
La comparación entre Maradona y Messi nos puede ya resultar odiosa, inútil, agotada, pero eso se debe a la ceguera crítica de los esquemas del hincha, quien sólo los mide de manera lineal (como si uno fuese el llano continuador del otro) o bajo el latiguillo de la pantalla partida (“¿¡Maradona o Messi!?”) que se regocija en no dejar lugar para los tibios: o uno es un pecho o el otro fue un drogón, o uno fue pobre o el otro está en la elite, o uno ganó el mundial y el otro aún no pudo. Su punto ciego, sin embargo, está en lo implícito: es tanta la notoriedad de ambos talentos, son tan estratosféricos sus números, que la cultura argentina se ha estancado en la trinchera del “uno u otro” como dos compartimentos estancos en el tiempo, aferrándose bien a los datos del experto o a las vivencia de veteranos “que los vieron jugar a los dos…”, sin jamás admitir lo mucho que ambos astros se superponen generando una figura confusa y resplandeciente, maravillosa por única, imposible de no ver.
Es curioso que en una patria como la argentina, donde se nos mezclan no sin desdicha tantas cosas elementales, las dos figuras más grandes de nuestro futbol se hayan visto forzadas a medírsela. Las hazañas y frustraciones que Lionel recogió en el camino nos han llevado durante mucho tiempo —quizás por mero rating, quizás por ensañarnos, quizás por amor al bardo— a plantear la medición en términos dicotómicos, omitiendo la condición fatalmente contrafáctica de que Messi jamás podrá ser entendido por fuera de la figura de Maradona, y de que Maradona y su hazaña suprahumana quedarán relativizadas sólo por el mérito de un pibe parecido a él que aún puede empatarlo con una hazaña qatarí. La relación entre ambos es dialéctica: el flujo simbólico que irradia el héroe y su jugada de todos los tiempos predisponen las expectativas argentinas sobre la -¡aún hoy!- imbatible novedad del futbol argentino que sabe driblear rivales convirtiendo la realidad en playstation. Para bien y para mal, a Messi lo acompaña el halo del más grande ídolo popular argentino, volviéndosele a veces sombra y a veces viento a favor.
Y no es errado comprenderlo así, sino que resulta inevitable. Y resulta inevitable por la primaria razón de que Diego fue el más grande jugador en el puesto más importante del deporte más practicado en el país y en el mundo. Se recordará quizás a un gran campeón de box o a una gimnasta espléndida, pero cuando tanto se critica al futbol desde la perspectiva simplista y despectiva con eso de que “son veinte pelotudos detrás de una pelota”, se pisa en falso un cimiento inalienable acerca del mismo deporte: y es que el futbol es la más genuina práctica de nuestra cultura popular. Su existencia no empieza ni acaba en patear una pelota, sino que gira alrededor de innumerables expresiones que alimentan la identidad de lo futbolístico y exceden la estricta práctica del deporte. Es común oír el comentario —a veces bueno, a veces malo— de que se han futbolizado otros ámbitos de la sociedad; y la cultura del aguante cobra vida en muchas expresiones de lo popular. Por ende, quien destaque como futbolista cobrará inevitablemente un determinado relieve cultural, circunstancia de la que no podrá renegar ni aunque cultive el más bajo perfil.
De ahí proviene la condición de que el Maradona o Messi sea también un debate cultural, una comparación cuyo verdadero examen sobrepasa los valores del futbol por la sencilla razón de que las reglas del futbol se han mezclado felizmente con las mucho más complejas reglas de la vida. ¿Pero qué si en vez de buscar las siete diferencias entre ambas fotos no las apilamos a contraluz de la experiencia? ¿Por qué ver las dos figuras como líneas continuas y sin giros? ¿Por qué no entenderlas como dos arcos narrativos superpuestos, que se sostienen y definen entre sí?
Tesis
Ya por el año 2005 despuntaba el molde simbólico con el que se lo comenzaba a (des)entender al juvenil, y la cuestión era contada de boca en boca casi con la alegría de una novedad inaudita: “No sabés, hay un pibe que es el nuevo Maradona, es igual…” Y la verdad es que las similitudes parecían guionadas: ambos zurdos, diez, bajitos, fuertes, veloces, con goles similares, vistiendo la camiseta azulgrana, vistiendo la de Ñuls, ganando su mundial juvenil, debutando en la mayor frente a Hungría, y, lo más importante, ambos concretaban lo imposible, parecían contar con el prodigio de ponerse el equipo al hombro, el don que sólo tienen los elegidos. La impresión de esos primeros años era de pasmo: no sólo que el Diego fue un milagro, sino que el milagro parecía repetirse (burlándose así de la condición irrepetible de cualquier milagro), otra vez, a favor nuestro. El ya consagrado D10s y su Messias, cada signo de las narrativas en paralelo se iba armonizando bajo la mejor carta que puede guardar un destino: la intuición de un futuro glorioso.
Pero esta película tan argentina hay que observarla en simultáneo: el niño Diego en su momento también fue un prodigio, admirado hasta por los hinchas del equipo contrario, deslumbrados por ese pibe del bicho sin miedo a forjar un talento infinito. El Pelu corría los límites de lo posible en el escenario central de la cultura popular, pero su figura, a diferenciar de Lionel, jamás fue eclipsada por un antecesor todopoderoso: el Diego, a fuerza de guapeza y contra patadas kamikaze, abría un terreno virgen en el imaginario argentino, fue a su modo un vanguardista de camiseta y medias bajas. Claro que existían ya Di Stéfano, Kempes, Bochini y hasta el capitán Daniel, pero ninguna de esas vidas se superponía a la de él. Hubo un escollo -entre tantos- que pareció embarrar su destino: el joven Maradona ya exiliado del Barca y reinante en Nápoles y en la selección de Bilardo era tildado de barrilete: se le reconocía el talento inaudito pero también, y a razón de lo inaudito de su talento, se lo criticaba por irregular; un crack sin templanza, que dependía de su temperamento. Y quizás esa crítica a mediados de los ochenta haya estado bien fundada (como las mismas que llovían sobre el renegado Carlos Salvador), pero todo quedó aplastado por el alud de gloria, la única copa mundial en tierra extranjera. Si el capitán Diego, con sus tropiezos a cuestas, dependía de su temperamento, entonces el de la copa del 86 fue un temperamento enteramente ganador, con los ribetes heroicos que todos admiramos. Y eso es lo que lo consagra como ídolo popular, el condimento que tuerce definitivamente su arco dramático: Maradona fue un héroe, le puso el pecho y el tobillo al peligro, puso hasta la mano en el fuego donde otros la sacarían. Fue hacedor de un milagro, o sea un prodigio irrepetible.
Sin dudas fue esta consagración simbólica de Maradona como fuerza mística la que décadas después propició la lectura del joven Lionel en clave suprahumana, al cual, para ser digno heredero de Dios, se le llegó a exigir hasta un milagro. Pero los milagros, claro, no se exigen; simplemente se dan. Y bajo el rótulo de europeo, pechofrío, millonario, a Messi se le fue reprochando nada más y nada menos que no estar a la altura del milagro, no eclipsar la gloria del astro mayor. El Diego veterano se mostraba grandilocuente y atrevido, hacedor de máximas literarias, de vida alucinada y a la altura del mito que los mismos argentinos le reclamaban (y él, como gesto de grandeza, jamás negó). En cambio, su presunto heredero no se envolvía en su aura grandiosa: se mostraba tímido, cabizbajo, humilde, esquivo, callado, con un mate; demasiado alejado del mito, insoportablemente terrenal.
Antítesis
“¿Pero qué, este pibe no canta el himno?”. Ya al correr de los mundiales comienzan a subir las voces turbias, que descargan en el no-dios toda la frustración de un cheque divino que vino rechazado. Trágica ironía de lo argentino: el adolescente Lionel decide conscientemente jugar en el único país que, aun siendo el número uno indiscutido del mundo, lo comienza a despreciar por no cumplir con la medida de lo sublime.
Sus mundiales fatídicos (es decir, los que marcan su estrella) son los del 10, el 14 y el 18. En el 10 Grondona apuesta a la plenitud mística y acepta a Diego de técnico; Argentina juega aceptable pero termina humillada por Alemania. No importa: el pibe aún es pibe: la promesa continúa, su halo maradoniano reverbera. Y en el 14 se juegan todas las fichas a su consagración: la inteligencia Sabelliana y el orden mascheraniano hacen el trabajo sucio —el humano— y todo un país se esperanza con el milagro. Higuaín y Palacio erran… pero ellos son humanos: no tienen por qué surfear la narrativa del héroe. Maradona en el 90 también subcampeonó, pero sólo después de conquistar su gloria inalienable y -según dicen- ¡Codesal nos robó! Es aquí cuando Lionel se cae definitivamente de la narrativa maradoniana, ya que el Diego arquea a favor su drama en el mundial que juega con 25 años (maduros y omnipotentes), mientras que Leo pierde su final (contra el mismo adversario teutón) a la perfecta edad de 27 años. “¿Después de eso qué puede ganar? Ya va a estar lento…”. Para colmo total, con 31 años y veterano del equipo, el mundial del 18 es un auténtico desastre.
A partir del subcampeonato del 14, y los subcampeonatos chilenos del 15 y 16, el aura maradoniana lo rodea como una nube tóxica, lo vuelve casi un leproso —y no de ñuls— condenado a esquivar cualquier éxito. Su situación es tan trágica como excepcional, porque Messi no fracasa como subcampeón, sino que fracasa en cumplir las expectativas de una hazaña gloriosa, y toda la narrativa de diez zurdo que lo sostenía como promesa se le vuelca en contra. Ningún otro deportista o figura cultural de nuestra patria fue exigido de esta manera, con la ilusión de lo imposible que sólo puede sostener un pueblo (bueno, quizás también, Maradona… pero Maradona no fue exigido en términos maradonianos, por la sencilla razón de que esos términos estaban aún por hacerse).
Y la relación es dialéctica por efecto retroactivo: la hazaña del 86 se engrandecía a la distancia, iluminados sus rebordes míticos frente al sinsabor del presente. Maradona queda naturalmente impoluto, su mesías no lo pudo empatar, su narrativa es personalísima e inquebrantable. Messi no es Maradona… es Messi, el mejor jugador del mundo a cuyo rostro lo ensombrece el mito.
Síntesis
Al fin la narrativa se quiebra. Hasta el mismo Lionel se quiebra y en cierto lapso renuncia a la selección, confundiendo quizás ambas historias, confundiendo quizás su nivel siempre superlativo con las expectativas aún más grandilocuentes. El hincha argentino, a su manera, lo acepta: quizás no se deba esperar tanto de él, quizás la armadura del único héroe popular argentino no era su talle.
Es un no-campeón, un no-salvador: es un fracaso solamente en términos maradonianos. Pero, paradójicamente, los fracasos liberan, son una isla sin logros pero también sin ansiedades, un sitio estratégico para redefinirse.
Y no es casualidad que luego del colapso de Rusia 2018 la selección entera haya acompañado esa redefinición, apostando sin pretensiones por el técnico que conocía el trabajo desde las bases. A partir de Scaloni, Messi pasa a ser un líder veterano; se codea con pibes nuevos que lo admiran (como también lo hacían sus contemporáneos) pero que lo admiran como él admiró a Diego, con una distancia de autoridad por el nombre propio: ese jugador que ellos soñaron ser de chicos. Su juego, además, se vuelve más pausado y obligadamente más cerebral.
El equipo juega bien, gana la última copa América y de pronto las cosas cambian. Parece despuntar un Messi con la templanza de alguien maduro, alguien que afronta sus últimos días sabiendo disfrutar, desinhibido del temor por no cumplir con las expectativas ya rotas, mucho más libre, más dueño de sí mismo gracias a haber fracasado rotundamente, gracias a continuar más allá de su antítesis.
Y es acá cuando el relato cobra los detalles del tiempo presente y el ansia por los pocos días futuros que quedan para descubrir el resultado de las cosas. De pronto la Argentina y el mismo Messi parecen haber comprendido que Messi no es Maradona… es Messi, el mejor jugador del mundo obligado —como cualquiera— a realizar con esfuerzo su propia historia, a forjar su propio drama. Es sólo que todos, hasta conocer el fracaso anterior, habíamos errado su arco narrativo, lo habíamos juzgado ceñidos al mapa maradoniano, cuando el verdadero designio de este genio contemporáneo del futbol es imponérsele, es dejar ir esa historia como la verdadera condición para ser más grande, absorberla como parte de un arco mayor. Y es esta la verdad que despunta en este último Noviembre qatarí al comparar los dos arcos narrativos superpuestos, dejando que ambos se definan entre sí: el Diego falleció y clausuró su historia, Lionel podrá demostrar que es capaz de superar a Diego, no por mejorar su marca, sino por generar su propia gloria incluso con el más grande mito argentino sobre su espalda, instando a que Messi juegue pura y exclusivamente como Messi, que con eso alcanza y sobra.
Paradojas del destino, nuestro país en cien años más podrá salir varias veces campeón del mundo, pero seguro jamás volveremos a asistir a esta dialéctica entre líneas de vida. Si esta vez se nos da, entonces se deberá afirmar con una sonrisa en la cara que Lionel superó a Diego (algo que Diego aceptaría igual de sonriente) porque Messi torció al fin su arco narrativo por encima del mito argentino, sintetizó la tesis más pesada de nuestra historia, conjuró dos veces el milagro y lo volvió casi terrenal, hizo propia la camiseta de Dios… y no le quedó grande.
Veremos.
Tomás Vaneskeheian (@tomasvanes en tuiter) es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por UBA.
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