, sea cual fuere su temática, respetaban algunas cuestiones fundamentales: no se transgredían las reglas de la buena educación, no había agresiones, peleas ni descalificaciones mutuas entre periodistas, conductores o entrevistados y las publicidades pregonaban el modelo de la familia bien constituida. A nadie se le ocurría insultar al aire, ya que de haberlo intentado hubiera perdido su trabajo ipso facto. Tampoco disponían de micrófono o pantalla esa clase de energúmenos que nos humillan y abruman hoy con sus conductas miserables y que se valen de cualquier recurso, por bajo que sea, para conseguir un punto de rating.

Era un mundo más lento y amable. Un mundo menos peligroso. Un mundo más extenso.

Viajar a otros países era una rareza. Para comunicarnos nos llamábamos por teléfono y para contarnos cosas nos mandábamos cartas. La prodigiosa tecnología de la comunicación masiva e inmediata estaba por inventarse, pero uno no echa de menos lo que no conoce y así no nos iba tan mal.

Mirado de este modo, el vaso parecía estar medio lleno.

El fin de la ilusión

Algunos creen que la debacle comenzó el 24 de marzo de 1976, con la última dictadura.

Otros sostienen que los orígenes podrían rastrearse bastante más atrás.

Lo cierto es que la década del 70 patentizó y llevó a primer plano aquellos conflictos políticos y sociales que venían desde el fondo de nuestra historia y que en los años de fuego estallaron violentamente.

Las agrupaciones populares, expresadas a través de todo tipo de organizaciones (políticas, sindicales, armadas, etc.), en sintonía con otros movimientos similares en distintas regiones del planeta, presentaron batalla, proponiéndose la toma del poder.

La respuesta de las clases dominantes con sus fuerzas represivas fue atroz. No vamos a historiar aquí lo que todos los argentinos recordamos con amarga memoria.

Lo cierto es que de los puntos de inflexión en nuestra vida durante el siglo XX, éste fue el más significativo.

Históricamente, los procesos de crisis en las sociedades obedecen a un conjunto de causas que configuran un escenario de decadencia. Pero en todos los casos hay un episodio determinante, que marca el comienzo o la aceleración de la caída.

El golpe fue un mazazo. Nos dolió a los argentinos en cuerpo y alma. Y nos sigue doliendo.

Los militares, que siempre ejecutan sus actos aludiendo a la fe y al patriotismo, fatalmente terminan contradiciendo los principios cristianos y entregando los recursos nacionales.

El golpe del 76 no fue la excepción. Martínez de Hoz y su política de demolición a todo lo que implicara un modelo de desarrollo autónomo, desguazó el país a través de la venta de empresas estatales, la destrucción de la industria y la apertura indiscriminada de importaciones sin ningún tipo de restricción ni proteccionismo. Y acompañó este suicidio económico con un enorme endeudamiento que no se tradujo en obras ni en beneficio alguno para los argentinos. La represión y los 30.000 desaparecidos fueron la cumbre de la atrocidad.

La censura, las prohibiciones de todo tipo, la difusión de taladrantes mensajes propagandísticos huecos y absurdos, acompañaron como telón de fondo el proceso de demolición nacional. No se privaron los dictadores ni siquiera de una guerra, montada como intento desesperado de revertir una impopularidad que era irremontable. Así llegó Malvinas, un nuevo dolor para el pueblo argentino y el certificado de defunción para un régimen que ni con las armas podía sostenerse en el poder.

Cuando en 1983, Raúl Alfonsín retoma la continuidad democrática, encuentra una nación devastada. Industrias paralizadas, deuda externa impagable, desocupación creciente y las heridas sangrantes de la cacería salvaje implementada por los represores, configuraban un escenario muy poco alentador.

Con las mejores intenciones y sostenido por la ilusión de muchos que veían el regreso de la democracia como un bálsamo, Alfonsín hizo lo que pudo. Que fue poco, salvo en el plano jurídico, ya que enjuició a las Juntas de Comandantes en lo que fue el inicio del camino de Memoria, Verdad y Justicia.

Enfrentado con los sindicatos, la Sociedad Rural, los formadores de precios y los Estados Unidos (cuándo no), su gestión en lo económico fue desastrosa. La hiper inflación, la desocupación creciente y el caos, lo obligaron a dejar la presidencia antes de tiempo.

Tras las elecciones, para sorpresa de muchos, Carlos Menem asumió la presidencia y su llegada significó una nueva derrota para las ilusiones populares de justicia social y mejoras económicas. El riojano, que llegó prometiendo el “salariazo” y la “revolución productiva”, se inclinó en la práctica hacia una política neo-liberal, de la mano de su ministro Felipe Cavallo. Privatizaciones a granel, una engañosa paridad cambiaria con el dólar, desocupación, desguace de los ferrocarriles y un general estado de corrupción en lo público marcaron su gestión, que sin embargo duró dos períodos constitucionales. El deterioro en lo cultural que dejó es casi imposible de medir. El Menemismo, visto en perspectiva, es sinónimo de frivolidad, atraso y banalización.

Tras cartón, la Alianza, una coalición que llegaba al gobierno con Fernando De la Rúa como presidente y un certificado de vencimiento cercano en el tiempo. Y así fue. Sin poder dar una sola respuesta inteligente a las demandas colectivas, volvió a poner en escena al nefasto Cavallo y terminó su chocheante performance rajándose en helicóptero.

No voy a detallar lo ocurrido en los años siguientes. Es historia reciente y está fresca en la memoria de todos. Tras una sucesión de presidentes ocasionales, llegó Néstor Kirchner a insuflarnos una esperanza, que Cristina Fernández prolongó en el tiempo todo lo que pudo o lo que las circunstancias le permitieron.

Y después, hasta hace un rato nomás, la pesadilla de Cambiemos, un equipo de CEOs que pensaban al Estado como una prolongación de sus empresas. Fracasaron rotundamente en cada área de gestión y nos dejaron los peores datos de la historia en materia de desocupación, pobreza, inflación y deuda externa.

Alberto Fernández es, por ahora, una incógnita.

Lo que sí se puede afirmar, con toda certeza, es que en las últimas décadas de política nacional la caída ha sido continua. La Argentina está lejos de ser el país que fue, o en todo caso, del que pudo haber sido.

El tobogán sin fin.

Ya sobre el final de la segunda década del nuevo milenio, todos los indicadores muestran un descenso continuo y evidente.

El desempleo deja cada vez más gente en la calle u ocupada en trabajos precarizados.

La pobreza alcanza porcentajes históricos y la indigencia crece más y más.

Gobierno tras gobierno, la inflación que nos azota pulveriza nuestra capacidad de ahorro y hasta amenaza la mera subsistencia.

Las empresas privadas, siempre impunes, nos tienen de rehenes y nos someten a prácticas poco éticas, tarifas exorbitantes y una pésima calidad de servicio. El Estado se repliega, limitándose a cumplir funciones burocráticas y no les pone límites, dejando al ciudadano común totalmente indefenso.

La banca favorece la especulación financiera y relega cualquier forma de apoyo a la inversión productiva.

La cultura ha decaído en todas sus manifestaciones. Existen pequeñas islas, habitadas por elites que desarrollan su trabajo en las distintas disciplinas, pero ésto no permea hacia la sociedad en general.

Sintonizar la radio o la TV implica casi un ejercicio de masoquismo. Pareciera que por una ley no escrita fuera imprescindible ser imbécil, analfabeto y carecer de escrúpulos para poder trabajar en los medios, salvo honrosas excepciones que no llegan ni por asomo a neutralizar tanta banalidad y chatura.

Un país que consumía en los 40 o los 50 a las grandes figuras del tango, del folklore y del jazz, se contonea hoy con la estupidizante y ofensiva cantinela del reguetón, la peor cumbia y el machacante pop, vacío de todo contenido.

Vivimos entre rejas, pertrechados con alarmas, cámaras de seguridad, vigiladores privados, armas y murallas. El delito ha tomado una escala tal que se ha convertido en la más democrática de las loterías: prácticamente a todos, tarde o temprano, nos toca ser víctimas. Robos, asaltos, arrebatos, violaciones y asesinatos, se suceden en pueblos y ciudades. Nadie está a salvo.

Pero lo que ha tomado formas de horror es la clase de delincuentes que proliferan. Con vastos sectores de la población excluidos de toda posibilidad de desarrollarse como ciudadanos, excluidos de la educación, del consumo y de la consideración social, embrutecidos por los medios y dopados hasta el punto de estar casi descerebrados. Aquellos famosos “códigos” del hampa ya no existen. Por eso, la atrocidad de los delitos, la falta de escrúpulos y el encarnizamiento con las víctimas, son moneda corriente.

Las mujeres luchan como nunca por sus derechos a una participación activa e igualitaria

en la sociedad, pero siguen siendo asesinadas, abusadas y violadas tanto o más que antes.

Quienes nos gobiernan observan impotentes la orgía de violencia y sólo atinan a subir las penas, aumentar el número de policías o prometer la construcción de nuevas cárceles.

Estas calamidades que padecemos los argentinos no difieren esencialmente de las que, con gradaciones particulares, soportan los habitantes de casi todo el planeta.

Si una certeza puede extraerse de lo antedicho, es que el capitalismo ha mostrado claramente su incapacidad para asegurar una vida digna a todos los integrantes de una sociedad. Los bienes alcanzan y sobran, pero se acumulan cada vez en menos manos.

Paradójicamente, con el tiempo va resultando más impracticable la posibilidad de suplantarlo por otro sistema, más justo, equitativo y solidario.

La brutal concentración de dinero, armas, sistemas de control y aparato comunicacional, lo convierten en un monstruo muy difícil de voltear.

¿Y dentro del sistema, qué?

No cabe esperar más que asistencialismo y precarios acuerdos entre capital y trabajo, que resultan siempre una estafa para el trabajador.

Está claro que los excluidos del sistema no serán voluntariamente absorbidos por éste. El ideal del capitalismo salvaje es producir más, con menores costos y así lograr cada vez mayores ganancias. Las grandes empresas, que disponen de procesos robotizados y tecnología de punta, no necesitan más empleados. Y obviamente, tratándose de entidades que tienen la rentabilidad como único objetivo, la orfandad de los que quedan afuera les importa un rábano.

Claro que cuando la calidad de vida se deteriora y la injusticia se profundiza y la marginalidad crece y el odio se acrecienta, todos vivimos peor. Los poderosos, inclusive. Y no está lejano el día en que no alcanzarán las murallas, los cancerberos y las armas para defenderse de los que no tienen nada que perder.

Si el sistema tuviera reflejos y fuera razonable, le beneficiaría empezar a ceder, a repartir, a detener su alocada fuerza centrífuga, para volver a aquel mundo más habitable y pacífico que ha ido destruyendo paulatinamente.

Pero pareciera que pedir racionalidad es pedir demasiado. El sistema es ciego en su codicia y sordo a las advertencias. Entonces hay que declarar que tienen razón los pesimistas: vivimos en el mejor de los mundos. Porque más adelante, inexorablemente, será peor.           

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4 Respuestas

  1. Martha Gonzalez
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    Genio el Juan Carlos. Y si vieran lo q es cantando y tocando la viola!

  2. OMAR MAJUL
    | Responder

    Genial maestro !!! No me preocupa la caida si no que no volvamos a levantarnos !!! Abrazo de gol Juan Carlos!!!

  3. Mildred Ambroggio
    | Responder

    Excelente ! Da gusto leer a gente pensante y que escribe con talento.

  4. aníbal zanini
    | Responder

    Muy buen análisis.

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