LA TRANQUILIDAD DE LOS PUEBLOS

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Acá nomás, no hace falta ir lejos: Chiara en Rufino, Julieta en Berabevú, Patricia Zeballos a dos cuadras de mi casa en Venado Tuerto y tantas (me resisto a decir casos). A ellas, lo que les pasó, no puedo abarcarlo con palabras. Pero se hace necesario hablar y hablo entonces de cosas más chicas, las que conozco más de cerca todavía, esas que se pierden en la desmemoria o se diluyen con el tiempo, pero sin embargo son parte de lo mismo que en todos los casos se llama abuso.

Una noche entre amigas, empecé yo y siguió la ronda. Todas tuvieron algo para aportar de nuestras infancias o adolescencias allá por los sesenta/setenta. 

Entonces, historias de pueblos chicos, esos donde —te dicen—“nunca pasa nada”, contadas en primera persona:  

Santa Isabel

El viejo Pensa tenía una imprenta. Era un viejito simpático de pelo blanco tan espeso que casi era amarillo. Las chicas me invitaron a ir a ver las máquinas y las cosas que había en el lugar que creo, ya no funcionaba. Tendríamos ocho, diez años. Contento con la visita, nos mostró los sellitos. Tenían un dibujo y había que presionar sobre la almohadilla de tinta y estamparlos en papel. Pero él puso el papel en el piso para que lo hagamos con su ayuda: sus manos sosteniéndonos la parte superior de las piernas por debajo de las polleras. No lo recordé por mucho tiempo, no sé cómo fue apareciendo la imagen después con la clara noción, en ese momento, de no estar entendiendo qué pasaba pero saber que algo estaba pasando. 

María Teresa

Tenía trece y estaba escuchando música en el auto. Este  hombre, muy cercano a mi familia, me vio y se subió al auto conmigo y se puso a charlar. Y me puso una mano en la pierna. Quedé petrificada, después reaccioné y salí del auto corriendo a mi casa. Le conté a mi mamá y me pidió que no le contemos nada a mi papá. De a poco él dejó de venir a casa.

Venado Tuerto

La primera vez fue cuando tenía cuatro años. En la casa en la que vivía con mis viejos y mis abuelos. Los tíos y los primos venían del campo a quedarse. Este primo tendría 16, y yo fui a acostarme con él en la cama. Mientras charlábamos me metió la mano en la bombacha por detrás, en la cola. No debe haber pasado nada más, pienso, porque no me acuerdo. 

La segunda vez era más grande, tendría 12 o 13; también fue en mi casa, con un primo unos años más grande que yo. Me levantó upa y me apoyó —me acuerdo de la presión del bulto— le grité que me deje o llamaba a mi mamá. Se había desabrochado el pantalón… Mi mamá escuchó y vino gritando “qué pasa”. Él dijo “nada” y todo quedó ahí. Después mi vieja le contó a mi papá pero mi viejo sólo se hizo el boludo y ella quedó muy enojada.

Alcorta

Tendría cuatro o cinco, era muy chiquita y estábamos en casa con mi mamá y mi hermano porque mi papá trabajaba. Yo entraba y salía del lavadero, jugando entre las jaulas de pájaros tramperos de mi papá. Este hombre estaba haciendo un trabajo, un tapial, en mi casa. En un momento vino al lavadero a lavarse las manos y empezó a charlar y a preguntarme si me gustaban los pajaritos, cuáles me gustaban más, y yo le contestaba. Hasta que me dijo si quería ver el de él. Algo de eso me hizo ruido, sin entender qué, y fui a contarle a mi mamá. Mi vieja salió hecha una furia y lo echó pero me pidió que no le contemos a mi papá porque seguro lo iba a agarrar con la escopeta. Creo que nunca se lo contó.

Después más grande, tendría diez, casi ni tenía tetas todavía, apenas incipientes, como botones. Fui a comprar girasol a lo del Taralo, un personaje conocido del pueblo. Cuando me dio el cono de papel con semillas y quedé con el cono en una mano y la plata para darle en la otra, aprovechó para pasarme las palmas de las manos por las tetitas. Sentí mucha vergüenza, como si tuviera la culpa; por eso creo, nunca lo conté hasta hace poco.

Por todo eso, ESI en las escuelas para saber desde chicxs que nadie puede tocar tu cuerpo.

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