No pocas veces solemos oír esa última evasiva, ese latiguillo fácil que entre murmullos afirma: “No… yo separo el Maradona futbolista del Maradona persona”; cita siempre impostora a la que, en especial en este caso, cabría muy bien replicarle: “Cómo? pensás que Maradona no jugaba como era?”. Y es que quizás ningún otro jugador mostró un estilo más honesto, ningún otro sublimó mejor su genio, ningún otro se apoderó con belleza tan personal de ese rectángulo de pasto y su ballet de voluntades gravitando en torno suyo.
Existirán razones siempre ocultas para que el fútbol sea el deporte más popular del mundo, sea la atracción común que se rebela ante la censura y no cede a la propaganda. Seguramente habrá algo en el vaivén ingobernable de una pelota que nos remite a un reflejo primitivo, logrando que ningún otro deporte mejor que el fútbol mantenga tan bien tensadas sus respectivas cuotas de orden y caos. En su dinámica todo puede pensarse y todo, a la vez, suceder. El esquema de pizarrón plasma un plan cuya perfección la vemos tantas veces caer frente a las gracias más insólitas, las salvedades más imposibles de guionar. Los equipos ordenados –de justeza guardioliana– a veces muestran una eficacia incontestable, belleza sólo propia de varias mentes coordinadas, pero en otras ocasiones el partido se hace chato, previsible, inmirable. Lo cierto es que ningún otro deporte cuenta con más elementos entrópicos, factores de cualquier naturaleza que liberen la energía de lo posible, que potencien el suceso inesperado. Sea la táctica milimétrica del básquet, la hidalga hilera del rugby o el constante recomenzar de los tenistas, ningún otro deporte es a la vez tan accesible en sus reglas pero complejo en su combinación, tan basado en su totalidad pero víctima de sus detalles. Estos innumerables elementos entrópicos que desencadenan el azar de su pelota son mayores que en cualquier otro deporte: una avivada del nueve, una caída del defensor, la velocidad a fondo, la técnica sutil, la trama de pases, la hinchada, el cansancio, la paciencia, los huevos. Palo adentro, palo afuera.
O puede ser, también, Maradona.
Como guionado de antemano, como presagio legendario, el camino del mejor jugador del deporte más popular debió también guardar los contornos de una historia, debió también surcar las líneas narrativas que potencian su figura como un signo más allá de la línea de cal. “Obvio, es el Diego… cómo no le va a pasar…” justificamos lo inaudito de forma aún más inaudita, como si en este país de miserias y excepciones nos hayamos acostumbrado a que el azar de la vida gire en torno a Diego, siempre como dios manda. Pelé, Ronaldo, Cruyff no cuentan detrás con una historia así; fueron genios del deporte cuyos destinos nunca se enredaron en el heroico laberinto maradoniano.
Y su historia está sostenida por dos valores, dos circunstancias tan fortuitas como disonantes.
La primera, y más evidente, es que a los pies de ese niño olvidado de Fiorito, el último escalafón de un país lateral, le fue rendido un verdadero don. El don significa una increíble habilidad para algo en particular, pero también significa lo dado, un genuino regalo, algo que es asignado sin su rastreable causalidad. Por supuesto, pueden contarse con los dedos de una mano las personas que para una disciplina hayan recibido un don; su comprobación es tan inmediata como mágica, resulta inapelable incluso frente a los ojos del más vulgar espectador. Y a comienzos de los setenta, desde el exquisito plateísta hasta doña Tota podían notar que en el juego de ese pibe se conjuraba lo inexplicable, la habilidad que nos remite a un rastro deísta, a un origen extraterrenal. Existe desde el comienzo una sospecha metafísica en la gambeta de aquel niño prodigio, no es sólo casualidad –aunque en buena parte parece predestinado…– que una cámara del Canal 7 le haya preguntado a un chico pobre cuál era su sueño, y que este contestase con profunda inocencia lo que luego se cumpliría como si el destino ya estuviese escrito; así como tampoco es fortuita la explicación que brinda un niño Hugo Maradona cuando le preguntan si le gustaría jugar como su hermano: “No, mi hermano es un marciano…”, dice el hermanito que ya se acostumbró a vivir a la vera del milagro, como luego debería acostumbrarse todo el país, todo Nápoli, todo el mundo. El niño Hugo tiene razón, ya que el don se diferencia del talento porque el talento se construye con esfuerzo y hasta sacrificios, con horas de disciplina y comienzos esforzados, mientras que el don jamás ha sido fruto de mucho entrenamiento, no se consigue con sudor, sino que nadie sabe cómo se consigue, nadie puede señalar con dedo exacto a la genética, a la suerte, a la alimentación, al hábitat o a su bandera. Su luz, por indudable, nos hace dudar de todo lo demás; trastoca los presupuestos de lo considerado firme como cuando debutó aquel pelusa contra Talleres en una humilde cancha de Argentinos Juniors en la que hoy, según la arbitrariedad del mito, se habría hecho presente casi medio país. Seguro, en realidad, habrá habido pocos; pero seguro que aquellos presentes habrán sospechado lo inexplicable en los pies del nuevo jugador.
Es ese origen inexplicable del don el que, al ser mirado fijo, como tratando de abrir su jeroglífico, nos remite al misterio, y de este misterio es que luego crecen todas las posturas místicas alrededor de aquel punto que siempre encandila de cerca. Semejante a la sanación del moribundo o al rescate agónico, es innegable que la gambeta de ese diez siempre guardó también la chance de lo inaudito, el elemento entrópico más hermoso del juego, y lo más increíble aún es cómo la cultura argentina ha mantenido su incredulidad para con el milagro al punto tal de convivir con él como si fuese un valor más de sus días cotidianos, al punto tal de exigírselo también a su posterior mesías, un chico de Rosario, humilde y discreto, que hasta último momento no supimos si se haría cargo de aquel destino qatarí y su fatal prueba de fe.
Pero la asignación del don no es una mera alegría. Todos los caminos que allana entre las piernas de sus rivales los complica luego en la valoración social, en su rápido fanatismo de multitudes, en sus admiraciones incrédulas y hasta en sus resentimientos. Quien recibe tal regalo es también víctima de su misterio, de su íntima misión; se agita en la pregunta del por qué a mí, cuestión que varias noches se habrá preguntado el niño pelusa estragado en el vértigo de ser el mejor en cualquier cancha. La soledad del don es de las más excepcionales, difiere de la soledad del artista o la de multitudes solas. Su portador no podrá nunca atinar a una referencia porque nadie abrió su camino, sus pasos deben ser firmes ahí donde no hay huellas. La enorme alegría de jugar al fulbo y romperla, en los días de ascenso maradoniano, se habrá visto especialmente cotejada por un desequilibrio anormal, por el costo de ser único y a la vez adorado por todos, lleno de amigos del campeón pero sin ningún par en quien apoyarse, sin siquiera un maestro que le enseñe el camino frente a las encrucijadas de una vida que lo robó de los dolores de su infancia adoptándolo como un valor social, una medida de todos, un chico sin tiempo para ser adolescente al que, por ser genial en el deporte supremo, sufre al huracán girando en torno suyo, es sitiado con la expectativa de lo inaudito, asediado con la responsabilidad del milagro por un país sin más tradición que la pelota y por una ciudad napolitana llena de orgullo herido.
Y contra todo eso Diego jugó solo; fue un verdadero héroe, no se hizo el boludo. Tantas veces se pondera el hecho de que Maradona jugó “con diez más” a diferencia del Messi acompañado por el mejor mediocampo catalán del mundo. Viendo la historia completa, pareciera que Diego fue el único jugador con un don que se hizo cargo de su juego como un hecho social, más allá de los límites del lacayo profesionalismo que, vale decir, nunca respetó.
Por eso Maradona fue un héroe. Porque nos queda la sensación de que nunca escamoteó su don, de que nos lo entregó todo por respeto a lo que no se mancha. El milagro no fueron sus dos goles en diez minutos, sino que, para el verdadero creyente, esos goles fueron la prueba final contra cualquier escéptico, fueron la consecuencia a la vez increíble y natural de su don. Y es su don el que lo impulsa hasta el olimpo, hasta la controvertida categoría de dios que tantas veces nos resulta una pantomima de iglesia maradoniana pero que, en tantas otras, sin embargo, nos deja dudando en silencio, nos deja considerando qué tan posible ha sido la serie de hechos inexplicables que aquel sujeto conjuró sobre sí mismo en tan sólo sesenta años.
Muchos le critican la soberbia, pero es que no comprenden la implícita pelea que le procuró su don. El metafísico estribillo de Manu Chao así lo sentencia: “Si yo fuera Maradona, viviría como él”, pero es que muchos juzgan la segunda parte pasando por alto la potencia infinita de la primera; nadie puede en verdad figurarse a sí mismo como Maradona, ya que de su soledad y vértigo provienen sus fanfarronadas y desplantes, su incapacidad para medirse a la altura del resto, sino mucho más arriba, en otro partido. Sólo Maradona debió ser Maradona… y al joven Diego no le quedó otra que acelerar frente a los desafíos, estragarse en una identidad tironeada por todo el mundo, no detenerse a pensar en la soledad de su condición acumulándose en un punto vacío adentro suyo, un punto fácilmente tapado por sustancia.
Y esto no se explica sin la existencia de su segundo valor, la segunda circunstancia igual de improbable que la primera.
Es ya un milagro que alguien en este mundo haya sido designado con el don, pero es doblemente inaudito que aquel regalo de los dioses no haya sido a una persona cualquiera, sino al más cualquiera entre los cualquieras, al último de la sociedad, al pibe que nació, vivió y sintió bien de cerca el dolor propio y ajeno, la eterna circunstancia de los nadies. El único e inalienable valor de Maradona es haber nacido vulgar, y no haber traicionado su identidad bajo los oropeles de ninguna especial circunstancia. En su personalidad, en su manera de mostrarse y enfrentar las patadas de la vida, siempre se mostró orgulloso de aquello que lo universalizaba con cada persona de pueblo, fuese acá o en la India: un indomable espíritu plebeyo, la voluntad de siempre ponerse en el bando de los de abajo, o al menos la de jamás sentarse con los que miran, juzgan y ordenan la sociedad desde arriba. Su contrariedad frente a cualquier tipo de elitismo es notoria en todos los órdenes de la vida, desde elegir al casi descendido Nápoli por sobre Milan hasta confrontar las trampas de la Fifa y deber irse del mundial en compañía de una enfermera, o al oponerse con Fidel a Bush.
Sin embargo, es impreciso afirmar que su criterio fue político, ya que las contingencias políticas del momento han sido sólo un síntoma de su natural don. Maradona se saludó con todos los presidentes del país, pero eso no lo afilia necesariamente a ninguna insignia en particular (más bien los políticos de turno buscaron legitimidad popular en él…). Su compromiso es con el valor vulgar, entendiendo lo vulgar no como una falta de buenas maneras sino como lo dictado por su definición: común o general, perteneciente al vulgo. Este ser de medida extraordinaria sólo tuvo de ejemplo a su bien querido padre, el hombre más común de todos, un gil laburante con los pies en la tierra.
Y nos queda a todos la sensación de que este espíritu plebeyo lo definió en sus más fatales circunstancias, lo impulsó a ganar en todas sus proezas (extra)deportivas. Fue sin duda la bandera que tanto escandalizó a los bien educados en el sistema, aquellos que nunca pudieron explicarse cómo un hombre que podría tenerlo todo con apenas callarse la boca, decide sin embargo no bajar la cabeza, no ser ordenado por ningún ápice de poder, no amigarse con los caretas incluso aunque eso le cueste la misma ejecución de su don.
“¿Sabés qué jugador hubiese sido si no hubiese tomado cocaína?”, se pregunta el mismo Diego. Pero su razonamiento es errático, ya que la droga fue en su vida sólo una consecuencia de la angustia de no ceder ante lo impuesto, fue la kryptonita que anulaba por un rato la angustia de lidiar con su doble condición: la de ser el mejor ídolo del mundo y aún así no renunciar a la vulgaridad que traía consigo desde su dolor de niño, la de no ser otro simple profesional que juega por cobrar e irse a la casa, la de brindarnos la hermosa experiencia de legar su don para algo impensado, la de no jugar sobrado sino siempre al límite de sus extraordinarias posibilidades. Si se piensa un segundo, cabría preguntarnos: ¿qué habría hecho otra persona si fuese como él? Quizás la mayoría se hubiese entregado a un cómodo destino, hubiese estrechado las manos convenientes, hubiese llevado una vida larga y simple.
Pero la figura del Diego se confunde con los bordes del héroe si se observa que, por negarse a renunciar a su vulgaridad, es que no pudo en tantos casos gambetear la tragedia. Otra hubiese sido la historia
si este hombre daba el ejemplo del careta o del conservador. Pero no fue así, y eso lo diferencia de todos, ya que, si existen en la historia pocos ídolos favorecidos con el don, aún menos habrá que representen aquella genialidad sin renunciar a sus valores más vulgares.
En realidad, no existe caso en la historia de otro ídolo popular que haya enhebrado los dos extremos al mismo tiempo: representante de lo más alto gracias a su milagrosa hazaña, y abanderado de lo más común por no ser nunca traidor a su condición de creerse uno más (a pesar de nunca poder serlo del todo).
Dentro de cincuenta años, ya será muy poca la gente que lo haya visto en cancha, y entonces su historia se arrancará de lo concreto y se remontará sin escalas a la altura del mito; entonces a cualquier argentino le será aún más difícil distinguir lo real de lo simbólico, lo veraz de lo ficticio, lo sutil de lo exagerado, lo natural de lo imposible frente a la hazaña de aquel diez que todo lo hizo posible, incluso la gracia de ser santo y vulgar al mismo tiempo.
Entonces quizás la gente le pedirá un milagro.
Tomás Vaneskeheian (@tomasvanes en tuiter) es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por UBA
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