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Si alguna vez un cuerpo fue imaginario e inencontrable y al mismo tiempo
infinitamente real, es el caso del pueblo. (Alberto Laiseca)
Claude Lefort y Hannah Arendt. Dos nombres que reflotan cada vez que pensamos los rasgos totalitarios de las democracias actuales. ¿Qué tienen en común? ¿Por qué su validez? Coetáneos entre sí, han discutido el fenómeno totalitario, a lo largo o en parte de su obra (dependiendo de quién) pero, en definitiva, han contribuido a trazar el campo político de la herida del siglo XX.
El pensamiento de Lefort toma plena vigencia ante escenarios de crisis política y el desencanto social con las instituciones democráticas —marcado por la desafección política—, en los cuales siempre existe la amenaza del fantasma totalitario mediante la aparición de figuras que ocupen el lugar vacío de la democracia y anulen la distinción entre el campo del poder, el campo del derecho y el campo de la ley. Por su parte, el esquema de Hannah Arendt analiza la estructura totalitaria a partir de la conformación de una masa indiferenciada de individuos, la imposición de fines colectivos y la anulación de la libertad como condición inherente a la vida política. A su vez, incorpora la noción de pluralidad habitándonos a pensar el origen de la sociedad política constitutiva de una voluntad, y sobre la cual emergen distintos modos de dominación.
La particularidad que une a Arendt como a Lefort es que ambos intentan responder a la pregunta por el totalitarismo indagando la naturaleza de las sociedades modernas.
En particular, la obra de Claude Lefort se destaca por haber articulado filosóficamente las categorías de totalitarismo y democracia como una nueva forma de oposición a los dispositivos simbólicos de la sociedad democrática. En términos generales, el filósofo comprende que la democracia moderna es una forma de sociedad en la que el poder acontece como un lugar simbólicamente vacío, y que existen tres polos que interactúan entre sí —y que el fenómeno totalitario suprime—, tales como la ley, el saber y el derecho.
Como se adelantó, Lefort parte de la idea de que el totalitarismo es un fenómeno moderno consustancial a las técnicas de movilización, propaganda inéditas y reclutamiento de masas emergidas en el contexto la Revolución Industrial, y la inversión del sistema democrático[1].
En su tesis, antes que elaborar una descripción empírica del totalitarismo[2], identifica dos de las causas que intervienen en la borradura de la división social como aspecto fundamental del modelo totalitario. En primer lugar, vemos que el Estado y la sociedad civil convergen en un solo cuerpo hasta incluso disolverse la independencia del aparato burocrático del Estado —con sus prerrogativas y funciones propias— respecto del poder político. En vez de designar el poder como un espacio de vacancia, la lógica totalitaria se dirige a concentrar la totalidad de las fuerzas sociales en un sólo órgano —o en su defecto, en un individuo—[3]. En segundo lugar, el régimen totalitario procura la homogeneización de la sociedad mediante la supresión de la división social interna; es decir, la eliminación de clases y grupos sociales con intereses opuestos, modos de vida diversos, costumbres o creencias como presupuesto de un proyecto de control, normalización y uniformización[4].
En su análisis subraya con énfasis la dimensión simbólica que permite la mutación del poder en el sistema democrático hacia el totalitario interrogando su lugar y figuración desde el campo social en el que emerge[5], señalando la vigencia de los peligros a los que se encuentra expuesta la democracia mediante una imprevistClaudea aparición del totalitarismo. Así, el surgimiento de un régimen totalitario traería consigo una reactualización del lugar de poder tal como el Antiguo Régimen lo habría hecho siglos antes pero fundamentándose en el cambio de paradigma político de la Revolución Francesa. Es por esto que valiéndose de los aportes de Tocqueville durante el siglo XVIII francés, integrando sus lecturas acerca del poder monárquico encarnado en la persona del príncipe —y mediador entre Dios y los hombres— y las distintas instituciones consustanciales a la democracia, Lefort plantea la noción del lugar del poder como lugar vacío. El interés del filósofo a través de este concepto es el de postular la idea de un poder inhallable en lo real, perteneciente a una instancia simbólica. De acuerdo a Lefort, este concepto nos lleva a comprender la idea de un poder ejercido circunstancialmente por individuos —o grupos sociales— que son simples gobernantes cuyo límite infranqueable sería la apropiación del poder y la corporeización de la autoridad política como potestad natural[6].
Por su parte, Hannah Arendt entiende que el totalitarismo es un tipo de dominio novedoso que reniega de una explicación histórica y de las formas clásicas de gobierno y de organización política planteadas por Montesquieu. Arendt opta por enseñarnos que la esencia del fenómeno totalitario es el terror, y que su ideología es un principio de acción dirigido a la paralización de la conducta humana o a la reducción de ésta a un comportamiento automático.
Considerando que el totalitarismo se diferenció de otras formas de opresión política y creó nuevas instituciones políticas —al mismo tiempo que eliminó las anteriores— se empeña en demostrar cuán infinita es la capacidad humana para la novedad debido a la puesta en marcha de ciertos elementos que dieron lugar a hechos sin precedentes. En el pensamiento arendtiano, la novedad del totalitarismo no sólo radica en el desarrollo de ciertos “elementos” —los campos de concentración nazi como dispositivo en el que converge la realidad política del totalitarismo del siglo XX, el hacinamiento y las formas inéditas de exterminio sistemático, y, por último, la idea de un “anillo de hierro” dirigido al aniquilamiento de la pluralidad, la libertad y la voluntad humana al interior de los campos— sino también en su capacidad de neutralizar el campo de la acción política que, para Arendt, es una condición de la libertad y de la pluralidad.
Como adelanto de una primera síntesis del pensamiento de ambos, podríamos sugerir que Arendt parte de la constitución de dos opuestos: la revolución y el totalitarismo. A diferencia de Lefort nos permite pensar que el fenómeno totalitario ejerce su dominación contra la pluralidad —inherente a la condición humana—, y que a través de la acción emerge la revolución como una experiencia inédita de lo político.
Por su parte, Lefort comprende que existe una relación de inversión entre los sistemas democráticos y totalitarios, y reconoce que la democracia moderna acontece como una nueva forma de sociedad política que procura la supresión de la diferencia. En definitiva, si tomamos como punto de partida a la tesis lefortiana, comprenderemos que la dominación totalitaria apunta contra la división social interna en tanto experiencia originaria de lo político —la misma que, en clave arendtiana, es entendida bajo la figura de pluralidad—.
Pero además, el filósofo frances le presta especial interés a las implicancias simbólicas de la inversión entre un sistema y otro. Bajo este lente localiza la emergencia de dispositivos y prácticas, instituciones y léxicos, y hasta una nueva gramática[7] en la denominada imagen del pueblo-Uno que en combinación con la imagen del poder-Uno resulta en la unidad y la voluntad popular cobijados en la figura de un único individuo. Es necesario convenir que la imagen del pueblo-Uno es incorporada a la representación del partido y, al mismo tiempo, del pueblo —o del proletariado: “El partido es el proletariado en el sentido de la identidad”—[8].
Esta cadena de identificación simbólica desemboca en la condensación de las categorías del poder, del conocimiento y de la ley. De esta manera, mientras que la integración del poder en la sociedad implica que no existe nada que pueda constituirse como una exterioridad de sí, se lleva adelante una positivización de la ley y del conocimiento en favor del sistema totalitario —esta última manifestada en la producción de una ideología dirigida a fundamentar el dominio de lo social—.
En este punto, Lefort desdobla su idea de organización social debido a que si bien considera la existencia de una sociedad organizada, la misma se trata de un cuerpo social que precisa su permanente intervención[9]. A esta representación de la organización social se le suman otras dos: por una parte, la de una autocreación (social-histórica) de la sociedad que justifica su presente mediante una narrativa prefijada de la historia y un futuro prometedor; y la exhibición totalizadora de los aspectos de la realidad social.
Asimismo, con el fin de construir la imagen de una identidad social unificadora es necesaria su ramificación en micro-cuerpos —organizaciones, colectivos y todo tipo de grupos sociales que aseguren la “fachada del poder político[10]—, la amenaza de un caos desorganizador de dicha identidad, y la lucha permanente contra un enemigo externo —expresado en el Otro—.
Desde una óptica lefortiana del caso argentino de 1976, comprendemos que la dictadura cívico militar implicó la elaboración de un régimen jurídico caracterizado fundamentalmente por una legalidad ficticia y, por ende, la denegación de una distinción simbólica de la sociedad argentina a través de la consideración de las categorías del derecho, del conocimiento y del poder. En principio, su atributo ficcional se debe a que el gobierno de facto consistió en la producción de un conjunto abultado de normas con denominaciones arbitrarias e incoherentes entre sí[11] incidiendo negativamente en las garantías constitucionales y, en última medida, en la seguridad jurídica de la población. Tal es así, que su legitimidad fue antes política que jurídica debido a que se trató de un régimen al servicio de las apetencias del estado. Al mismo tiempo, la fundamentación del régimen halló lugar en la religión constituyéndose las bases de la identidad del pueblo-Uno de acuerdo a la moral cristiana[12] y la constitución de una imagen de enemigo. En este sentido, el gobierno militar implementó la lucha antisubversiva como una práctica de control y eliminación sistemática de todo aquel individuo o grupo humano relacionado —o sospechado de hacerlo— a actividades políticas o modos de vida distintos a los promulgados por el régimen.
II
Una de las preguntas que se formula Arendt es en torno a las razones que motivan la rápida acogida social de un régimen totalitario. En este aspecto, Lefort arroja algunas luces para pensar una respuesta a partir de la noción de “indeterminación” como instancia en la que se encuentran los individuos en un sistema democrático. Uno de sus aspectos es el trabajo que se efectúa bajo el nombre de ideología entendiéndose que no se debe perder de vista el orden de lo simbólico en tanto los indicadores de la certeza —como la división de clases— no cesan de transformarse. Tal es así, que este mecanismo de dominación tiende a conseguir la sumisión voluntaria de una gran parte de los individuos de la población en tanto las involucra en acciones que, en apariencia, tienen como fin un bien común.
Otro de los aspectos es la combinación entre la fórmula de la libertad —expresada en “no darse a nadie”— y el sometimiento a una servidumbre impersonal e ilimitada. Consecuentemente reconoce que si bien la democracia fracasa en la representación de un pueblo, la división social se asienta sobre la base de una afirmación tácita de su unidad que, a su vez, carece de cuerpo. Los esfuerzos, entonces, deberían dirigirse a contener el conflicto dentro de los márgenes de la esfera simbólica puesto que su excedente en el plano de lo real no permitiría sostener la “trascendencia interna social que constituye la característica del sistema democrático”[13].
En definitiva, en ambos esquemas de pensamiento filosófico la política se desarrolla en el espacio de un reconocimiento mutuo de la ciudadanía en el cual se identifican las esferas de lo público y lo privado —así es como Lefort incorpora a su propuesta la noción arendtiana de la creación del espacio público—. Pero, ¿qué sucede con el espacio público dentro de un sistema totalitario? ¿Es posible su existencia o no? Desde ya, si un individuo —o grupo social— ejerciera la dominación sobre los otros sería imposible el reconocimiento de los otros como individuos libres y conciudadanos. En otras palabras, el espacio público desaparece porque no se hallarían las condiciones para una idea de la política y no podría concebirse la acción arendtiana como aquella que otorga una respuesta política a situaciones novedosas, espontáneas, sorpresivas. De la misma manera, en el esquema lefortiano el totalitarismo suprimiría la posibilidad de interrogar “lo político” en tanto resultarían inhallables los principios que permitan el despliegue histórico de una sociedad y una relación consigo misma a través de sus divisiones internas[14].
Me gustaría concluir con una advertencia en el sentido tocquevilliano para los tiempos que corren: si bien la dimensión simbólica de lo social adquiere protagonismo, en la democracia moderna existe una tendencia al deseo de servidumbre como contracara del sentido del deseo de libertad pudiendo mantener intacta su forma exterior o derivarse en un nuevo tipo de despotismo.
Nosotros, argentinos y argentinas, ¿dónde estamos?
[1] Lefort, C. (2007), “Negarse a pensar el totalitarismo”, Estudios Sociológicos, vol. 25(74), pp. 297-308
[2] Es notable la importancia que Lefort le brinda en su análisis a la matriz ideológica del totalitarismo prestando una especial atención al régimen comunista.
[3] La lógica totalitaria (p. 8) Lefort, C. (1990), La invención democrática, Buenos Aires; Nueva Visión, p. 8
[4] La lógica totalitaria (p. 8) Lefort, C. (1990), La invención democrática, Buenos Aires; Nueva Visión, p. 8
[5] La lógica totalitaria (p. 8) Lefort, C. (1990), La invención democrática, Buenos Aires; Nueva Visión, p. 12
[6] La lógica totalitaria (p. 8) Lefort, C. (1990), La invención democrática, Buenos Aires; Nueva Visión, p. 13
[7] Plot, M. (2013), “Teología, estética y epistemología políticas en Lefort, Schmitt y Arendt”, Documentos de Trabajo, (287), pp. 3 – 10.
[8] Lefort, C. (2013), “La imagen del cuerpo y el totalitarismo”. Aquelarre. Revista del Centro Cultural de la Universidad del Tolima, (23), pp. 17 – 31.
[9] La lógica totalitaria (p. 8) Lefort, C. (1990), La invención democrática, Buenos Aires; Nueva Visión, p. 9
[10] La lógica totalitaria (p. 8) Lefort, C. (1990), La invención democrática, Buenos Aires; Nueva Visión, p. 8
[11] Es posible hallar decretos que fueron dictados en el ámbito legislativo, resoluciones que debieron ser leyes, o legislación inconclusa respecto a procedimientos electivos como es el caso del cargo de presidente. Asimismo, se han dictado leyes que no fueron aplicadas, optándose por métodos ilegales a pesar de la existencia de recursos “legítimos” para el juzgamiento.
[12] Existen numerosas normas que se refieren a la defensa de la moral cristiana como fundamento de una ciudadanía ejemplar.
[13] La lógica totalitaria (p. 8) Lefort, C. (1990), La invención democrática, Buenos Aires; Nueva Visión, p. 15
[14] La lógica totalitaria (p. 8) Lefort, C. (1990), La invención democrática, Buenos Aires; Nueva Visión, p. 12.3
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Lucía Sbardella. Investigadora en formación y artista interdisciplinar interesada en las intersecciones de la memoria política, la identidad y sus modos de representación.
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