“Lo quiero preso”, “la quiero presa”, se lee o se escucha a menudo, con los tonos de mandoneo del que se figura dueño o patrón de un país. “Lo quiero preso”, “la quiero presa”: son deseos personales, algo ajeno a la justicia. Ajeno o directamente contrario, siendo que la justicia, al menos en su sentido moderno, es exactamente lo otro (lo otro y a la vez el antídoto) de los arrebatos de revancha, de la rabia vengativa, de la cólera del ojo por ojo, de las descargas de crueldad. La justicia en general, y no sólo la “garantista”, se basa en la ecuanimidad y tiene siempre en su horizonte el ideal de la reinserción social de los penados.
“Lo quiero preso”, “la quiero presa” parecen expresar, además, un afán de supresión, una fantasía de eliminación definitiva. Más que un “lo quiero ver preso” indica un “no quiero verlo más”; por eso se combina tan bien con el “lo quiero muerto”, que asimismo abunda. No se quiere la justicia, eso está claro, pero tampoco, en un punto, el castigo; se quiere la anulación, un traspaso a la inexistencia. “Preso” o “presa” significa justo eso: que pasen a ese “otro lado” donde no se existe más.
Pero ese otro lado existe. Y existen quienes allí habitan. De ese otro lado, de los días y las vidas que existen en ese otro lado, proviene Falsa familia de Carlos Ríos. Proviene de los talleres de escritura dictados por Ríos en distintas unidades penales de la provincia de Buenos Aires (remite a otro volumen, Saberes en diálogo, editado por el Programa de Extensión en Cárceles). No hay en Falsa familia redentorismo ni conmiseración, no hay idealizaciones ni reprimendas morales, no hay empastamientos sobreactuados pero tampoco calculadas distancias, no hay realismo social, no hay lecciones. Carlos Ríos sabe callar, sabe bien lo que hay que callar; calla las explicaciones, las preguntas por lo que pasó antes, los consejos que nadie pide, las conclusiones. Cuenta lo que hay: encuentros y desencuentros, clases que resultan o no resultan, las trabas que le ponen, las alternativas que se abren. Cuenta la vida de afuera, la del narrador, con sus módicos rituales y sus sinceros desconciertos, la cuenta sin apocar ni enfatizar. Y desde ahí, cuenta el otro lado, ese otro lado en el que él puede entrar y salir, llegar e irse; ese otro lado de pura exclusión y de internos, ese otro lado donde una privación desencadena más privaciones, ese otro lado donde las vidas siguen, porque ni más ni menos que de eso se trata: de hacer que la vida siga.
Escritor.
Anda dando vuelta tanto gil que se publicita escritor. Y Martín Kohan, tres libros de ensayo, tres de cuentos, diez novelas dice que en un sentido estricto nunca descubrió haberlo sido. Que su relación siempre fue con el escribir y no con el ser escritor, que para él eso nunca representó una ambición o un deseo.
Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires. Enseña teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la Patagonia. Cree que por haber elegido la literatura resignó un aprendizaje, integración, sociabilidad, disfrutes compartidos. Al estar tanto tiempo solo, leyendo o escribiendo, dejó que discretos pasaran por un costado.
Entre sus tantos libros se encuentran El informe, Los cautivos, Dos veces junio, Ciencias morales, Bahía Blanca y el último, de cuentos, Cuerpo a tierra.
En la infancia tuvo una perra: Yenny. En la adultez, un gato: Dumas. Kohan prefiere la ropa de Adidas, es fanático de Boca como su hijo Agustín y al acostarse, antes de quedarse dormido, implora que no lo atraviese el insomnio.
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