Mataderos es un histórico barrio de trabajadores ubicado al sudeste de la Capital Federal. Abundan las casas bajas y las fábricas. Su industria principal, la carne. Su identidad política, el peronismo. Su club de fútbol, Nueva Chicago. Así, como el club, se llamaba el barrio antes de llamarse Mataderos, en referencia a la ciudad norteamericana, también famosa por su potencial industria ganadera.
El sábado 24 de Octubre de 1981 Nueva Chicago le gana 3 a 0 a Defensores de Belgrano por la trigésimo sexta fecha del torneo Nacional B. Es un partido clave para que el equipo de Mataderos logre semanas más tarde el ascenso a Primera División. Pero lo que recordarán los hinchas de este día no es que en la cancha no cabe un alfiler por la cantidad de gente que hay. Ni que es un hermoso sábado de sol y toda la tribuna pintada de verde y negro parece un cuadro. Ni los tres goles que marcará Mario Franceschini.
Lo que se recordará de este día en Mataderos es lo que está por pasar afuera de la cancha.
Llegando al final del partido, la hinchada de Nueva Chicago, alegre por el resultado, comienza a cantar la marcha peronista, melodía prohibida por el gobierno militar de la época. El canto empieza tímido en una de las tribunas que da a la calle Carhué pero no tarda en contagiarse como un bostezo entre los asistentes. De repente toda la cancha está cantando, unida en un grito de corazón.
El partido termina y mientras la gente abandona el estadio, la policía montada, con sus caballos, espera afuera para llevarse detenidos a 49 hinchas de Chicago acusados de generar disturbios.
Pero los detenidos no serán trasladados en vehículos policiales.
El jefe del operativo, el sargento primero de Caballería Juan de Dios Velaztiqui, después de tenerlos un rato contra la pared, obliga a los hinchas a correr las seis cuadras que separan la cancha de la comisaría N° 42 del barrio de Mataderos. A fuerza de palazos, los detenidos tienen que trotar con el ritmo cínico que dicta Velaztiqui hasta la avenida Lisandro de la Torre. Los vecinos que observan la escena gritan, intentan intervenir, pero son aplastados por los mismos caballos que arrean a la gente.
Algunos diarios hablarán de lo sucedido como un “episodio desacostumbrado” y otros medios le pondrán desde este día a Velaztiqui el apodo de “Trotador”.
La semana siguiente, cuando los hinchas vuelvan al barrio después de un partido de visitante en la cancha de Atlanta, tendrán que pasar otra vez por la puerta de la comisaría 42°. Buscarán revancha. Comenzarán a entonar las primeras estrofas de la marcha peronista, pero unos metros antes de llegar a la comisaría se burlarán y cantarán el arroz con leche. La policía no tendrá motivos para reaccionar esta vez.
Diez abogados que lean la noticia de las detenciones en los diarios, trabajarán para que a Juan de Dios Velaztiqui se le abra una causa por “vejaciones”. Nueve de los detenidos de ese día, los más cercanos a la militancia política, quedarán encerrados en Ezeiza durante un mes.
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Plátanos es una pequeña localidad del partido de Berazategui, en la Provincia de Buenos Aires. Sus tierras fueron por mucho tiempo propiedad de la familia de Laureano Godoy, quien vendió gran parte de sus terrenos a Ramón Castaño, y éste, a su vez, a Alfonso Ayerza.
Don Alfonso Ayerza construyó su estancia a la vera del arroyo Las Conchitas y la llamó Las Hormigas. En el afán de poner lindas sus tierras, aprovechó los tiempos de bonanza para levantar parques, plantar plátanos, criar caballos árabes, construir piletas y lagunas artificiales. Y en medio del arroyo, justo frente al puente por donde pasaba el ferrocarril, instaló una réplica en tamaño real de la Venus de Milo que se hizo traer desde Europa.
Por mucho tiempo se pudo apreciar a la diosa griega del amor y la belleza bañándose en las aguas del arroyo de Plátanos.
En 1981, mientras Nueva Chicago festejaba su campeonato en Mataderos, la Venus ya estaba deteriorada por el abandono, carcomida por el tiempo, y era rescatada por personal de Obras Públicas de Berazategui.
A pocas cuadras de donde yacía la Venus de Milo en estado de putrefacción, descansaba también el Trotador Juan de Dios Velaztiqui, en su casa.
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Juan de Dios Velaztiqui ingresa a la Policía Federal en el año 1965, a sus veintiséis años. El 31 de Agosto de 1977, a sus treinta y ocho, aprueba el Séptimo Curso de Instrucción Contrasubversiva. Dice haber sido chofer de Jorge Rafael Videla y haber colaborado con Antonio Bussi en el Operativo Independencia, en Tucumán, aquel plan para exterminar militantes de izquierda.
Algunos vecinos de Plátanos lo describen como un hombre común y corriente. Otros, sin embargo no coinciden. Dicen que es parco, violento y provocador. Velaztiqui tiene pocos amigos, pocas palabras, pocas sonrisas y poca paciencia.
Es ancho y de estatura mediana. Lleva bigote y una cara dolorida y amarga. Lleva también siempre unos lentes negros que nunca dejan descubrir su mirada.
Cuentan que detrás de su casa hay un patio. Y al lado del patio, un terreno baldío del que poco a poco se fue adueñando hasta convertirlo en un garage privado, donde dejaba su auto. Un día, un vecino vió el terreno y también quiso estacionar su vehículo. Al ver esto, Velaztiqui salió por la puerta trasera de su casa, con el estruendo de un perro rabioso, y lo sacó corriendo con su arma reglamentaria en la mano. Una vecina también cuenta que fue él quien le mataba a sus gatos cuando se iban a pasear por su propiedad.
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En 1982, un año después de los incidentes en Mataderos, le inician a Velaztiqui una nueva causa por apremios ilegales, pero el juez que recibe el caso se declara incompetente.
Para este momento, el Trotador acumula distintas causas. Pero ninguno de los expedientes avanza.
El 16 de Julio de 1982 un comunicado de la Policía Federal dirá que resuelve “no adoptar temperamento administrativo alguno” contra el agente Velaztiqui y en 1985 el juez Ricardo Giúdice Bravo lo absuelve de todos sus cargos. El prontuario de Juan de Dios Velaztiqui queda limpio, como si nadie nunca hubiera visto nada.
El rastro de Velaztiqui en democracia se pierde por un tiempo, hasta que el 25 de octubre de 1990 lo pasan a situación de disponibilidad. Aquí es cuando resuelve pedir su pase a retiro voluntario.
Sin embargo, el 19 de febrero de 1993 es llamado a prestar servicios en la comisaría del Poder Judicial de la Cámara de Casación Penal.
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Velaztiqui continúa su recorrido por las fuerzas como agente, hasta que el 2 de febrero de 2001 lo habilitan a cumplir servicios de policía adicional y le entregan una Browning 9 milímetros. Así es como se convierte en el custodio del turno noche de una YPF ubicada en Gaona y Bahía Blanca, en Floresta. En un barrio vecino al lugar en donde veinte años atrás hizo correr a los simpatizantes de Nueva Chicago.
Su trabajo de custodio comprende principalmente las tareas de observar y esperar. Esa es la verdadera misión de Velaztiqui: esperar y prevenir situaciones. Situaciones de riesgo. Riesgos inminentes a los que tendrá que responder pero que pocas veces llegan a la YPF de Floresta. Mientras tanto, Velaztiqui mira la televisión, charla con empleados, toma café.
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Llega el 19 de Diciembre de 2001 y el país explota. El pueblo cansado, pide la renuncia de toda la clase política. La furia se adueña de las calles y más de treinta personas son asesinadas por fuerzas policiales y por civiles armados.
Al barrio de Floresta no llegó aún la invasión de la industria textil y por ahora sigue siendo un lugar tranquilo, con más casas que edificios. Por sus calles, los vecinos todavía pueden caminar dos cuadras y saludar a diez personas distintas. El escultor Antonio Pujía ya colocó en la Plaza Velez Sarfield su obra llamada Columna de la Vida, un bloque de mármol de dos metros con una pareja fusionada en un abrazo. En las paredes del barrio se pueden ver pintados muchos escudos de All Boys y muchas amenazas de muerte a su clásico rival, Nueva Chicago.
En Floresta vive una clase media que comienza a desangrarse. O que vuelve a sentir el miedo de no saber qué va a pasar.
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El 29 de Diciembre de 2001, diez días después del estallido, las protestas continúan en Plaza de Mayo y la calma de los días de entre fiestas se mezcla con una tensión inesperada. En las calles de Floresta también se puede sentir la alerta. Suenan cacerolas intermitentes. La gente está inquieta.
Esta misma noche, cuatro amigos se encuentran a tomar una cerveza en el bar de la YPF de Gaona y Bahia Blanca. Son Adrián, Cristian, Maxi y Enrique. Ninguno de los cuatro llega a los veintiséis años. Todos esperan un futuro que por estos días convulsionados no deja proyectarse.
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Adrián estudia Medicina. Es de esa gente que tiene la sonrisa infinita y deja amigos en cada casa donde entra. Cristian, o el Gallego, es fanático de los Redondos y hace poco formó una banda de rock con amigos que se llama La Gaucha. Maxi sueña con la cultura egipcia desde chico y está terminando la carrera de Relaciones Internacionales pero también practica sipalki, es parte de la murga Los Pecosos de Floresta y se la pasa hablando de Boca Juniors. Enrique es más bien tímido y muy querido por los amigos.
Juan de Dios Velaztiqui no sabe nada de estas historias. En la mesa de al lado, termina de comer un alfajor y una Coca Cola que le alcanzó Sandra, la encargada del autoservicio de la YPF. Está sentado, apoyada su espalda contra la pared de vidrio y el codo sobre la mesa.
Sandra lo conoce a Velaztiqui desde hace unos meses. Lo que ella cuenta es que pese a su parquedad, siempre fue correcto, respetuoso. A veces para molestarlo lo trata como a un nene y le dice Juancito cuando se dirige a él. Lo que más le llama la atención son esos lentes negros que no se saca nunca, ni de día ni de noche.
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El salón de la YPF tiene una luz blanca que ilumina el mostrador donde atiende Sandra, unas cuatro mesas con dos sillas cada una y varias heladeras de Coca Cola desparramadas que cubren las paredes a ambos lados del mostrador. Sobre una de las heladeras hay una televisión de tubo. Las dos paredes restantes son de vidrio y permiten ver la avenida Gaona y los surtidores de la estación.
El 29 de Diciembre de 2001, en este mismo lugar, los empleados de la YPF y la gente de la gomería de enfrente se juntaron a festejar fin de año. Vinieron las familias de los empleados y la estación fue gritos y alegría por unas horas. Ahora ya se fueron casi todos y hay calma. Sólo se escuchan los relatos de la televisión y algo de las risas de Adrián, Cristian, Maxi y Enrique, que acaban de llegar y toman su cerveza.
Es sábado ya pasada la medianoche, hay un calor pegajoso propio de Diciembre y en la televisión del autoservicio están mostrando la euforia que se vive en Plaza de Mayo. Los manifestantes corren, gritan, cantan, prenden fuego cosas y persiguen a policías.
Sandra mira la televisión y le pregunta de reojo a Velaztiqui qué haría él en una situación como esas, si llegara a encontrarse con una horda dispuesta a sacarle el arma. La ley es tirar y yo tiro, responde el custodio, como si fuera una máxima de la que no podrá dudar nunca. Velaztiqui responde siempre como si no entendiera el doble sentido de las palabras. Responde con firmeza, a la letra y con la ley en la mano. Ustedes están todos locos, le responde Sandra, abriendo grandes los ojos y haciendo un ademán con la cabeza hacia él.
Desde una de las mesas, Maxi levanta su vaso y propone un brindis por la golpiza que está recibiendo un efectivo de la policía en la televisión. Les habla a sus amigos, que lo miran y sonríen. Con ellos comparte la incertidumbre de estos días que los tiene en vilo. Con ellos comparte, también, la bronca de las muertes que provocó la policía la semana anterior.
Al escuchar a Maxi, Velaztiqui se incorpora. Un odio contenido desde hace mucho tiempo parece despertársele y provocar que se le vayan tensando los músculos desde la cintura hasta la cabeza. De golpe está parado y avanza sobre Maxi, que no lo puede ver porque está sentado de espaldas a él. Como un emisario de la muerte, como quien dicta una condena sin permitir ningún descargo, grita que basta, que hasta acá llegaron. Y con esas palabras da comienzo a su masacre bestial.
Al primero que mata es a Maxi, de un disparo en la nuca a menos de medio metro. La bala entró por el mismo lugar en que un tiempo antes a Maxi habían curado de un tumor. Después le dispara a Cristian, que cae al suelo. Sigue por Adrián, al que hace volar de un disparo. Adrián se arrastra como puede hacia donde está Sandra, escondida debajo de la caramelera de su mostrador. Sandra, que llega a ver cómo su sonrisa infinita comienza a borrarse, le pide a Adrian que se quede quieto para parecer muerto, para pasar desapercibido. Atrás, cerca de la mesa, al ver que Cristian se retuerce en el piso, Velaztiqui se acomoda en posición de tiro y lo remata con su Browning 9 milímetros de balas huecas.
El único sobreviviente de los cuatro amigos es Enrique, que estaba cerca de la puerta y logró escapar ni bien vió al primero de sus amigos morir. Enrique corrió como nunca en su vida, con el vaso de cerveza y el corazón en la mano, hasta desaparecer. Adrián morirá horas más tarde en el hospital.
Velaztiqui, el Trotador, arrastra los cadáveres a la calle de los pies y tira un cuchillo en el suelo. Llama por el teléfono público de la estación de servicio y declara a sus colegas que ha matado a tres ladrones. Mientras Sandra, aterrada sobre los charcos de sangre que ya cubren todo el suelo, le pregunta por qué. Por qué les mató a los chicos. Juan de Dios Velaztiqui no responde. Ahora ya está apoyado en un auto y mira a través de sus lentes negros la escena del crimen, con una paz demencial.
Adrian Matassa, Cristian Gómez y Maximiliano Tasca mueren sin saber por qué. Floresta recibe así uno de los golpes más brutales y se tuerce del dolor.
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Después de gritar mucho. De llorar mucho. Después de reclamar alguna respuesta. Alguna explicación. Después de suplicar que basta. De pedir que se acabe con la violencia impune de la policía. Después de juntarse. De Abrazarse. Después de buscar la mejor manera de acompañarse en el dolor. Después de organizarse. Después de marchar durante un año. Después de escribir muchas notas en los diarios. Después de transformar los miles de gritos en uno, las miles de lágrimas en una. Después de todo eso, el juicio avanzó y Velaztiqui tuvo que dar la cara.
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Es el 10 de Marzo del 2003 y el aire es espeso en los Tribunales de Libertad y Lavalle. Afuera, un barrio de pie esperando un fallo que traiga un poco de paz, que calme la tristeza. Adentro, Velaztiqui esperando la sentencia.
Ya no queda nada de su postura intimidante, sólo su sombra. Ya no parece ser aquél que hizo correr a los hinchas en Mataderos o a Enrique en Floresta. Lleva una camisa celeste a rayas verticales y un pantalón oscuro que parece quedarle grande. Ha perdido peso. Sobre sus muslos, las manos esposadas entrecruzan sus dedos, como si rezara. Ha envejecido muchos años más que el año y medio que pasó desde el crimen de los chicos de Floresta. Un atisbo de lo que fue Velaztiqui se dejó ver en una de las audiencias previas, cuando su rostro se desfiguró de odio y hubo que esperar a que le traigan la medicación. Ahora las drogas lo tienen tan sedado que parece un abuelo inocente que se queda dormido en la mesa, mirándose la panza después de cenar. Lo único que le queda de esa noche asesina son sus lentes negros, intentando esconder sus ojos de muerte. Pero ya ni los lentes pueden ocultar nada, y ahora los tiene caídos por la mitad de la nariz.
El juez sentencia cadena perpetua. Juan de Dios Velaztiqui levanta la cabeza y pide perdón. Pide perdón a su familia. A la policía. A Dios. A nadie más, ni a sus víctimas ni a los familiares que en esta misma sala lloran de justicia.
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Silvia Irigaray, la madre de Maximiliano Tasca, fue una de las fundadoras de la Asociación Madres del Dolor, en el año 2004. En 2017, el dolor que dejó la masacre se transformó en un libro al que llamó Huellas. En la actualidad también da charlas para futuros policías, y a través de su historia busca transmitir algo de todo lo que puede llegar a provocar una muerte cuando no se espera.
Cada vez que recuerda aquél día, relata que al llegar a la escena del crimen, en lugar de desplomarse, se dedicó a gestionar la donación de los órganos de Maxi. Los policías con los que se cruzó no tenían idea de cómo accionar frente a esto. Sostiene que gracias a la donación rápida y a tiempo, la vida de Maxi sirvió para salvar otras. Hubiera donado hasta su sonrisa, repite siempre Silvia.
Cuando le toca hablar de Velaztiqui, dice que se enteró que cumple con la prisión domiciliaria en la casa de una de sus hijas. Se enteró, también, que tiene un cáncer y está ciego. Pero Silvia no quiere que se muera. Al contrario, quiere que siga viviendo. Y que siga teniendo en su retina la imagen grabada de Maxi, Cristian y Adrian.
Una respuesta
Alberto
Excelente cronicá del excelente Agustin Proietto!