“No quería empezar. Sigo sin querer. Cualquier día que pudiera estafarle a este sistema de vida me parecía una buena victoria. Bebía vino y dormía en parques y me moría de hambre. El suicidio era mi mejor arma. Pensar en ello me daba cierta paz (…)” Charles Bukowski, en Fragmentos de un cuaderno manchado de vino.
“Agarrá la pala”, “Vago planero”, “Se te terminó el curro”, “Al país se lo saca adelante laburando”, “No labura el que no quiere”, y así podríamos continuar -les dejo ese trabajo si quieren de recopilar otros enunciados en la misma línea-. Si prestamos atención, hay un elemento común que se desliza de frase a frase y parece tratarse de esa referencia al no trabajo, ahora bien, la carga valorativa que se le imputa a ese no trabajo es altamente peyorativa. La cuestión es explícita: ¡Vago!
En sintonía con esa designación de la vagancia aparece la petición del sacrificio -tanto en discursos oficiales como en las redes sociales-. De pagar más, de ajustarse, de trabajar más para que, finalmente, podamos estar un poco mejor. Seamos sinceros: un futuro con cara de espejismo. No me quiero detener aquí en las resonancias religiosas porque me parece un lugar común el señalar eso a lo que se llegaría como el premio al sacrificio, esa luz al final del túnel. Hay otro asunto, silenciado, se trata una palabra que está bordeada, y tal vez sería más apropiado decir que todo este discursito la encierra, la cerca y la deja fuera de alcance. Esa palabra encerrada, silenciada, excluida parece, además, convertirse en un objeto lujoso y exclusivo para algunos pocos privilegiados que, además, están exentos de agarrar la pala. Se trata acá del ocio, que no es lo mismo que el disfrute porque uno puede disfrutar de su laburo también -no ocurre tan seguido, pero sucede -. Me refiero al tiempo que uno destina simplemente al entretenimiento, al esparcimiento, a la cultura o, sin más, al aburrimiento. Lo llamativo de toda esta operación discursiva que oculta, encierra y silencia, es que logra trasponer al ocio como negativo del tiempo de trabajo, negativo en términos morales (está mal que no se trabaje) y no solo como su contracara semántica. Entonces, lo han vuelto tan exclusivo que solo algunos pocos pueden y están habilitados moralmente para darse ese lujo. Para el resto, tan solo pensar en el ocio lo convierte en un acto indigno, casi criminal. Situado en el maloliente eje de la meritocracia, el ocio se convierte en el objeto exclusivo y distintivo de los argentinos de bien.
¿Cómo es que se llega a ese estado de situación si el tiempo de no trabajo equivale a la vagancia, a la indignidad y a la calificación de chorro, entre otros adjetivos descalificantes? Para eso, entiendo, ha sido necesario borrar del campo de lo enunciable a la palabra ocio, quitarla del discurso hasta que se vuelve impronunciable, tan solo un eco difuso de un tiempo pretérito en el que conocimos algo similar, en el que vivimos y pudimos experimentar que no trabajar también es parte de la vida y que aburrirse lo es también de la dignidad humana. Porque desde el aburrimiento, como desde la angustia o el vacío es desde donde la creatividad toma consistencia, desde donde el pensamiento adquiere claridad. Es el tiempo y el vacío, el pasaje por el aburrimiento como estado anterior el que sostiene al acto creador. Y también al pensamiento. ¿Qué posibilidad hay de pensar cuando el trabajo se vuelve inagotable y desgastante? ¿Qué pensamiento es posible en el torbellino de noticias, fake news y contenidos? Entre la imposibilidad del aburrimiento y la ausencia del silencio, el agotamiento y el caos se erigen como obstáculos para pensarnos en nuestra realidad. Y en esa danza inagotable nos movemos zombis, sin tiempo, sin silencio.
¿Es casual el ataque a la cultura? Por supuesto que no, porque en último término el sentido del ataque es su desvalorización, reducirla a la insignificancia para que ya nadie se cuestione no tener tiempo para ella. El asunto no es prohibir, se trata de desvalorizar la cultura, el pensamiento en sí mismo y los saberes inútiles como los humanísticos, sociales o artísticos. Su objetivo es volverlos moralmente desdeñables para que nadie los quiera, o se los quiera en silencio, o se los quiera y ya nadie se los permita, porque el único valor para quienes no somos de bien es trabajar, trabajar para pagarles el ocio arrebatado. ¿Por qué algunos pueden tenerlo y otros no?
Hay otro aspecto de la cuestión que nos lleva a la pregunta de por qué este discurso de sacrificio del ocio y de idealización del trabajo sin más es tan aceptado y bien acogido por la sociedad. En este punto, la primera ocurrencia es de un texto de Freud llamado “Los que delinquen por sentimiento de culpabilidad”. En ese pequeño artículo, Freud comenta lo aliviador que suele ser el acto delictivo y su consecuente castigo ante situaciones de culpa en las cuales el sujeto no encuentra razón. Dicho en otros términos: ante el sentimiento de culpa sin razón ni objeto, el castigo alivia aunque fuere por otro delito. Siguiendo la línea de las argumentaciones, el sacrificio del ocio sería análogo al castigo que alivia una culpa sin objeto. Esto explicaría, en parte, la facilidad con la que es aceptado el discurso del sacrificio y del trabajo. Lo que resta es poder esclarecer esa culpa que, hasta el momento se sostiene misteriosa y sin objeto. Y que la vamos a sostener así para no caer en el riesgoso campo del psicoanálisis antropologizado. La podríamos dejar simplemente en suspenso planteando que, como solución o suplencia, a la neurosis le viene muy bien algo que mitigue su culpa, sea cual sea el origen de la culpa en cada quien.
Finalizo. No se trata de una apología del no trabajo, sino de restituirle al trabajo uno de los aspectos que lo vuelve digno: el trabajo es digno y dignifica cuando se puede salir de él, cuando existe la alternancia temporal entre el tiempo del trabajo y el tiempo del ocio, y es eso lo que estamos perdiendo por arrebato. Será necesario volver a pensarlo, escribirlo; y rescatarlo del silencio para volver a pronunciarlo. Tomar nuevamente el concepto haciéndonos dignos de él, y luego, descansar.
Javier Del Ponte – Psicoanalista – Escritor -Docente UNR – Facultad de Psicología
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