
Pasó un martes 26 de Diciembre, que iba a ser un día pegajoso, de humedad y sobras navideñas. Faltaba para que sonara el despertador, pero después de dar mil vueltas en la cama me había levantado, más por impulso que otra cosa, ya no podía dormir. Me lavé la cara y fui a la cocina. Mientras tomaba un café con leche disfrutaba de esas primeras horas de la mañana, de ese silencio, de ese sol entrando por la ventana. Y pensaba. No me acuerdo qué, pero me acuerdo que pensaba.
Pasaron unos minutos y recibí un mensaje: “Necesito adelantar la sesión, lo antes que puedas. No sé si llego al viernes”. Me alarmé, ella nunca, en años de tratamiento, me había dicho algo así. Quizás por eso, o quizás por lo que presentí, se volvió prioridad. Moví unos horarios y le ofrecí verla esa misma tarde. Las primeras horas de la mañana, en mi cabeza, dejaron de ser calmas y silenciosas.
Después de ese mensaje el día siguió, como sigue un día cualquiera, y cuando faltaban diez minutos para las cuatro, sonó el timbre. Ella entró al consultorio. Caminaba lento, como quien carga algo demasiado pesado. Cubría parte de su cara con anteojos negros y, a pesar de la temperatura propia del verano en Buenos Aires, llevaba saco y pantalón largo. Nos saludamos y con esfuerzo se sentó en el sillón. Le pregunté cómo estaba, hablaba en voz baja, casi inaudible. Cuando se sacó los anteojos vi su expresión y en sus ojos encontré angustia, miedo. Distinguí lágrimas que aunque ahora estaban secas, seguían ahí, habían dejado su huella.
Se tomó unos minutos y comenzó a hablar, a expresarse de una manera distinta, costosa, dolorosa. Y con las palabras, volvieron las lágrimas. “La noche del 24 cuando volvimos, tuvimos una discusión fuerte, y nos fuimos a acostar enojados, yo casi no pude dormir, no paraba de pensar”. Quise preguntarle mil cosas: qué había pasado, qué considera fuerte cuando se refiere a una discusión, en qué pensaba después… pero esperé, la deje seguir. “al otro día no tenía ganas de que fuéramos a lo de su vieja, siempre lo mismo, el viaje, estar ahí, (…) discutimos de nuevo y fue peor. Me dijo que no quería hablar más del tema, que no siga. Pero yo seguí, no pensé que iba a terminar así”. El llanto se hace más fuerte, su angustia se manifiesta de tal forma que no da lugar a nada más. Se saca el saco, se levanta la remera, y me muestra, como quién sabe que en ese punto las palabras no alcanzan, su piel. Su piel llena de moretones. “Me pegó, me agarró de los pelos y me arrastró por la escalera. Me hizo sentir una basura”. Asegura que nunca nadie la había hecho sentir así, ni ese novio que tanto la engañó, ni su mamá criticándola de manera constante, ni su hija mayor cuando decidió irse prematuramente de su casa. “Me dijo que me callara, porque si no me iba a matar. Muchas veces discutimos pero nunca pasó de ahí. Y yo sé que él es violento, que ha tenido problemas por eso, pero nunca creí que pudiera lastimarme a mí”.
No conozco físicamente a su pareja. Sólo por una foto en su Whatsapp, en la que salen abrazados, sonriendo, en el torneo de un deporte que él práctica. Recuerdo esa foto, recuerdo su cara y siento repulsión. “Le dije que no me iba a callar, que tenía razón, y después no me acuerdo si le dije algo más, no me acuerdo lo que dije, solo que me agarró fuerte. Estábamos abajo, y tirándome del pelo me llevó hasta arriba, me arrastró por todos esos escalones con una fuerza sobrehumana. Después me dijo que era una hija de puta, y me pego una patada”. Le cuesta mucho seguir. Tiembla. El sillón se transforma en un campo minado de pañuelos descartables. Se acaricia sus moretones, como queriendo que no duela, como queriendo sanar. Quisiera abrazarla. “Después me dijo más cosas, insultándome, amenazándome, haciéndome sentir una mierda. Me siguió pegando patadas, con mucha fuerza, tuve mucho miedo. No sé qué hacer, no puedo volver ahí”. Me angustio, me muerdo los labios. Siento ganas de llorar pero no puedo, no corresponde. Su relato avanza y desearía que evite los detalles. Pero los necesita, sé que necesita decirlos y sé que necesita que los escuche, por eso dejo que se exprese. Pero si pudiera le diría que ya está, que ya entendí, que no me cuente más. “Se metió la mano en el culo y me la pasó por la cara… ¿entendés? Todavía siento como si lo estuviera haciendo ahora”.
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Leí una vez que narrar es transmitir una emoción. ¿Pero cómo se narra la violencia?, ¿Cómo poner en palabras tanto dolor?, ¿Se puede traducir todo ese desamparo? Ella acompaña su relato mostrándome sus moretones. La escucho sin juzgarla, sin interpretar, y sé que escuchándola puedo ayudarla, pero una parte mía también se pregunta qué puedo saber yo, qué puedo decirle para que duela menos. Ella me pregunta si entiendo, ¿qué puedo entender? Si ayer la arrastraban escaleras arriba y le dejaban marcas eternas que después iba a mostrarme. Me pregunto de qué sirven en este momento todas las clases a las que asistí, los posgrados, esos tomos verdes…
Sin embargo la escucho, le hablo, le doy lugar. Sin embargo siento su angustia en cada frase que pronuncia mientras llora y solloza. No sabe qué hacer después de ese estallido, no sabe a dónde ir. Se siente frágil, la veo frágil. Intento ayudarla.
A los dos días me mandó un mensaje y respiré. Me agradeció el cambio de horario, la contención, el espacio seguro. Narrar la violencia es volver a vivirla pero también, a veces, es empezar a tramitarla. Me explicó que todavía sentía mucho miedo, pero sabía que no estaba dispuesta a seguir sintiéndolo. Entonces dentro mío, agradecí que no lo minimice, que no lo naturalice, que no se culpe y que sepa que lo que siente es coherente con lo que vivió.
Después de ese día la vida siguió, como sigue una vida cualquiera. O al menos eso intenté. Pero algo de sus marcas también quedó en mí, y por un tiempo, bastante tiempo, tuve miedo. Tuve miedo de que algún viernes, sin avisar, ella no llegara.

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