
Reseña* sobre la novela de Cecilia Borio Y LA NOCHE SE LO TRAGÓ (Alción editora, 2022)
“Mientras lo empujaban por la calle repentinamente desierta, que él conocía de memoria, Ricardo Minelli pudo pensar en las gallinas. No lo paralizó la sorpresa, sino un cansancio ancestral que de repente se le pegó a los huesos y le impidió resistirse. A los tumbos por el empedrado húmedo, sacudía la cabeza como un péndulo descalabrado. Sabía que en ese verano devastador los animales no soportarían más de cuatro días sin agua. Dejó caer la cabeza, previendo que alguien las encontraría desparramadas sobre la tierra reseca, con los picos abiertos y muertas de sed. “Qué injusticia”, pensó y fue esa corriente de impotencia la que volvió a sacudirle el peso muerto de la cabeza, a pesar de que una mano crispada le comprimía el cráneo para guiarlo. Sintió las cinco tenazas incrustadas como púas en el cuero cabelludo y se dejó llevar, como un camarada más. A esa hora, seguramente ya estarían empezando a dormirse, alineadas sobre los tirantes de madera, bajo las chapas todavía calientes. El gallo blanco estaría escoltando, con un cacareo impaciente, el regreso del gallo tuerto y de las últimas hembras rezagadas. Lo estaban metiendo dentro del auto cuando empezó a contarlas, como si las tuviera frente a él; pero un escalofrío lo obligó a interrumpir la cuenta. El auto arrancó al mismo tiempo que se orinaba en el asiento. “Catorce gallinas y dos gallos”, se dijo, mientras el coche empezaba a temblar sobre el empedrado. Le cubrieron la cabeza con una bolsa de trapo. Apestaba de olor a humedad y a transpiración rancia”.
Así comienza la novela de Cecilia Borio. En un movimiento que reconoceremos después como circular, nos pone de lleno en el momento en que se unen dos mundos. El de Ricardo, el gallinero que aprendió a cuidar mirando a su madre, refugio de adolescente para leer a Lorca, y el que busca recomponer en su vida de joven adulto. Y el de su país y su generación que, aunque ajeno, lo toca, lo cerca y –suponemos– lo condena.
La narración avanza desandando ese momento, con saltos en el tiempo, con algunos diálogos que se repiten y se resignifican a medida que conocemos la vida de Ricardo y el tiempo que le toca vivir.
Los indicios de este tiempo se filtran en detalles. Un mural con una vieja pintada de Cámpora tapado por unos trazos que dibujan un martillo y una hoz, para Ricardo son solo pintadas a las que se acostumbra de a poco, también hay tangos que extraña en la radio, hay panfletos, hay reuniones secretas, hay autos verdes.
El espacio, una breve estadía en el seminario en Mendoza y algún lugar cerca de una estación Florida en Buenos Aires.
En la vida de Ricardo hubiera bastado el seminario, su vocación, y guardar en la memoria los poemas de Lorca. Pero aparece Cristóbal, alguien muy distinto a él que todo el tiempo lo enfrenta a otras cosas, ya sean robar duraznos, escaparse al burdel, el cuerpo de Clara, y más.
Ricardo podría haber enfrentado la disolución de su familia, recomponiendo el gallinero de la casa “detenida en el tiempo”, esperando a Clara, acompañándola en su enfermedad. Enfrentar nuevamente la muerte. También eso hubiera bastado. Pero está el club donde trabaja, en el vestuario, no casualmente en el subsuelo, y ahí pasan otras cosas. Hasta María, la señora de piernas varicosas que dice “yo, ciega sorda y muda”, sabe más que Ricardo sobre las reuniones en el club, los socios nuevos a los que no se les pide carnet y el modo en que don Matías los cuida como a sus hijos.
También ahí está Cristóbal, diciéndole que en esas reuniones se hace “lo que los cagones como vos no pueden hacer por este condenado país”.
El tiempo del relato es veloz, acompañamos a Ricardo con la bolsa de trapo en la cabeza mientras conocemos su vida, el seminario, la muerte de su padre y la vuelta a su casa, el dejarse morir de su madre, la huida de su hermana. Hay algunas pausas en la narración, en las poesías de Lorca, en la vista desde la habitación austera en Mendoza hacia la fila de durazneros en las noches frías y de silencio, en las descripciones meticulosas de la rutina de las gallinas, las peleas entre los gallos, de ese gallinero que una y otra vez se construye y se destruye.
Hay palabras que, aunque se refieran a la vida de Ricardo, cobran un sentido especial en la historia. El silencio: para Ricardo “esa era su verdadera vocación. Para él Dios era silencio y el silencio era Dios”. Y los muertos: “parado nuevamente al borde de una fosa… doblegado por el peso de tantos muertos”.
Y la noche se lo tragó habla de dos noches, la de Ricardo y la de un país.


Reseña de María Gabriela Polinori.
Cecilia Borio nació en Buenos Aires en 1973. Es profesora en Letras y Ciencias de la Comunicación y Correctora editorial. Trabajó en la producción de programas radiales (La masmédula, Radio América, y El Jabalí, Radio Nacional), fue profesora, escritora por encargo y correctora en diversas editoriales. Actualmente trabaja como guionista, redactora, asesora literaria, adaptadora de textos, tutora de obras en progreso y correctora.
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