llamada internacional / norberto ferrari

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El jueves 17 de agosto, recibí un mensaje de audio por WhatsApp.  Cuando lo vi reparé en que había sido enviado a las cinco de la mañana. Era de un número desconocido y con una característica de un país europeo (el +39 indicaba que era de Italia). También protesté porque no me agrada que me manden audios. Era un tanto enigmático, pero quién lo hizo sabía perfectamente a quién iba dirigido. Daba señales de conocerme bastante. Me sugerían que J.B. quería reunirse conmigo y que si aceptaba ya estaban listos mis pasajes Buenos Aires – Milán y viceversa, con una escala en París.

Inmediatamente intenté comunicarme a ese número, pero no tuve éxito. Igual, de ese modo logré que me enviaran un nuevo mensaje. En ese me daban más detalles, la partida sería el sábado 19 y el regreso el miércoles 23.  J.M.B. (agregaron una inicial) quería hablar algunos temas conmigo, con alguna pista, pero sin muchos detalles.

Lo pensé y lo repensé. Finalmente, decidí viajar, con poco equipaje y algunas dudas. En un futuro relato explicaré detalles del contacto y cómo me convencieron.

El sábado 19 a las 23.55 partí rumbo a Paris. Arribé a la “Ciudad Luz” (lugar común utilizado desde el siglo XIX), a la France, a las 17.55, Aeropuerto Charles de Gaulle. Esperé un par de horas y salí hacia la meta, Milano, donde llegué a las 22.25 (hora italiana) del domingo 20 de agosto.

Allí me esperaban dos personas que portaban un cartel con mi nombre. Luego del saludo formal y cortés, me acompañaron hasta un auto que conducía Robertino (así dijo que se llamaba el chofer) y todos (los otros dos, Carlo y Andrea, cuyos nombres conocí en el camino) nos dirigimos a mi morada: un hotel de tres estrellas (o dos y media) ubicado en la zona norte de la opulenta Milán. Al descender del vehículo mis dos acompañantes originales me señalaron que a las 08.00 debía estar en Estación Comasina de la línea E de la Metropolitana. Allí me esperarían otros dos caballeros con un cartel similar al del Aeropuerto.

Después de un desayuno apurado, a las 07.50, unos metros antes del molinete de ingreso al subte, me esperaban dos hombres grandotes, de trajes negros, con el cartel señalado. Transpusimos el molinete y nos dirigimos al andén. La próxima formación se anunciaba a las 8.04. Nos sentamos en un banco los tres hasta que apareció el convoy. Subimos y, como es la primera estación de la línea amarilla había lugar suficiente para sentarnos. Ahí me volví a preguntar ¿quién será J.B.? Más aún, los interrogué a mis acompañantes sobre cuándo se presentaría este personaje enigmático.

Me habían dicho que un ñato me iba a hablar en algún momento y me diría unos cuantos nombres previamente acordados; si todos y cada uno coincidían con lo pactado, ello sería el santo y seña para que se produzca el acercamiento a J.B. (a esta altura pensaba que me tenía que encontrar con un whisky). No me explicaron qué pasaría en caso contrario.

Mientras meditaba sobre el asunto, se sentó a mi lado, en el asiento vacío, un chabón con acento argento que empezó a proferir nombres a troche y moche: “Borges, Perón, Gardel, Arlt, el Petiso Orejudo, Soriano, Sandro, La Bomba Tucumana, Bioy Casares, Susana Giménez, Antonio Di Benedetto, Bochini, Abelardo Castillo, Riquelme, Mirtha Legrand, Maradona, Evita, el Negro Fontanarrosa, el Chango Gramajo, Néstor y Cristina, Saer, el Potro Rodrigo, Rodolfo Walsh, Alfonsín, Pappo,  Victoria Ocampo, Charly García, Silvina Ocampo, Lali Espósito,  el Gato Reposera y el Indio Solari”.

—Sí, muy bien, están todos y todas, no falta ninguno.

Entonces dejó su lugar y vino un veterano, vestido con jeans y una camisa al tono, debajo de la que se asomaba (al menos, eso creo) la camiseta de San Lorenzo.

El tipo se presentó y me dijo:

—Soy J.B. o J.M.B, como prefieras. Para que vayas viendo en la pantalla te aclaro que nos bajamos en la Estación Duomo.

En ese instante imaginé que iríamos a la Catedral de Milán.

Al descender en la Estación señalada, los dos roperos y J.B. me indicaron que nos trasladaríamos hacia el lado opuesto al que yo pensaba.

Vamos para allá, afirmaron (y retumbó en mi cabeza aquél ¡Andá pa ya, bobo!) y nos encaminamos a otro lugar que yo conocía, el viejo convento, desprolijo y circundado por árboles añosos. Cuando nos acercábamos, los muchachos que acompañaban a J.B. o J.M.B. me entregaron la entrada que tenía que exhibir segundos después. Nos dirigimos a una pequeña puerta donde una señorita nos recibió los tickets. Entramos en aquel lugar donde el gran Leonardo había pintado “La última Cena”. Ese mural que aparentemente no fue restaurado (aunque la información diga lo contrario), ubicado en un lugar oscuro, muy húmedo, humedad que se nota en las paredes; en penumbras, con poca iluminación, sólo la artificial, sin ventanas, clima de monasterio: el Castillo Sforzesco.

Una vez sentados frente al mural, J.B., me preguntó:

—¿Vos me conocés?

Si bien empezaba a intuir algo, le respondí, un tanto balbuceante:

—Nnno, nno, nnno se.

Y, soltó otra pregunta:

—¿Vos habías visto este mural?

A lo que respondí:

—Sí. Vine hace unos cuantos años.

—Yo también lo conozco. Por eso mientras lo miramos vamos a aprovechar para hablar sobre el motivo por el que te cité. Como te dijeron los interlocutores que te convencieron que vinieras aquí, era por un tema que a mí me interesa.

—Sí, algo me insinuaron. Pero no estoy seguro de quién es usted, ni por qué yo estoy aquí.

—Viste que este mural recrea el versículo bíblico en el que Jesús comparte el pan y el vino con sus doce apóstoles, antes de ser arrestado, traicionado por Judas Iscariote, ese con pelo y barba negra. Observaste que entre Pedro Simón y Judas Iscariote se ve una mano sosteniendo un cuchillo. Bueno, antes que nos claven el cuchillo a todos quería tener un intercambio muy breve con vos.

—Listo, diga nomás.

—Como sabés, hace pocos días en el país en el que nacimos hubo elecciones y varios profirieron algunos insultos contra mí. El más iracundo llegó a decir que yo era un “asno, burro, ignorante, nefasto, zurdo, un sorete mal cagado”. También cree que yo promuevo el comunismo.

En ese instante, me di cuenta totalmente de quién hablaba conmigo. Era nada más ni nada menos que el Papa, el sumo pontífice romano, el llamado vicario de Cristo, el padre espiritual de todos los fieles de la Iglesia Católica. Y me volví a interrogar ¿qué hago yo acá? ¿Qué quiere de mí este muchacho?

—Cuando te dije del cuchillo que nos intentan clavar a todos no me refería a lo que dijo de mí, eso carece de importancia. Dicho sea de paso, le salieron al cruce los curitas villeros. La cuestión es otra: el tipo se despachó con eso de que el concepto de Justicia Social es “aberrante” y muy suelto de cuerpo dijo que “es robarle a alguien para darle a otro”. Y peor, amenazó profiriendo que “Venimos a terminar con el verso ese de que donde hay una necesidad nace un derecho”, bastardeando ese hermoso concepto de nuestra compañera Evita.

—Sí, Jorge, si me permite que lo llame por su nombre.

—Claro, llamame así, es el nombre que eligieron mis padres.

—Lo que no entiendo cuál es el motivo por el que me llamó a mí. Yo estoy entre ser ateo y agnóstico, según como venga la mano.

—Eso lo sé. Por eso también te elegí.

—Entonces?

—Quiero que alguien insospechado de papista, ni siquiera cultor de nuestra fe, difunda entre las compañeras y compañeros que hasta el final de mis días voy poner todo lo que hay que poner para que la justicia social y los derechos para cubrir necesidades sean una realidad o, al menos, se acerquen a que lo sea.

—Dele Don Papa, lo voy a difundir como pueda. Por ahora voy a tratar de escribir este encuentro para que lo lean algunos y, si puedo, alguna reunión para hablar de estos temas. No espere demasiado, no soy muy optimista, más bien estoy atravesado por el pesimismo.

—Metele Ricardo, yo confío en vos, más que en los chupacirios. Fe y esperanza compañero. Y lío, mucho lío. Si es necesario, que ese flaco amigo tuyo ponga en funcionamiento la máquina del bien y del mal (como la del cuento de Walsh) y que la haga funcionar siempre para el lado del bien. Bah, si es indispensable, que algunas veces corra la perilla para el otro lado.

Contemplamos un rato más la obra de Leonardo y fuimos saliendo por una puertita lateral a una calle empedrada.

Ahí mismo, me despedí de J.B., más conocido como el Papa. Nos fundimos en un largo abrazo. Uno de los muchachos que lo acompañaba se quedó con él y el otro se dirigió conmigo hasta la Plaza del Duomo y regresó.

Fui hasta la Galería Vittorio Emanuele y después al Cuadrilátero de la Moda con esas marcas (Armani, Gucci, Prada, Cavalli, Louis Vuitton y Chanel) y con esos precios. ¿Qué dirá de todo esto Jorge Mario, el muchacho de Flores que ahora vive en Roma?

Por último, me pregunté ¿será posible en el futuro la justicia social y que donde haya una necesidad nazca un derecho?

La respuesta está donde estuvo siempre.


Norberto Ferrari. Abogado. Norberto Ferrari. Nacido en Venado Tuerto, lugar donde vivió hasta los 18 años, rosarino por elección. Abogado. Apasionado por la lectura. Ha incursionado desde hace mas treinta años con artículos, notas, relatos y cuentos  en distintos medios: Pagina 12, El Ciudadano, Revista Ají, entre otros.

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