ESOS OJOS NEGROS

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 “Buenos días, señor oficial”. Esa era la frase que tenía que decir Héctor. La había aprendido y grabado a fuego en su cabeza. Todas las mañanas el chico se despertaba, desayunaba y caminaba hasta la parada de la línea 108 ROJA. El ómnibus lo dejaría después de 20 minutos de recorrido en la Escuela Primaria Almirante Brown. A media cuadra de la parada estaba la comisaría 24. Allí siempre había un par de policías en la puerta charlando, tomando café o fumando un cigarrillo. Ahí era cuando el chico pronunciaba la frase aprendida. “Buenos días, señor oficial”. Los días que estaban de buen humor lo saludaban con un seco cabeceo o directamente lo ignoraban. Pero los días que estaban de malas lo paraban y lo chicaneaban. Si se quedaba callado, se limitaban a sacarle la plata que tenía para almorzar y lo dejaban ir. Pero Héctor no era de callarse. Por ahí se le iba la lengua y ligaba algún sopapo. Pero no era el único al que molestaban. Al principio, su hermana lo acompañaba hasta la parada. En una oportunidad la hicieron entrar a la comisaria, agarrándola fuerte de un brazo. Él se quedó sentadito afuera, esperándola. Ella salió al rato, acomodándose el vestido y llorando al punto de correr el poco maquillaje que le permitían ponerse. Después de eso, nunca más lo acompañó. 

Las situaciones eran siempre parecidas. Una bronca se iba acumulando lentamente en su pecho. Hasta la mañana en que Héctor se calentó. Y cuando el policía le sacó la plata, lo puteó. Esos pocos billetes eran fruto del esfuerzo de su mamá que laburaba en el frigorífico. Y él lo sabía bien. La veía llegar todas las noches encorvada y con la cabeza gacha. El cana se quedó helado al oír la puteada. El revés que le pegó dejó al pibe en el piso. Acto seguido, lo agarró de los pelos y lo llevó hasta el Comisario. 

–Así que a vos te gusta hacer dibujitos, ¿no? –comentó el comisario con una sonrisa de satisfacción. 

Héctor asintió en silencio, con un hilo de sangre corriéndole desde el labio. No tenía idea de cómo ese viejo de bigote canoso lo sabía, pero él se dedicaba a dibujar los bordes del diario que dejaba su papá después de leerlo. 

–Bueno, si alguna vez querés volver a dibujar vas a tener que aprender a ser más respetuoso. Esta vez la vas a sacar barata. 

Esa mañana le reventaron los dedos con la culata de una pistola. Volvió a casa aguantando el dolor de los dedos y del orgullo. Su padre suspiró profundo cuando lo vio. Su madre se limitó a limpiar las heridas y vendarle los dedos. Con el tiempo sanaron, pero nunca más volvió a hacer delicados trazos en los bordes del diario. 

Los años pasaron. Y el pelo peinado a gomina y la cara imberbe del chico dejaron paso a una cabeza llena de rulos y una barba frondosa. El uniforme del colegio, impecable y planchado, fue reemplazado por camisas floreadas y zuecos de madera. Héctor entró a la facultad de Bellas Artes y pasó a militar por diversos grupos políticos. Aunque ninguno le convencía realmente. Sus manos, ahora nudosas y llenas de cicatrices, no eran apropiadas para los dibujos detallados. Así que se dedicaba a pintar grandes murales con la cara del Che a través de todo Rosario. Cada noche, de incógnito y armado con sus pinceles, salía y visitaba una plaza diferente. Antes de que amaneciera, se retiraba amparado por su cómplice, la oscuridad. 

Una noche, cuando salía de la Facultad charlando con su amigo Ernesto, pararon frente a ellos tres autos verdes. Los milicos que salieron de los mismos no dudaron ni por un segundo. Con violencia los redujeron y los cargaron en los autos. Los militares los llevaron a recorrer la ciudad, y cada tanto les sacaban las capuchas y los interrogaban. 

–Ahí vive uno de ustedes, ¿no? Uno de los de su grupito. –preguntaba el que conducía mientras reducía la velocidad frente a alguna casa. Les señalaban a vecinos, conocidos, desconocidos. Nada de utilidad salió de sus bocas ensangrentadas. El lancheo duró toda la noche. Después de un largo viaje, los metieron en una casona rodeada de un gran parque verde. Los días siguientes fueron de tortura, ya por puro placer, y finalmente, un general los ejecutó de certeros tiros en la nuca.  

Los milicos dejaron los cadáveres en los porches de las casas de cada uno de ellos, envueltos en banderas rojas. Un sencillo pero contundente aviso. La familia de Héctor organizó un entierro discreto y esa misma noche, su hermana quemó la biblioteca completa en el patio de la casa. Ni uno de todos esos preciados libros llegó a manos de su hijo, quien hoy les escribe esta historia. Ese pibe tuvo que aprender por cuenta propia una historia que parece nunca sanar. Ni siquiera el tiempo, ese que dicen que todo lo cura. Sólo le queda hoy recorrer las plazas, sentarse en bancos de madera blanca y mirar los ojos del Che que lo observan impasible desde las paredes. Sintiendo como si esos ojos de pintura negra fueran los de su papá. Buscando, hasta poder sanar, un eterno consuelo. 

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