
Se advierte socialmente que surge una nueva vuelta de tuerca moral que orienta y hasta determina las relaciones afectivas en la laicicidad del coucheo y la tecnicidad de la lógica de los recursos humanos, incluso fuera de la “vida corporativa”, llegando a lo más básico y elemental de los vínculos fundados en la aproximación de los cuerpos y en la libre mutua elección de los deseos de cooperación y asociación. La veta “productivista” medida en términos de eficacia en la obtención de “resultados” programa hasta los aspectos más sinceros de lo que podríamos denominar “amistad”, en la medida en que se la entiende como sostén de cualquier tipo de vínculo. Vemos que impera una lógica que tiene como arma a mano y exhibida –al modo extremista– el descarte y la cancelación (preferiría llamarlo “descarte”, ya que el término pone el acento en la ilusoria capacidad de la autonomía yoica, la cual tiende a la eliminación –el descarte– o la “cancelación” del otro, y es más: de “lo otro” en tanto radicalidad de la diferencia) y que, finalmente, el individuo –más individuo que nunca– no puede soportar que algo se le escape de las manos –incluido su cuerpo y los lugares adonde éste lo lleva, desde el punto de vista del deseo. En definitiva, el costo –en el sentido de lo difícil– parece ser entregarse: entregarse a una relación y a cualquier tipo de acontecimiento corporal que le dé una prueba –al mentado individuo– de su falsa autonomía y de las bases de su independencia: la relación con los otros.
De todos modos, en psicoanálisis sabemos que, si hablamos de algo “autónomo”, en el sentido de algo que anda suelto, que no se relaciona con el Otro ni se encadena a nada que lo sujete a algún tipo de ley, es el inconsciente en su radicalidad inaccesible: lo Real. No tiene nada que ver con las pretensiones autónomas e ilusorias del “yo individual”, ese que no admitiría otra cosa que la voluntad y el proceder de sus intenciones, incluso por encima de las tendencias que lo atraviesan pasionalmente. Ese individuo insiste tozudamente en hacer de la amistad un curso de perfeccionamiento, ya no filosófico, mucho menos religioso, peor aún: lo inserta dentro de una corrección progresista de lo programable y del modernismo tecnocientífico que podría sintetizarse en una denominación ya vieja pero que cabe retomarla: el “marketing personal”, en el que los procesos individuales siempre tienen por objetivo el logro de resultados comunes y universales –que se supone todos quieren y desean– por medio de conductas estandarizables y aprehensibles desde la cognición, es decir, en contra de las tendencias corporales que siempre se chocan con el límite de lo que para Freud se repite como “incoercible, ingobernable, ineducable –incluso inanalizable. Es decir, se basan en la estricta y prolija negación de la existencia de una fuerza que el psicoanálisis aísla como “pulsión”.
En definitiva, esta lógica que pretende la –finalmente– autocancelación de los aspectos corporales que desbordan la autonomía yoica y su ilusoria autocondescendencia especular– se visualiza en los sujetos que no se animan a dar un paso sin asegurarse los “resultados” o, al menos –la garantía de que los procesos involucrados en esa búsqueda, y aun así, desconfían y se reiteran ritualmente en la única cancelación que se repite de forma insuperable y cada vez más acentuadamente hasta casi hacer desaparecer un aspecto de lo humano que instituye a la especie como de “naturaleza hablante”: el riesgo.
Toda relación implica una entrega imperfecta, por definición, ya que la perfección posterga la entrega hasta el límite de la imposibilidad. Las prevenciones, la hipercautela, el cálculo especulativo, o, por el contrario, la exagerada y sobreactuada aparente entrega, que porta la gestualidad del “perdonavidas” y que, a poco de andar, revela infaltablemente que siempre tiene un cálculo en la manga y que se hace sentir en la pesadez con la que se ofrece a cargar al Otro a cambio de su condescendencia, son recurrentes. Algunos individuos se empecinan en interferir la amistad, la cual solo fluye con la plasticidad y la gracia de un aire corriendo por los ambientes frescos de una casa abierta y se “fetichizan” en el torpe empecinamiento autorreferencial. Entorpecen, anulan, cancelan, demandan, en fin, en su anhelo de autoplagio se recalcan hasta agujerear y romper todos los delicados papeles de la transparencia y la delicadeza amistosas.
Por decirlo en modo llano: no hay entrega, hay retención. Se retienen, y retienen el vínculo, lo manejan y lo mortifican, lo manipulan y lo maquillan para tenerlos “a la vista” (a modo de control), para tenerlos “ahí”, como un tesoro que se goza de tenerlo y retenerlo en un brillo de lo “sin uso”. Se hacen guardiacárceles de sí mismos, buscando las mil y una maneras de pretender una falsa libertad dentro de la jaula que imponen, muy parecida a la del “amor al prójimo”. Esa es la clave: la nueva religión laica de la técnica derivada de los recursos humanos: el coucheo relacional. La pura y dura directriz del trabajo productivista en la que la “amistad” es otro producto pulido y perfeccionado a la salida de la cadena de montaje.
Por supuesto, que la libertad que esos individuos “coucheados/coucheadores inconcientes pregonan precisa de una coherencia que jamás los muestren divididos, y así se convierten en la perfección del negacionismo, incapaces estructurales de reconocer algo. Esa es la paradoja que lleva esta lógica a su necesario colapso: para perfeccionar esa “amistad” inherente a todo vínculo, tienen que aniquilar al otro en su diferencia, tragarlo y escupirlo después de vaciarlo, como si se comieran una aceituna con carozo. A veces incluso pretenden digerir el carozo, incluso: son los más comedidos. Entonces, en función de ese extremo negacionista, hacen un culto de la coherencia, y se manifiestan sorprendidos de que algo irrumpa como irrumpe lo real, de forma explosiva, reintroduciéndose en el sistema para al fin vitalizarlo, hacer saltar el campo de dominio por los aires, y volver a hacer circular el aire deseante por los pasillos de aquella casa ahora taponada de corrección política/personal.
Vemos ampliamente difundido el resultado de ese modo relacional en donde el individuo jamás se “anoticia” de deseo alguno, simplemente se lo adjudica al otro, y lo que se termina “perfeccionando”, más que la amistad, es el negacionismo: si yo hago todo bien e incluso aplico las técnicas que se suponen que hay que emplear para que todo mejore, definitivamente el culpable de que las cosas no anden no puede ser otro que vos. Esa sumatoria de individuos que conforman la comunidad (la “comunidad sería, de este modo, todo lo que “suma”) ofrece intensa resistencia a la operación que jamás se materializa en ningún tipo de experiencia social: es la sustracción, la resta: se idealiza “la suma” erigiéndola en una suerte de imperativo de la amistad, en donde “estar” es el caballito de batalla. A todas luces –tal como lo dice una verdad de Perogrullo– a veces esa bienintencionada cabalgata con embestida “amistosa” es simplemente insoportable, mediante innumerables consejos acerca de “lo que el otro haría”, perspectivas e imposiciones de opinión que dejan abandonada la otredad en función de las propias angustias del individuo que solo “suma”.
Por último, diré que “la amistad coucheada” supone el ingreso de todo vínculo plenamente al campo de lo verdadero y de la “historia”, y la eleva, tristemente, a mi entender, a una suerte de imperativo moral (la vuelta de tuerca que mencionábamos al principio) en torno al ideal de autenticidad. Dentro de esta lógica histórica del comportamiento amistoso (“histórica “en el sentido de la historia que supone toda amistad y su desarrollo) nunca debe quedar un cabo suelto, un traspié o contradicción, mucho menos una “agachada” o traición. Debe ser una historia única y coherente, de presencia inclaudicable y con capacidad para ser inmaculadamente refregada en las narices de quien es su objeto. Sumar, sumar y sumar, y una ética trucha del “yo siempre estuve” que se congracia consigo misma y se hace autosuficiente tal como si solo sirviera para mirarse al espejo y no salir jamás de ahí, del reflejo.

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