del tuit a la bala / tomás vaneskeheian

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Del tuit a la bala: 9 rasgos del discurso de odio.

En los últimos días, a raíz del magnicidio fallido hacia la vicepresidenta Cristina Fernández, distintas voces del oficialismo han achacado la conducta criminal del agresor a una cultura de violencia política que se sedimentaría bajo el consabido “discurso de odio”, proferido entre construcciones periodísticas parciales, fake news, insultos y reverberación tóxica en redes. Sin embargo, con reflejo veloz, varios políticos opositores y comunicadores en general se han excusado tras la figura de una presunta persecución cultural a quienes simplemente opinan distinto. La mayoría de estos cortesanos mediáticos —incluso los de discurso más incendiario— blanden como defensa profesional la vulneración de su derecho a la libre expresión, y es así cómo la discusión ha quedado empantanada entre la tan antidemocrática censura estatal y el igual de antidemocrático discurso de odio que ha llegado ya a atentar contra la legitimidad del aparato democrático y de la integridad misma de sus actores.

¿Es democrático censurar planteos antidemocráticos? ¿Es democrático penalizar los discursos que abonan a una conducta antidemocrática en quienes los siguen? Este dilema es tan antiguo como la democracia, y distintas sociedades lo han tratado en distinta medida. Sin embargo, a fin de evitar el acto de censura con la mayor precaución, antes resulta necesario delimitar prudentemente qué es un discurso de odio, y a partir de qué rasgos concretos se podría desactivar su dispositivo de propaganda meramente tóxica.

Todos lo hemos sentido: el odio es una emoción, y es por eso que resulta tan difícil definirla con palabras, asirla entre parámetros concretos. Es por eso que sus aguas cáusticas a veces sólo salpican, pero en otros casos inundan y rebalsan a quien se entrega a ellas. A continuación, nueve rasgos que son indicio de un puntual discurso de odio. Algunos de estos rasgos funcionan en simultaneo, otros de manera aislada, pero suelen develar el punto ciego de quien enuncia desde la emoción más negativa.

1)         El odio es fundamental, es decir que se vale de un valor de negación que es fundamento para todo el resto de su discurso. Sus enunciados siempre giran en torno a un núcleo inalienable que perpetra la animosidad en contra de la figura odiada; de a partir de ahí funda su realidad, construye su argumento, describe lo necesario; ordena el resto de las variables sin importar lo inverosímil de su planteo odiante. Este núcleo ni siquiera podría calificarse como una premisa-norma ya que, si bien es la norma de la que derivarán todo el resto de las premisas, está constituido de una emoción que, tal como lo es el odio, precede a las palabras, jamás consigue la frase más adecuada para al fin corporizarse. Consignar que “Cristina es mala” o que “Cristina es el cáncer de la Argentina”, como dijeran célebres comunicadores, no alcanza en realidad a dar cuenta de este fundamento negador (aunque, claro, las metáforas resultan bastante esenciales). Pero, bajo el mismo registro trágico que el amor, la emoción de odio puede serle al ser humano de una trascendencia tal que ni siquiera existan las palabras más acabadas para expresar cuánto te odio o cuánto te amo, es por eso que beso o disparo, es decir: la insuficiencia del signo anima al acto.

Claro que rara vez el discurso de odio se muestra tan abierto, nos enseña su corazón negro como premisa irrefutable. En general, quienes lo elaboran (y más aún quienes viven del discurso planificado, como en el periodismo) mantienen este núcleo de negatividad fundamental bajo mayores o menores niveles de implicitud: disfrazan lo no dicho bajo premisas que derivan de esta convicción fundante pero que no la corporizan en una construcción tan meridiana, delatora, propia de la lectura más lineal. Es decir: subyace, algo disperso pero siempre latente. El protocolo periodístico a veces lo disfraza de juicios graves y gestos atentos, ayuda a relativizarlo bajo enunciados paliativos, aunque sospechosos del mismo origen insano: no es lo mismo decir es el cáncer a decir es un escollo para el ejercicio republicano o a decir es grasa.

 2)        Grados de abstracción. Por intermedio de construcciones simbólicas, la agresión verbal inteligente también sabe disimularse. Si la metáfora —por virtud sensible— ayuda a consignar la pasión, entonces el discurso de odio también sabe valerse de los dobleces de la lengua a fin de camuflar su intención más llana: la del daño puro. No es lo mismo decir hay que erradicarlo o ellos o nosotros a establecer la necesidad de colgamo’ uno en la plaza y ya está. La verba política —y su escuela de coacheo— suele siempre moverse por las alturas de este plano de lo abstracto, es así como se despacha ufano a nivel conceptual y sin tomar compromiso en concreto. La abstracción resulta opaca, ergo, interpretable, pero desliga a quien la profiere de una responsabilidad directa en la recepción de quien la interpreta. Claro que a su vez puede conllevar una fuertísima dosis de violencia, pero su violencia es algo impalpable, enrarece el aire, caldea el clima, pero sin la prueba directa de la instigación.

            Para que se entienda, la verba abstracta es el mejor escudo retórico de un político irresponsable hacia cualquier temática en general, sólo que también es blandida cuando se discuten registros de la violencia en boca de un político que excita los ánimos sin jamás mancharse el traje de sangre.

 3)        La totalidad. El odiador no duda. Anda estragado en su emoción sin par. La espiral del odio lo ha hecho caer hasta la verdad más llana, que ocupa todo. Su razonamiento es casi tautológico y es esa completa convicción la que obtura la virtud de cualquier discurso crítico: el comienzo de duda. Es decir, no puede relativizar, ubicar zonas grises que atenúen su juicio: todo debe girar concéntrico a la figura de odio y debe abonar a ella. El discurso que construye desde la completa certeza, el que ni siquiera da un rodeo intelectual alrededor de más o menos salvedades, es muy factible de ser acrítico, ya que responde a una matriz básicamente irracional, impelida por una emoción y no un juicio.

            ¡Si los matás a todos estos se arregla el país!

La amarga paradoja es que las personas terriblemente convencidas suelen ser las de palabra más enérgica —las que buscan aplastar a su interlocutor esgrimiendo una violencia verbal cual debatongo televisivo— e incluso las que terminan razonando —como paso ulterior de su corto e imbatible silogismo— la necesidad de pasar a la acción, en general violenta.

 4)        El reduccionismo. Si no se duda, no se relativiza. O sea que no hay que esgrimir un juicio amplio, que dé cuenta de distintas variables. El odio es fundamental, es básico: necesita apuntar hacia un centro fijo, estrecho, localizable. De ahí provienen las construcciones caricaturescas —como toda caricatura: resalta sólo un rasgo— y una pasmosa capacidad de síntesis, la cual permite construcciones en general burdas, pero sumamente elocuentes. Esta capacidad para la construcción de su figura de odio como un signo cerrado, bien delimitado, ha sido muy pedagógico para este tipo de discurso porque facilita su ubicación en la realidad, su lectura, su condena y su modulación. Es perfecto para el eslogan, perfecto para el entendimiento instantáneo, espontaneo, casi descerebrado, y su consecuente propagación viral. Es un paso cercano a la deshumanización, pero en esta operación sólo se recortan ciertos rasgos -siempre negativos- por sobre el resto, incluso por sobre aquellos que podrían volverlo un semejante. Basta ver la propaganda nazi hacia el judío para comprobarlo.

 5)        Violencia conceptual. Este rasgo necesita otro grado de elaboración intelectual. No es simplemente el de la lectura llana y precipitada de un reduccionista. Muchas veces esas lecturas más urgidas son así porque han establecido antes sus certezas sobre conceptos cuyo razonamiento es en sí mismo violento. Aquí el discurso de odio se vale de un análisis crítico que termina abonando a posturas desgraciadas. No es lo mismo la sencilla caricatura de un judío o un negro al argumento biologicista de que una raza resultaría superior a otra. O, en el debate económico, asegurar que cualquiera es libre de morirse de hambre.

Este tipo de violencia suele ser proferida sin pestañeos, desde enunciaciones intelectuales y hasta científicas, posturas que suelen no ser movidas por el arrebato de una emoción sino por una red conceptual y cultural cuya misma arquitectura resulta violenta (y hasta a veces más enraizada en la sociedad).

 6)        Deshumanización. Este es un paso clave para legitimar la agresión. Si la figura odiada —antes que nada, un humano— desciende gracias a la virtud de la construcción simbólica hacia parámetros que la deshumanizan, entonces la ética se redefine. Si no es humano, no sabemos si sufre, al menos si sufre como nosotros. Esto, por tan violento, suele suceder con ciertos niveles de implicitud, pero en la sedimentación de estos discursos el odiador va cambiando la concepción misma de su figura odiada, hasta desproveerla de toda dignidad. En la lengua, esto sucede casi todo el tiempo. Es muy común que la figura de un animal -o un objeto- funcione como insulto. Sin embargo, la deshumanización es una instancia aparte porque cruza cierta línea, habilita conceptualmente la predisposición a la violencia física, pasándole harto por encima a cualquier facultad del sistema político o a la vocación democrática. No se trata de una persona corrupta, sino que ni siquiera es persona; es mierda, parásito, o yegua.

 7)        Banalización. Este rasgo suele provenir de la alta repetición de un discurso. Si cualquier violencia se nos repite todos los días, tarde o temprano nos adecuaremos, se nos volverá un valor cotidiano. De ahí que se esgrima con total liviandad construcciones que nos merecerían un poco más de discusión y detenimiento. Esta sensibilidad atrofiada por la rápida difusión y repetición de contenido es aún más propia de los discursos de internet, donde todo se administra como información estandarizada por intermedio de algoritmos y atenciones cada vez más cortas, en un ecosistema discursivo donde es muy fácil decir cualquier barbaridad y seguir como si nada. Bueno… para esto sobran ejemplos…

Hanna Arendt se refirió a la banalidad que cobra la maldad por intermedio de la organización burocrática y en apariencia despersonalizada. En nuestra sociedad actual una variable de este fenómeno remitiría a la indiferencia general frente a enunciados que tiempo atrás nos hubieran escandalizado, como si nuestras sensibilidades en general se vieran ya saturadas de tanta información y se fuesen desfigurando sus juicios.

 8)        Recorte sesgado y planteo inductivo. En términos más complejos, la cultura del odio se sedimenta en horas y horas de ir recolectando información similar, información que resulte insumo para abonar a la narrativa en contra. Sabemos que cada medio suele recortar —hasta cierto punto— la información de la realidad según su línea editorial, pero cuando ese criterio de recorte es el odio, el recorte es mucho más burdo y sesgado. No son pocos los discursos periodísticos que se despachan en profundas editoriales a partir de una selección bastante arbitraria de sólo ciertos hechos —los más aberrantes, claro— sobre tal arco político. Bajo un método inductivo a todas luces caprichoso, alinean ciertos recortes de lo más nefasto, y entonces la conclusión está servida: la evidencia es tan aberrante que es casi imposible no odiar. Lo que se omite, claro, son las partes de la actualidad que podrían resultar positivas. Sólo se comenta la mierda, y a fin de cuentas a la mierda es muy difícil no llamarla por su nombre.

            Este planteo inductivo puede parecer sesgado para un espectador medianamente neutral, pero en su espiral compulsivo es para el odiador una máquina automática de comprobar certezas, de comprobar la certeza mayor, la del inminente odio, desconociendo en realidad todo lo que se omite, dejando que el árbol efectivamente le tape el bosque, le tape un horizonte de mayores informaciones. Obviamente: el espectador no puede saber la información que el discurso omite si directamente la desconoce.

            Un criterio de noticiabilidad tan sesgado puede resultar burdo para una cobertura periodística, pero se vuelve mucho más difícil de advertir en el ecosistema de las redes, donde las voces se multiplican y dan un primer efecto de sentido de variedad, aunque agrupadas por el algoritmo según visiones ideológicas afines. En el menú de una red social, el recorte informativo —el horizonte de noticiabilidad— ya no lo realiza un periodista puntual sino un sistema de cálculo según las preferencias del usuario, o sea que la ventana hacia el mundo le podría parecer más ancha, más abarcadora, bajo una aparente polifonía, y aun así caer en la trampa de todo lo que ignora, de todo lo omitido en la selección automática. Un discurso coral, cuyo recorte es difícil de distinguir, y muchas veces articulado bajo una premisa subyacente de animadversión, de horas y horas de reprobación. Esto no es un hecho menor, por algo la radicalización de la violencia y proliferación de estos perfiles de sujeto de narrativa personal quebrada son propios de esta nueva era: imaginemos un sujeto medianamente frustrado que al levantarse y ver su smartphone, al consultar en el colectivo y antes de irse a dormir choca una y otra vez con pilas y pilas y pilas de malas noticias, de contenidos especialmente curados para gatillar su indignación (algunos ni siquiera hechos por medios profesionales sino por simples “comunicadores”). Y la indignación parece ser una emoción clave en la oferta de los discursos de odio; en muchos casos es el anzuelo con el que luego se reconstruirá una visión radical de mundo. Apelando siempre a la hebra herida del relato victimista, es posible que algunos sujetos se sientan cada vez más acorralados, entre los bordes de una realidad estrecha, que sólo los agobia, y entonces se dispongan a reaccionar de cualquier forma.

 9)        Incitación a la performatividad. Y por último, el paso a la acción. La performatividad marca que algunos de sus enunciados cargan con la significación suficiente como para decretar una acción, o al menos alentar en dicha dirección. Estos enunciados pueden funcionar como un hecho, pueden resultar consignas que paulatinamente van alentando a la idea de una violencia a nivel físico. En medio de tantos enunciados feroces, puede resultarnos difícil discernir cuáles de sus consignas animan a la acción, guardan el germen de un ataque, y este tipo de incitación no es condición sine qua non para que un discurso sea de odio.

Sin embargo, el nivel de violencia política va en aumento (escraches, linchamientos, carteles intimidatorios, instigación al ataque físico), y entonces resulta necesario como sociedad generar receptores especialmente avezados en identificar este tipo de sesgos tan peligrosos para el funcionamiento de toda la vida civil, sesgos que pueden sedimentar en una cultura del rechazo, del cinismo, de la total negación del otro, es decir, en la negación de la más mínima cultura política, cultura que hoy parece salvada por apenas una recámara vacía.


Tomás Vaneskeheian (@tomasvanes en tuiter) es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por UBA.

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