DESARMA Y SANGRA / Alexandra Kohan

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Una lectura de Cómo capitalizar la tristeza. Disco producido, escrito, mezclado y masterizado por Ramiro Hernandez

El amor no sabe deshacerse (…). 
La liquidación del amor es el acto de amor por excelencia. 

Por eso el desamor, drama de ausencia y de presencia, de invocación y de renuncia, se encuentra mejor que nunca en las canciones. Porque en las canciones las palabras, eso que dicen, lo están haciendo también.
MARTÍN KOHAN

I

Por la pandemia quizás nos estemos habituando a recibir envíos. Pero sobre el fondo de algo que se está volviendo habitual, aún resaltan aquellos envíos que no son como los demás. Son esos envíos que uno no espera, esos que suscitan inquietud, sorpresa, asombro; esos que hacen transpirar un poco las manos porque no se sabe qué contienen. Un día me llegó por correo común desde Rosario un sobre con un CD. Era Cómo capitalizar la tristeza, de Barfeye. El primer disco en castellano de Ramiro Hernández. Recibirlo por correo común y no por mail, que sea un disco en formato físico, y no digital, acaso hayan marcado ese anacronismo, ese destiempo propio de los mensajes amorosos, de esos que no se avienen a los tiempos eufóricos ni a los formatos esperables. Luego de escuchar varias veces el disco, luego de no poder parar de escucharlo, puedo decir que lo que llegó a mis manos fue una carta de amor que me estaba haciendo testigo de un desamor. Las cartas se escriben para ser leídas. Es lo que voy a intentar, leer esta bella carta de desamor que escribió, en forma de disco, Ramiro Hernández. 

II

“¿Qué quiere decir pensar en alguien? Quiere decir olvidarlo (sin olvido no hay vida posible) y despertar a menudo de ese olvido”, dice Roland Barthes, el que mejor leyó el amor y el desamor. Se piensa en el otro para olvidarlo, pero no hay  técnica ni voluntad que puedan lograrlo. El olvido no se hace del mismo modo en que se hace memoria —aunque no haya memoria sin olvido—. No hay técnica ni manuales para olvidar. Y cuando los hay, como en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, la película de Michel Gondry, o en Bahía Blanca, la novela de Martín Kohan, fallan indefectiblemente. Mientras que en la película, Joel intenta olvidar a Clementine y Clementine a Joel, no hacen sino encontrarse una y otra vez. No hacen sino atravesar la desesperación de la imposibilidad del olvido absoluto. Joel quiere cancelar el procedimiento para conservar algunos recuerdos. Ya es tarde. Igual se las arreglará para burlarse de la máquina. Mario Novoa, el protagonista de la novela, emprende un viaje hacia un destino imposible: un olvido sin retorno. Es un viaje que, signado por la insistencia, Mario Novoa quiere borrar aquello que no cesa de no escribirse; quiere “asegurarse un corte perfecto”. ¿Qué quiere olvidar Novoa? Quiere olvidar todo, absolutamente todo. Algo siempre desborda —afortunadamente— esa pretensión de borrar al otro, algo siempre fracasa en la necedad de que no haya marcas. Son intentos fallidos porque se quiere olvidar todo, es decir, no perder nada. Dice el narrador: “basta una sola grieta, basta una rajadura, basta incluso tan sólo un agujero, para que toda la construcción se desbarate y se caiga. Y entonces irrumpen furiosas las viejas aguas del río, que ya es más que río, que es catarata, rabia feroz del curso que se desata, venganza sin pausa de lo que soportó estancamiento, y que ahora se libera con potencia redoblada arrasando todo aquello que se encuentra y es distinto; inunda esa misma tierra que antes no quiso saber nada más con agua alguna, le cobra con mojadura tanta vana pretensión de abolir la presencia previa del río. Le hará pagar esa intención de menoscabar su existencia, y lo hará con una presencia aumentada, imposible de aguantar”. Se pretende el olvido absoluto, se obtiene el retorno enfurecido de todo. “Tapé mis silencios con piel/ y lo hice para no ver. Sentí el sudor y la sed/la piel fría y la vida también/y también fallé. Tapé mi angustia con placer/solo encontré más estrés”,  dice Ramiro Hernández en la canción  En la cancha.

Así funciona —mal— el querer sacarse del cuerpo, el querer extirpar de la piel las marcas de la presencia pretérita de alguien en nuestras vidas. Pero, a la vez, no hay modo de no pasar por ahí, no hay modo de no intentarlo. 

III

Una cosa es querer borrar recuerdos, tapar todos los agujeros y otra, muy distinta, es hacer lo que hace, en otras partes, Cómo capitalizar la tristeza: hacer agujeros, producir los bordes de un agujero, hacer de los agujeros una potencia. Y es ahí que leo como una ironía la noción de capitalizar la tristeza; es ahí que leo como ironía el manual que tiene en su tapa. No hay manual para el amor, tampoco lo hay para el desamor. “Y no sigo las instrucciones que me dan los que están mal” (¿Ves?), porque no hay manual para saber qué se hace con la tristeza, ni hay nada que se pueda extraer como ganancia, como aprendizaje; los que están mal no están todos mal del mismo modo. Por eso también es irónico el hecho de que venga en una lata, porque la solución para la tristeza no es un enlatado para todos. 

No se aprende nada del amor, del desamor, ni de la vida. Por eso hay una canción que, citando el poema Tres de Osvaldo Bossi (Se abre el cuerpo/como una flor fresca/ Te lo entrego otra vez/Yo no aprendí nada en la vida) dice exactamente eso. “Nunca descuides lo que ames/decía un cartel en Buenos Aires”. Y no, no se puede aprender nada de esos imperativos que aplastan el amor. No aprendí nada, una de las canciones para mí, más hermosas del álbum. Acaso porque nombre una de mis calles preferidas en el mundo: Boulevard Oroño.

Lo que el disco pone a jugar es un decir que, lejos de pretender borrar, arrasar al otro y sus marcas, transita el desamor, no como un trabajo —no hay trabajo de duelo— sino como un pasaje entre la presencia y la ausencia, entre el perder y el encontrar: “Evitarte y encontrarte siempre. Estoy tan cansado de evitarte y encontrarte siempre” se repite muchísimas veces en la primera canción, Desaprender. Un pasaje, un tránsito, un recorrido que intenta circunscribir, escribir ese desamor. Se está haciendo, no está terminado. Porque cada vez que escuchamos el disco se actualiza, se pone en acto ese  procedimiento. Cómo capitalizar la tristeza no es la escritura de un duelo, es la performatividad de una pérdida, se está perdiendo mientras lo escuchamos. No terminó de perderse. Es el decir en su sesgo performativo, es el decir que es un hacer: “y aunque no escuches nunca esta canción yo me quedo tranquilo al decirlo”, canta Ramiro Hernández en Desaprender, la primera canción del disco. ¿La última? Desarma mi cuerpo. Todo lo que pasa en el disco, pasa entre dos palabras que tienen el prefijo que pretende invertir el significado, implicando un acto. No es borrar, es deshacer, que resulta mucho más difícil e incierto. “Me está matando desaprender”. Por eso se trata del desamor y no del duelo. “¿Qué es un agujero? Una ausencia rodeada de presencia”, dice Jean Lescure que decía René Daumal. Eso está haciendo el disco, eso es el disco físico: un agujero rodeado de material. 

IV

Lo desesperante de un desamor no es la ausencia, sino la constante presencia del otro, la presencia de su ausencia. Es ver que “ahí donde nadaban/nuestros sueños/ahora sólo hay agua”. El enamorado que atraviesa el desamor se procura esa presencia de la ausencia montando escenarios, artificios para poder sufrir en paz: “Sé que sin tantas baladas/no habría dolido tanto esta semana” “sé que ahí donde estabas/tus amigos me vieron y hasta saludaban/ y sin huir miré a la nada/como si no hubiera visto por la ventana”. Sabe, pero es un saber sin consecuencias, es un saber que no sirve para nada. Es el gesto de la desmentida tan propio de algún momento del desamor: sí, pero no. Sé, pero aún así. El asunto no es sólo qué hacer con lo que ya no está, sino qué hacer con lo que no deja de estar. “Por todo lo que pasamos/te pido que no me digas adiós/(…)/no seamos un pasado” le canta a ella, que ya está con otro, en Volátil. 

V

No falta tanto es la anteúltima canción del disco. “Reina de la seriedad/me está costando tener voluntad/te extraño tanto que me voy a matar/ o peor, voy a vivir sin verte acá/ Inerme y confundido, roto y desangelado/cuando pase por tu edificio/miro hacia tu balcón./No falta tanto para que estés acá/pero no creo soportar mucho más”. Que se llame No falta tanto muestra otra vez la gestualidad ridícula de la negación y la ironía con la que juega todo el disco. Falta todo. Por eso se trata de que empiece a faltar algo. Ese algo de uno que se fue con el otro. Ese algo que se fue con el otro y que nos dejó desorientados, desarmados. ¿Quién no ha vivido un desamor? 

Desarma mi cuerpo es el anhelo final del disco. Ese cuerpo que ya está desarmado “ya no sé quién soy” o que está desarmándose mientras desarma el lenguaje “desarma mi cuerpo/déjalo petalecer/larva/espinas debajo de tu almohada”. Me gusta mucho ese gesto final de desquicio, de habitar lo que ya está descuajado. “Dame una página” es la última frase del disco. Acaso en esa página se siga escribiendo ese desamor, ese desquerer que no terminó aún. 

VI

Escribo este texto porque hay cartas que me gusta responder. Y porque este disco, que no puedo dejar de escuchar, despierta; este disco desarma y sangra. No hay pociones para el amor, canta Serú Girán. Tampoco las hay para el desamor, acaso una de sus caras. Escribo este texto porque leí una carta, no un disco. 

Gracias, Ramiro Hernández, por esta belleza. Y gracias por hacerme destinataria de la carta de desamor. 

Todavía siguen los efectos de Cómo capitalizar la tristeza pero Barfeye ya está en otro lado  —¿el  lado B?— En noviembre sale Amar y Diferir.

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4 Respuestas

  1. Tomas
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    Que discazo y que lectura ! Me abre otra dimension para la escucha. Un abrazo!

  2. patricia carini
    | Responder

    Alexandra, justo me llegó la data de tu texto cuando estoy atravesando un abandono brutal. Que raro analizar entre palabra y música que viene a ser parecido y no lo es. Voy pasando los temas de Ramiro Hernández, repito pasando porque algo de su voz me hace ruido, intento escuchar la letra, me cuesta un poco porque resuena tu escritura. Es común, depende el ánimo. Creo. Lo desesperante de un desamor no es la ausencia, sino la constante presencia del otro, la presencia de su ausencia. Es ver que “ahí donde nadaban/nuestros sueños/ahora sólo hay agua”. El enamorado que atraviesa el desamor se procura esa presencia de la ausencia montando escenarios, artificios para poder sufrir en paz: “Sé que sin tantas baladas/no habría dolido tanto esta semana” “sé que ahí donde estabas/tus amigos me vieron y hasta saludaban/ y sin huir miré a la nada/como si no hubiera visto por la ventana”. Sabe, pero es un saber sin consecuencias, es un saber que no sirve para nada. Es el gesto de la desmentida tan propio de algún momento del desamor: sí, pero no. Sé, pero aún así. El asunto no es sólo qué hacer con lo que ya no está, sino qué hacer con lo que no deja de estar. “Por todo lo que pasamos/te pido que no me digas adiós/(…)/no seamos un pasado” le canta a ella, que ya está con otro, en Volátil. Me ha ocurrido que algunas músicas no me entran la primera vez. Hay chance. O no. Veremos. Elijo la reflexión acerca del amor y sus formas. Abrazo para vos.

  3. graciela
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    Belleza la escritura que resuena!! Me gusta tu escribir y análisis!!

  4. Xiana
    | Responder

    Precioso y preciso. Gracias.

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