¡Alerta compatriotas! Hace pocos días se viralizó una declaración de la cantante Nathy Peluso para la revista de moda Vogue en noviembre del 2021, donde parece pisar el palito de la siempre odiosa comparación y declara sentirse española, alegando que “los códigos sociales, el humor, la cultura en general, los programas de televisión, los personajes públicos, las referencias… Todo es español”. Y dicho orgullo español —con diez meses de delay…— parece haber herido la argentinidad de buena parte de sus fans o del público en general, los cuales han llegado a comenzar los debidos trámites para la inquisitiva cancelación (algo así como la completa exclusión de su yo del dominio virtual). Pero la verdadera razón por la cual se conjura el grito de ¡alerta! a los compatriotas, no es tanto lo que este episodio viral pueda decirnos sobre la binacional Peluso, sino sobre la misma condición que haría argentinos a los argentinos. Es decir, la polémica es curiosa y compleja porque acusa en realidad el tráfico de sentidos detrás del concebido carnet de compatriota (algo más que el cartón de DNI) y quién es quién, a fin de cuentas, para llamar a otro, o en este caso a sí mismo, argentino.
¡Gran argentino problema!
En primer lugar, la polémica nace en forma de reproche, una suerte de echada en cara por parte de un acusador y bien argentino dedo que señala la presunta hipocresía de Peluso, quien en incontables entrevistas y varias canciones se enorgullece honestamente de su Saavedra natal y de su infancia argentina hasta su emigración familiar a Barcelona en 2004, cuando la lil’ Nathy contaba apenas 9 años. Pero esta acusación, como se dijo, no sólo marca la ignorancia sobre la vivencia personal de la chica, sino que revela ciertos nervios narrativos propios de una argentinidad tóxica (que, claro, bien puede reproducirse en redes). En algunas críticas puede notarse una manía narcisista de cierto perfil argentino, el cual casi que se desvive por aquello que “se diga de Argentina en el exterior”, especialmente si entendemos por “exterior” a ciertos países del hemisferio norte inscritos en la gran narrativa del Progreso Argentino desde su concepción decimonónica de la civilización contra la autóctona barbarie hasta el posmoderno y añorado hecho de sacar ciudadanía extranjera vía Ezeiza. Esta obsesión por la mirada ajena suele ser complementada con la caricatura que se hace del argentino fuera de su país, el cual, por inseguro, cae en la típica soberbia de “ser los mejores del mundo”, ya dispuesto a medírsela para confirmarlo. O sea que nada de esto hubiera pasado —incluida la popularidad de Peluso— si el país en cuestión fuese la China; pero no, el corazón de Peluso late entre Buenos Aires y Barcelona, meca del exilio rioplatense desde la crisis del 2001 (no tan distinta a la de hoy) y presunta “solución europea a los problemas de los argentinos” según la homónima revista de humor.
¡Y vaya si los argentinos tenemos problemas! Uno de ellos parece ser la cuota de necesaria argentinidad exigida a aquellas celebrities que cuenten con infancia local, algo así como un certamen de ceba de mate sosteniendo termo y porongo con el mismo brazo. Es decir, muy jodido. No debe confundirse la defensa del sentir nacional frente a una agresión foránea con una neurótica manía por realizar tests de argentinidad, como si la argentinidad (al igual que la mexicanidad, la españolidad, o cualquiera) pudiese comprobarse a partir de la modulación de ciertos signos promedio, como si Maradona, Messi, la zamba o el dulce de leche funcionasen cual contraseña automática. Esto sólo llevaría a una construcción caricaturesca de nuestro sentir, fácilmente modulable, una argentinidad de cartón para la escenografía prefabricada de cualquier interés impostor. Quedarse en la instancia de esos signos tan argentinamente obvios es una lectura corta, ya que la argentinidad no se encuentra en el sabor del dulce de leche o en el reviente de un McDonalds cada vez que Boca sale campeón, sino que en dichos célebres signos —que son, también, experiencias— se proyecta el sentir nacional (y no al revés).
Y aquí se produce el desfasaje de sentido entre la ídola y sus detractores: si lo nacional es un sentir ¿cómo se podría comprobar ese sentir si no es a través de signos? Más aún, el sentir es un valor subjetivo, o sea que habría tantas argentinidades como argentinos haya, cada una develada según la proyección subjetiva sobre signos comunes: su calle, su nombre, su corte vacuno, su gol de Diego a los ingleses, su McDonalds debidamente reventado. O, tal vez, su versión de Buenos Aires de Nathy Peluso…
Y ese es el otro desliz del affaire: la ignorancia sobre la condición de migrante de Peluso, y el modo en que dicha experiencia tiñe su sentir —a fin de cuentas, subjetivo— de argentinidad. No sólo es el hecho de entender que las nacionalidades argentina y española (justo la madre patria) no son excluyentes, sino el poder interpretar el lugar simbólico que ocupa Argentina en la narrativa de vida de una niña que a los 9 años fue corrida de su paraíso Saavedriano (como toda infancia lo es). Ella misma no puede evitar la relación entre argentina y lo nostálgico, evidente síntoma de quien añora un punto de su pasado con un dejo revuelto entre alegría y tragedia, siendo lo nostálgico un atributo completamente extraño para quien es argentino nativo y, claro, incapaz de relacionarse nostálgicamente con su devenir cotidiano. Esto es el rasgo particular de este episodio, el que hackea la matrix del argentino total: si cada sentir nacional cuenta con una buena cuota de subjetividad en la proyección emocional con la que inviste ciertos signos, entonces Peluso consigna su sentir nacional bajo la experiencia de un ideal nostálgico, según la obvia experiencia que parte su niñez. No es que no pueda regresar a su tierra natal cual exiliada setentosa, sino que dicha partida cobra un cariz de exilio a razón de coincidir con el abandono de su propia infancia, tiempo tal vez más irrecuperable que cualquier otro, tiempo en que los hechos suceden por primera vez. Y una de las experiencias que contuvo su argentinidad emigrada, fueron justamente las diversas canciones de esta patria, a las que ella misma ha consignado en una entrevista como “capsulas de recuerdo”. Figurarse tu ahora lejano país a través de la “fragilidad spinetteana” o la “luz sabia de la negra Sosa”, debió haber sido una experiencia de la argentinidad sin dudas particular, mucho más heterodoxa, que no condice linealmente con el “ohhh Argentinaaa… es un sentimieeento, no puedo paráaaa” con el que tantos se golpean el pecho. El asunto es que ambos sentires —el local y el exiliado— resultan difícilmente comparables según la misma vara, y de ahí proviene el sesgo de los actuales indignados. Más aún, el reproche resulta hiriente cuando en gran cantidad de casos el local no reconoce su propia localía —o la reniega…— hasta que finalmente cae en tierra extranjera, y ahí devela, al fuerte trasluz de la experiencia, todo lo argentino que en realidad era, la cantidad de argentinidades que lo revelan frente a la mirada ajena, ese “no sé qué” tan difícil de consignar y que Gardel entonó al volver al pago en la cubierta de un crucero. Dicho rigor siempre inasible de la nostalgia es lo que alimenta a buena parte del imaginario compositivo de la artista en cuestión, ya sea en su remembranza Buenos Aires o en la canción Argentina (feat Trueno) dónde le canta al país “Argentina, si quiera olvidarte, no pudiera”. En este último caso la posición desde la cual anuncia no es menor: Argentina es en su sentir un recuerdo, algo inevitablemente pasado (como la infancia) que sin embargo parece haber pagado con nobleza. No es el adivinar del parpadeo de aquellas luces que van marcan a lo lejos el retorno gardeliano, sino lo que queda de un recuerdo que no podrá ser olvidado. A la experiencia de esta patria no se vuelve, ni si quiera con frente marchita, sino que late en el recuerdo como un tesoro que nadie le puede arrebatar, un motivo al cual cantarle.
Pero hay que comprender que este ideal nostálgico que sostiene cualquier migrante no colisiona necesariamente con el amor hacia la nueva patria que lo haya cobijado, mucho menos si esa patria es casualmente nuestra madre. Lo mismo sucede con Messi; la pregunta de si quiere más a España o a la Argentina es sólo buscabardo, y con un artista las cosas pueden cobrar otro giro de sentido, ya que ese mismo ideal nostálgico de doble diáspora (de la tierra y de la niñez) puede dar lugar a signos que la definan incluso mejor que el argentino nativo, ya que guardan en sí mismos la herida abandónica, y que su canción termine emocionando incluso al propio nativo de su tierra, el cual no acostumbra a ver su cotidianeidad con distancia transatlántica (El film Nostalgia (1983) del por entonces exiliado Andrei Tarkovsky es uno de los más grandes ejemplos de dicho ideal de añoranza por la patria propia). Sólo la manía inquisitiva de la argentinidad tóxica puede colisionar contra el dolor de estos aires nostálgicos: por vocación de lo unívoco, por no comprender al migrante y su fuera de eje, por exigir constantemente pruebas fehacientes de una nacionalidad lineal, sin arcos narrativos heterodoxos, como un rati que pide a ver los documentos.
Hablando del pasado.
Cita Cesar Aira en su cuento A brick wall, el fenómeno de “amnesia infantil” postulado por el doctor Ernest Shachtel, el cual explica nuestra incapacidad para recordar buena parte de las experiencias de nuestra primera infancia a razón de que “los niños pequeños carecen de moldes lingüísticos o culturales en los que acomodar sus percepciones. La realidad entra en ellos torrencialmente, sin pasar por los filtros esquematizantes que son las palabras y los conceptos”. Esto explicaría también que buena parte de la experiencia infantil pueda quedar cifrada en instancias no tan rígidas como el entendimiento racional, es decir en filtros menos esquematizantes, como los sonidos, los ritmos, las melodías o canciones. Signos que conectan con un valor emocional, dejando una marca indeleble en nuestra memoria, una marca inasible para nuestra conciencia. Un vínculo. Y no es casualidad que el vínculo de Peluso con su país nostálgico suela ser especialmente musical, en tanto la música es vibración que antecede a la conciencia, en tanto es un gran vehículo para las emociones potentes pero dispersas, ciertas pero indefinibles, que se burlan de las palabras como un signo agotado, las mismas palabras que a ella parecen faltarle cuando se refiere a Saavedra, al mate, a Serú Girán, llorando al fin y —tal vez sin saberlo— confirmando con ese histrionismo desgarrado su más propia argentinidad.
Tomás Vaneskeheian es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por UBA.
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