
Nadie patea, nadie ataja, nadie saca, nadie recibe, nadie acelera ni cambia neumáticos, nadie se queda solo (solo frente a otro solo), despojado hasta del banquito. Todo es inédito, y esto también. Porque siempre hay algún partido de algo en algún lugar del mundo, siempre hay una pelea de algo aunque no sepamos de qué, siempre hay una carrera de algo, uno que gana y otros que pierden. Y ahora no hay. Si las cosas son distintas en estos días que corren o que se estancan (distintos de un modo extraño: en nuestras casas, el lugar de siempre, y sumidos en rutinas redundantes, y sin embargo distintos), es en parte también por eso. Si el mundo se ha detenido, es en parte también por eso. ¿Hacía cuánto no pasaba tanto tiempo la humanidad sin que hubiera un gol, un penal atajado, un ace, un nocaut, una pole position?
El tiempo quedó en suspenso: el presente se estira y se aletarga, del futuro sabemos menos que nunca. Pero el pasado, por su parte, sigue ahí: estable y disponible. Por eso hacemos lo que hacemos: vemos partidos del pasado, peleas del pasado, carreras del pasado. Y descubrimos (o confirmamos, sólo que con una evidencia inédita) que, por alguna razón, nos ponemos nerviosos igual. ¿Qué es esa tensión? ¿Por qué nos preocupamos? ¿De dónde viene esa ansiedad? Ya sabemos lo que pasó, y sin embargo, nos intrigamos.
Y es que la intriga es una cuestión de forma, evidentemente; de forma y no de contenido. El contenido ya lo sabemos (quién ganó, quién perdió, con qué resultado: ya lo sabemos), pero la forma se reactiva y reactiva sus efectos. Es como volver a leer o volver a ver una novela policial, una película de suspenso (sin haber olvidado su trama). Vemos funcionar la intriga, podemos preguntarnos incluso cómo es que funciona, de qué está hecha, por qué nos afecta así.
No es lo mismo, sin embargo: no es la misma tensión, no es el mismo suspenso. Sé del caso de uno que reclamó un penal, sentado frente al televisor en el sillón del living de su casa, viendo un partido que se jugó en 1994. Es lógico: esas cosas, como diría Borges, están como por fuera del tiempo. Pero si ante un partido que se está jugando (como se decía antes, en vivo y en directo), lo que nos intriga es qué va a pasar, viendo partidos del pasado (o carreras o peleas), lo que nos intriga es cómo pudo pasar lo que pasó. Lo cual nos pone igual de tensos, nos pone igual de expectantes, sólo que ajustando el registro: los héroes del deporte se deslizan de la épica a la tragedia. Los vemos conseguir hazañas, sí; pero ahora de esta otra forma: dirigidos inexorablemente hacia un destino ineluctable. Ineluctable por una sencilla razón, que es que vosotros ya lo sabemos (y ellos no), que nosotros ya lo conocemos (y ellos no). Así funciona Edipo Rey de Sófocles. Así concibió García Márquez su Crónica de una muerte anunciada. La pregunta no es ¿Qué pasará?, sino ¿Cómo pudo pasar lo que pasó?; o bien, ¿Cómo es que no pudo evitarse?
Son las preguntas que nos hacemos por estos días, estos días en los que TyC, Fox Sports y ESPN se convirtieron en el canal Volver. ¿Cómo puede Víctor Galíndez ganarle así a Richie Kates, de dónde sacó la fuerza para ese golpe final? ¿Cómo puede acabársele la nafta a Reutemann justo en la última vuelta de una carrera en Buenos Aires? ¿Cómo no cobran ese penal tan alevoso de Pinola, cómo pueden hacer tan ostensible la trampa consabida? ¿Cómo va a tirar Messi el penal por arriba del travesaño, justamente en la final? ¿Cómo va a seguir derecho, derecho a la muerte, el auto de Ayrton Senna en esa curva imposible? Vivimos de pronto en 1976, en 1974, en 2018, en 2016, en 1994. Pero acaso nada pueda resultar tan perturbador, e incluso, me atrevo a decir, tan angustiante, como ver de nuevo la final de Roland Garros de 2004. Precisamente porque ya sabemos lo que pasó. Por eso asistimos estremecidos a ese largo y arduo intercambio de taras, de bloqueos y de impedimentos; a ese espectáculo opresivo de ataduras de nervios y padecimientos; a ese festival sombrío de errores no forzados en tenistas de por sí muy capaces; a esa lucha terrible entre el talento y el agobio (lucha librada en cada uno de los jugadores, y no entre uno y el otro), en la que habría de prevalecer el agobio; a ese final inconcebible de doble incredulidad: incrédulo Coria, que no puede entender cómo perdió; incrédulo Gaudio, que no puede entender cómo ganó.
Sabemos lo que pasó: sabemos que uno ganó, y fue Gaudio; sabemos que el otro perdió, y fue Coria. Si nos quedamos, pese a eso, pese a los años y la certeza previa, tan afectados, tan trastornados y tan dolidos, es porque sabemos que una noche oscura, increíblemente oscura en la luz de un día radiante, se tragó en cierta manera a los dos tenistas de esa final, al que tocó la gloria y al que la vio escurrirse. Noche oscura en plena tarde esperando por los dos, al que reía y al que no, como un destino fatal, como un final que ya se sabe.

Una respuesta
Laura Sacchetto
» Es un imperio
esa luz que se apaga
o una luciérnaga ?
La cifra » ( 1981) . Leer este texto de Kohan nos remite a uno de los 17 haikus de Jorge Luis Borges que escribió en 1981 ( La cifra) Bien nos viene darnos cuenta de la importanccia de refrescar nuestra memoria de los hechos, fenómenos y algunos recuerdos olvidados; y es más, nos llena de sus preguntas que promueven las propias. En este pasaje de de comprender juntos este presente televisivo o radial sobre aquellas pelotas de fútbol que alguna vez se jugaron o lanzarnos a ese momento de Roland Garrós, tan desgarrador como congelante .Nada permanece- y esto no es nuevo-, gracias que nos quedan las narraciones orales , la biblioteca, los diarios y los videos para que lo que alguna vez fue fuego de los héroes, siga siendo eterno.