funtwo / eduardo savino

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2007. Estoy empezando la secundaria y, por primera vez, tengo amigos que tocan la guitarra. Yo aprendo también. Solo hablamos de música. Mientras los demás dibujan, duermen o toman nota, nosotros en clase hacemos listas. De bandas, discos, géneros, canciones, guitarristas, bajistas. Todas nuestras vidas giran alrededor de eso. Una tarde, en la casa de uno de ellos, vemos un video.

Se llama “guitar”.

Al comienzo hay unas placas que anuncian que lo que se va a escuchar (y ver) es un arreglo de “Canon” de Pachelbel hecho por JerryC y ejecutado (el video, en inglés, dice plyed [sic]) por funtwo[1].

A través de un fundido aparece una habitación. En el centro del plano hay un pibe flaco, con una remera lisa y una gorra que le tapa la cara porque la tiene apenas inclinada hacia abajo. Solo se le ve la pera. Sobre las piernas tiene una guitarra que sostiene con las manos y con la que hace sonar las primeras notas aisladas, sobre un track que sale de la computadora que tiene al lado. Nadie bajó las persianas, y la ventana del fondo se quema con una luz blanca. Estamos en presencia de algo divino. Nos damos cuenta en esos primeros segundos. Cuando termina la intro, el ambiente cambia a algo como un metal sinfónico y los dedos de funtwo, antes parsimoniosos sobre las cuerdas agudas, se empiezan a mover por los trastes con una velocidad que ninguno de nosotros había visto. Que no parecía posible. Ni siquiera en esos guitarristas que a algunos de ellos les gustaban y a mí siempre me parecieron desagradables, como Steve Vai o Joe Satriani. Pero eran esos virtuosos, esos que jamás podrían transmitir lo que un Gilmour o un Johnny Ramone, pero que podían mover las manos de formas imposibles. Y funtwo iba más allá de lo imposible. No era un guitarrista de cincuenta años con giras sold out por todo el mundo. No tenía su propia Ibanez signature.

Era nadie. De un país como Corea, que para nosotros no podía tener ni siquiera un atractivo exótico. Pero ya tenía millones de views; millones de personas lo habían visto hacer cosas que yo ni siquiera había imaginado que se podían hacer, como un sweep picking o un fret lick[2]. Los dedos de funtwo se movían por la guitarra con la misma velocidad con la que él viajaba por esa réplica caótica, diabólica y exacerbada del mundo físico que es internet (y que en ese momento, lejos de ser esto en lo que se convirtió, era un refugio para los raritos como funtwo, como yo, como mis amigos de ese momento: internet fue el mejor de los mundos posibles y nos lo robaron y lo rompieron).

Desde ese día, todo lo que hacíamos era para estar un poco más cerca de funtwo. Nos obsesionamos con esos cuatro o cinco minutos de video. El hecho de que no tuviera cara, de que no se supiese nada de ese oriental anónimo —no me acuerdo por qué sabíamos de dónde era, pero lo sabíamos; además, sobre todo en esa época, la mayoría de los que se destacaban en cualquier cosa en internet estaban del otro lado del mundo— recortado contra una luz bíblica, un chico que ni siquiera había subido el video, solo lo hacía más increíble como ídolo. ¿Existía? ¿El video era real? Claro que en ese momento todavía no estábamos inundados de fake news, deep fakes, y ese largo etcétera de sinónimos para hablar de la sofisticación de los mecanismos para borrar cualquier frontera que quedara entre mentira y verdad. Creo que nadie se preguntó si era real. Pero igual nos parecía imposible.

La divinidad de funtwo, en oposición a los Satriani e incluso a los Page o Corgan, tenía que ver también con que no estaba tocando rodeado de carteles de Pepsi o Budweiser, no estaba buscando vendernos nada.

La verdad es que nadie en internet estaba queriendo vendernos nada.

2020. A veces cuando estoy trabajando, estudiando o haciendo cualquier otra cosa que requiere mi atención, se me abre una pregunta en la cabeza. Algo que necesito googlear. Narrativamente sería mucho más interesante que inventara un vínculo necesario entre algo concreto y mi necesidad de volver a ver el video de funtwo después de muchos años. Pero no la hubo. Somos así. Nos dispersamos.

Busco el video de mi dios de la adolescencia temprana. Hoy ya casi no toco la guitarra. Tuve bandas que murieron después de tres fechas o ninguna. Sigo buscando música nueva, pero no con el fervor de esa época. Ya no tengo el escritorio de mi computadora tapado por íconos de WinRar con todos los discos que todavía no escuché y que estuve recolectando de los blogs más bizarros. Entendí que, aunque me sigue entusiasmando lo raro, al final me quedo con el pop.

Encuentro el video, que ahora se llama “funtwo – Canon”. Vuelvo a sentir algo parecido a esa emoción. Ese misterio. Un poco lo que me pasa cuando vuelvo a pasar el Pokémon Red en un emulador: hay algo que está ahí, sin nombre y sin estar, en realidad, del todo. Un fantasma de una emoción.

En mi cabeza voy siguiendo cada nota. Sigo acordándomelas de memoria, aunque nunca pude tocar más que cinco o seis seguidas. Leo los comentarios. Uno de los primeros resume bien lo que fue ese video para muchos como yo: “The video that made everyone pick up a guitar” (“El video que hizo que todos empezáramos a tocar la guitarra”).

A los que eran mis amigos en ese momento y que amaban a funtwo conmigo ya casi no los veo. A veces sueño que nos encontramos y nos abrazamos. Que seguimos siendo adolescentes y el futuro es algo en lo que ni siquiera pensamos, salvo como un sueño exagerado y largo.

A mi derecha, en la pantalla de YouTube, los videos recomendados. Un tipo asiático más o menos de mi edad. funtwo. Le veo la cara por primera vez. Entro a su canal.

Se despliega una lista de videos con thumbnails idénticos: él con una remera oscura, de perfil o casi tres cuartos, con la guitarra sobre las piernas. Las manos siempre en la misma posición. No mira a cámara. Mira a la derecha, hacia abajo o afuera.

funtwo se convirtió en youtuber. Se gana la vida monetizando videos, quizás también dando clases de guitarra y tocando como sesionista.

¿Qué pasó en el medio?

funtwo dejó de ser un dios sin cara que tocaba la guitarra en un lugar recóndito del mundo para sumarse a la creciente e inabarcable masa de emprendedores. Otro que, con más o menos vergüenza, decide vender su producto: venderse a sí mismo. No puedo entender del todo qué es lo que me asquea de esa transformación. Por eso, supongo, no puedo terminar este texto que escribí de un tirón hace un tiempo y nunca supe cómo seguir.

Me parece, sí, que tiene que ver con eso. Que funtwo, un mito de mi adolescencia, se transformó en un ejemplo más del discurso que nos exige hacer plata con las cosas que disfrutamos porque, si no, somos idiotas y estamos perdiendo el tiempo. Y lo peor es que otra persona, con más o menos talento, va a ocupar ese lugar sin problemas. Quizás porque no le da vergüenza, porque no reflexiona sobre eso, porque prioriza la libertad emocional, creativa y económica que supone que le dará convertirse en su propio director de marketing.

No es justo que yo le achaque al pobre funtwo las cosas que me entristecen del mundo. No es su culpa que internet haya pasado de ser un refugio a una máquina de hacer plata —y de hacer gastar plata— por medio de la publicidad. Él no tiene ninguna responsabilidad con respecto a lo que yo proyecté sobre él, sin saberlo, durante tantos años. Tampoco está mal que haya querido convertirse en eso. Es lo que hace la mayoría. Contra lo que pensaba cuando era más chico, si hay algo que a mí me hace ruido y a los demás no, o no tanto como para enojarse o ponerse mal, el error seguro sea mío. Al final, mirando hacia atrás, me la paso haciendo lo mismo que el Siddhartha de Hesse: persigo dioses, espero todo de ellos y me decepciono por culpa de mis expectativas.


[1] Cualquier persona que haya usado YouTube entre 2005 y 2008 debería conocer ese nombre. Incluso los que nunca tocaron la guitarra.

[2] Aunque con los años me di cuenta de que no me gusta tanto tocar la guitarra, sino que me gusta tocar canciones, hace catorce años de la primera vez que agarré una y sigo sin saber las diferencias entre estos términos, ni el secreto detrás de su ejecución.

Eduardo Savino. Nació en Buenos Aires, en 1994. Estudió Letras (UBA) y Dirección Cinematográfica (FUC). Escribe, traduce, corrige. Publicó Los aviones no se caen (Elemento Disruptivo, 2020) y poemas, cuentos y ensayos en distintas revistas. Le preocupan el paso del tiempo, los finales de las cosas y no saber si existe un cielo para gatos.

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