
A ambos lados del camino un océano de soja. Que ahoga. Como el mar ahoga.
Y un cerco interminable de alambres. Con púas los alambres. Que separa a los terrados de los desterrados. Con púas los separa. Y más allá un monte ralo. Y más allá un monte frondoso. Que supo albergar amantes. Amantes furtivos ya olvidados. Olvidados como las vías y los trenes. Y los crotos poetas. Anarquistas y poetas los crotos. Esfumados.
Es un fantasma aquel molino. Como aquella tapera donde una vez rieron niños. Lloraron niños. Y cenaron sancochos. Tristes los sancochos. De fideos y huesos.
Todo pasa a ambos lados del camino. Todo pasó. El asunto es saber mirar. Querer ver.
La tormenta explota en el parabrisas. Ya no hay niños. Ni padres, ni perros, ni gallinas. Solo soja y tormenta.
Apaga la radio.
Llueve.
La radio ya no habla la lengua de la gente. No llama a Venancio, ni a Margarita, ni a los Martínez. No avisa que bautizarán al Sandro el próximo domingo. La radio habla su lengua.
No la soporta, nada dice.
Sólo la lluvia dice.
La lluvia habla ranquel. La lluvia llora tristezas antiguas.
Debe parar ¿Pero puede parar?
¿Y si para y nada para?
Vende máquinas. Sin almas. Inconmovibles y eficientes. No hay gloria en vender máquinas, piensa.
Aperos, cuchillos, sombreros, alpargatas. Eso sí hubiese portado encanto. Encantados los cuchillos de sangre caliente. De sudor caliente los aperos. De veranos calientes los sombreros. Encantados los gurises lo hubiesen esperado. Por sus alpargatas nuevas lo hubiesen esperado.
Mercachifle de chacra. Eso le hubiese gustado. Ser recibido por abuelas rubicundas, rechonchas de chicharrón caliente. Delantal floreado, ajo en las manos. Dedos de retorcer pescuezos las abuelas.
Llegar cada mes como un pariente. De esos a los que le salen al encuentro, de esos que son queridos. Con baratijas y chismes. Chismes de ciudad. Ser escuchado con los ojos enormes del perplejo. Oídos y ojos para él, salame casero para él. Vino áspero en la cena.
Y a la noche hundirse. Hundirse en una habitación de adobe. Beber caña dulce al lado del brasero. Fumarse la luna en una pieza de chacra. Y escribir que la extraña a la luz del candil. En una pieza en penumbra donde nada la nombra.
Y soñarla en la pampa. Y levantarse en aquella vieja pampa. Levantarse como un gallo juglar. Y cerrar el negocio con mate cocido y galleta. Y alejarse al tranquito en el sulky. Fumando con dedos amarillos la mañana. Después de estrechar las manos bruscas. De clientes bruscos y de palabras cortas. Bruscos de trabajar la huraña tierra. Eso le hubiese gustado.
Esto no, esto es otra cosa.
Por la ventanilla, allá, al costado del fantasmal gallinero, puede ver el cadáver de las chacras. Los huesos del arado reflejan estrellas primitivas. Los hombres y mujeres que soñaron reflejan estrellas. Negras las estrellas de los hombres sin tierra.
Nada ha quedado.
Aunque el molino lo desmienta. Estoico y obstinado lo desmienta. Y lo mire el molino. Lo mire ir y venir vendiendo máquinas. Por los caminos de esta pampa que ahoga.
Como el mar.
Hugo Vázquez nació en VT en 1967. Tiene cuatro hijos, es empleado, desde los 13 años militó en distintos espacios políticos de izquierda de la mano del entrañable Segundo Ottolini, alumno ocasional de la Facultad Libre, fundador de la Casa de la Amistad Venadense-Cubana, co director de las Revistas Lote y El Entuerto. Colaboró en distintas publicaciones como Revista 23 y Rosario 12, primer premio en concurso de redactores de Diario El Informe, primer premio en concurso de cuentos organizado por AMVT en homenaje a Marcos Ciani. Escritor aficionado.
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