30.000 formas de negarlo / tomás vaneskeheian

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                Dentro de la tormenta (des)informativa propiciada por infinitas expresiones de las redes sociales, ha crecido durante los últimos años cierto consenso de bordes difusos que tiende a la relativización de la cifra de 30.000 desaparecidos bajo el último gobierno de facto en la Argentina. Esta inquina por la cifra también se ha hecho eco en varios medios masivos de comunicación, abriendo paso a un debate sino amargo, inútil. ¿Qué hay detrás del cuestionamiento a la cifra de 30.000?

            La discusión por la cifra puede disfrazarse de superficial —un signo accesorio al mecanismo político de propagación del terror vivido en aquellos años— pero la terquedad con que se machaca bajo el eslogan de “no fueron 30.000” suele funcionar como la llave hacia caminos negacionistas, escalonados sobre sesgos de construcción militante y parcial, que, peor aún, propician —tal vez sin saberlo— la legitimación de futuras formas de violencia estatal planificada. En muchos casos, cuestionar el simbolismo de la cifra genera un clima de confusión conveniente a quienes luego buscan relativizar otros hechos históricos inamovibles. La pregunta por la cifra podría tomarse como un reflejo ingenuo, si no fuera porque sólo da lugar a discusiones que siempre lindan el terreno negacionista.

            Y como la confusión no ayuda a la justicia, a continuación se enumeran los sesgos más comunes que suelen empantanar los conceptos alrededor de lo sucedido en “los años 70”:

“La violencia de los años 70”

            El primer sesgo alude al carácter histórico de los hechos, entendidos como una progresión de sucesos políticos amplios. Es fuertemente arbitrario hablar de la violencia de los años 70 como si a partir de tal década nos haya invadido el conflicto, sin remitirlo a los tiempos anteriores que engendraron tal explosión violenta. El recorte sesgadamente interesado de postular la historia como período en vez de como proceso es lo que lleva a tales arbitrariedades.

            No existiría el furor de los 70 sin las desavenencias y prohibiciones institucionales de los años 60; sólo que buena parte de la crítica se saltea el caldo de cultivo que dio luego lugar a la eclosión. Esto suele ser una parcialización siempre interesada por desligar responsabilidades. Por ejemplo, se puede tomar a la ejecución de Aramburu por Montoneros como cierta inauguración de este periodo, pero no se puede explicar históricamente un fenómeno como el montonerismo sin la anterior represión al Cordobazo, sin el deterioro económico de la clase media y trabajadora durante los 60, sin el avance internacional de las izquierdas, sin la proscripción al partido de masas más popular del país, sin la relativa legitimidad que le achaca a los gobiernos de Frondizi e Illia dicha proscripción, sin el derrocamiento militar de ambos gobiernos civiles y democráticos, sin la arbitrariedad del gobierno de Levingston, sin la represión antisindical, sin los comandos civiles, sin los fusilados en José León Suarez, sin el golpe de Estado de 1955, sin los bombardeos sobre civiles en la Plaza de Mayo. ¿Acaso alguien puede argumentar que tal violencia no se sedimenta —de forma siempre creativa, social— durante un proceso histórico? Este derrotero historicista no disculpa ninguno de los crímenes, pero sí que nos ayuda a comprender su raigambre, a consignar que buena parte de la violencia de los 70 fue engendrada bajo la frustración democrática de la década anterior. 

 “Fue una guerra”

            La cifra simboliza algo más. Incluso de ambos lados de la grieta. Incluso para las voluntades negacionistas que no pueden blandir su negacionismo a plena luz, pero que en muchos casos creen que desbaratando ciertas cuestiones simbólicas podrían relativizar los hechos. Se sabe que la cifra formal hasta ahora recalada por organismos de derechos humanos se encuentra alrededor de los 8.000, y que la cifra de 30.000 fue elaborada por Eduardo Luis Duhalde para la convalidación de mecanismos burocráticos de derechos humanos internacionales.

            El mayor sesgo, sin embargo, se encuentra cuando esta cuestión se utiliza con ecos de desprecio humano, ya sea por enfrentamientos partidarios, cuestiones propagandísticas o intenciones negacionistas reales. La cifra 30.000 puede ser relativizada en su exactitud empírica pero no en su valor simbólico; en algunos planteos parece como si la relatividad formal de la cifra fuese a cambiar el estatuto de las víctimas de crímenes de lesa humanidad, y entonces, si es un tercio menor, el crimen guardaría un tercio de su gravedad. Este razonamiento relativista, tal vez sin saberlo, deja asomar los cuernos de la vieja teoría de los dos demonios, puesto que se desprende del desconocimiento —tal vez adrede, tal vez sinceramente ignorante— de que un detenido/desaparecido bajo el plan sistemático de un Estado es una víctima de lesa humanidad, cuyo crimen sufrido no proscribe. En muchos planteos se termina equiparando el estatuto de ambas víctimas (“la sangre es la misma”), salteándose así la diferencia cualitativa entre los crímenes de una organización terrorista y la organización terrorista del Estado como actor monopólico de la violencia (y su consecuente (in)seguridad). Claro que la sangre es la misma y que ninguna víctima merece tal destino trágico, pero eso no puede pasar por alto que los crímenes de Estado dañan a la sociedad en su conjunto, lesionan la más básica representatividad institucional. Este es el principal sesgo por el cual se podría contemplar un razonamiento fascista.

“Eran terroristas”

            La voluntad relativizadora, sin embargo, llega más lejos. Esto lo vemos cuando se postula el carácter criminal de las mismas víctimas de lesa humanidad, como si su presunta actividad delictiva justificase el trato. Pues bien, este planteo adolece de dos sesgos distintos y simultáneos. En primer lugar, la ignorancia histórica de desconocer que más de la mitad de las víctimas del dispositivo estatal fueron en realidad militantes sociales o delegados sindicales, puesto que la actividad propiamente terrorista de organización como el ejército revolucionario del pueblo o montoneros habían ya sido en buena parte diezmadas por la represión del gobierno anterior, el cual tras la muerte de su líder dejó en plena rivalidad a las dos facciones violentas que conformaban el partido.

            Pero, en segundo lugar, se encuentra la misma incapacidad de decretar por medios legales la presunta actividad delictiva del detenido/desaparecido. Esta —y no otra— es la razón más certera, más políticamente eficaz, por la cual las víctimas fueron detenidas/desaparecidas en vez de encarceladas en el marco de la Ley o, a lo sumo, dispuestos sus cuerpos sin vida. El mismo Videla lo explica en una histórica conferencia de prensa del año 79: “el desaparecido, en tanto esté como tal, es una incógnita”, por lo que se podría esgrimir que su presunta culpabilidad también continúa como una incógnita hasta hoy, como así lo hace su paradero e identidad. Es en esta instancia en que la represión estatal parece dar un paso en falso: ¿cómo presumir la culpabilidad de alguien que no está y no puede ser llevado a un debido proceso ante la Ley? Incluso a un presunto criminal, si se le dispensa un castigo ilegal y en las sombras, se estaría generando la figura de un mártir en vez de la de un condenado a cumplir con su debida condena.

            Pero dicho proceder estatal por parte de la Junta no fue, en realidad, un paso en falso. Este dispositivo de desaparición que consignaba a sus víctimas como “incógnita” es el verdadero fundamento práctico del terror. Y el terror —desde las cavernas… es uno de los más efectivos métodos para el disciplinamiento. Su terror, en este caso, reside en la posibilidad de que cualquiera podría ser la próxima “incógnita” y sufrir el martirio, ya que por su mismo estatus de “incógnita” jamás sean aclaradas las razones de su presunta culpabilidad. Es decir que el método del terror, en realidad, se ejecuta por sobre los no desaparecidos; su carga cultural disciplinante recae en los civiles comunes, el gil laburante que de ahí en más temerá alzar la voz por un conocido que no está o por cualquier motivo de lucha.

            Y tal criterio aterrorizante es el que vuelve accesoria a la discusión por la cifra: los desaparecidos no fueron ni 30.000 ni un tercio, sino la cantidad suficiente para adoctrinar al conjunto de la sociedad a través del terror.      

            ¿Y quién se animaría a actuar frente al terror, frente a la cultura del “mejor no te metas”? Sin duda una madre o abuela que perdió lo más preciado en su vida, lo único por lo cual se cuidaría de enfrentar a la autoridad.

“Era sólo un tema social”

            Y a este período tan trágico también se lo suele dispensar bajo un recorte histórico arbitrario, sin asumirlo como parte de un cauce general, de ciertos precedentes, pero también, de ciertas consecuencias. Mucho se ha hablado de las categorías propias del terrorismo de Estado, pero poco han sido aludidas las consecuencias culturales impresas en una sociedad que ha sido aterrorizada. Luego del franquismo, en España existió el destape. Y acá se suele narrativizar la entrada al alfonsinismo con las luces y sonidos del joven rock de los ochenta. Mas los antros y pelos largos, las razias y las drogas, se ubican mejor en los vaivenes de un análisis superestructural, señas de síntoma social.

            Pensándolo bien, la represión de la Junta Militar no se explica en base a un odio puntual o un mero programa de seguridad interna; y resulta políticamente interesado desligar al terrorismo de Estado de un plan cívico-burgueso-militar para la instauración de un modelo económico puntual, el cual exigía que la sociedad en su conjunto atravesara un trauma. Un análisis político de lo sucedido desde Marzo del 76 en adelante habilita la idea de que la última finalidad del dispositivo de represión fuese no sólo la represión de una corriente sindical o política, sino la eliminación del movimiento obrero en su conjunto, mediante la conversión de la matriz de producción y acumulación del país: del viejo planteo industrialista de tiempos de entreguerra hacia una Argentina básicamente agroexportadora, financiera y rentística que continúa en esencia hasta nuestros días, y donde el desempleo formal, la devaluación de la moneda y la miseria han ido in crescendo. El plan económico que reposó sobre el terror de Videla fue el de Martínez de Hoz cívico-burgueso-militar —patricio nombre de la renta agraria— y es por eso que resulta también un sesgo común de varios análisis cuando se diferencian las opresiones criminales sufridas por la población de las libertades más absolutas de mercado.

Tomás Vaneskeheian (@tomasvanes en tuiter) es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por UBA

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