En su recuerdo congeniaban. Y no es un recuerdo falso, no es uno de esos recuerdos que uno a veces se inventa y se miente. Congeniaban en una afinidad que nunca llegó a declararse, una especie de entendimiento secreto (secreto incluso para ellos mismos) que nunca precisó decirse y de hecho nunca se dijo. Tal vez se tratara de esto: cada uno percibía en el otro un trasfondo de fragilidad acallada, y fue ese presentimiento recíproco lo que en ese entonces los acercó. No alcanzó a formarse entre ellos algo así como una amistad, sino otra cosa a la vez más tenue y más fuerte, algo apenas sugerido, apenas insinuado, apenas intuido (pero qué potencia tanto mayor anida en la sugerencia, en la insinuación, en la intuición, respecto de la inclinación prosaica a explicitar y definir). Como si sus partes vulnerables, más incluso que ellos mismos, se hubiesen relacionado en aquel tiempo.
Pasaron después los años, muchos años. Y al cabo de esos tantos años se produjo, como por sí sola, la equivocación (pero en esto sí se engaña: no se produjo por sí sola). La equivocación de saberse de nuevo, de dejar que ese saber prosperase, la de entrar de nuevo en contacto como queriendo traer al presente una huella de aquel tiempo perdido. En el presente, aquella misma persona resultó ser muy otra (¿o ya lo era desde antes y nunca lo advirtió?), una persona muy cargada de violencia y de rencor, entregada por frustración a la maledicencia y a la malevolencia, al destrato y la crueldad más estéril. Qué manera de equivocarse, qué ganas de dañar un pasado.
Junto con esa equivocación, por lo demás tan notoria, termina por cometer esta otra, que en cierta forma se le asemeja: decide volver por fin a ese pueblo entre las sierras donde pasó todos los veranos de su infancia, es decir, con otras palabras, donde conoció una de las versiones más absolutas de la felicidad. Vuelve a ese pueblo y lo reconoce en todo: las calles de tierra, las piedras, la mica, el olor de la vegetación, el río que baja y se curva, el sencillo parador de los micros, el correo, la despensa, el balneario, la colonia municipal. Todo igual, nada cambió. El pueblo está perfectamente intacto, se mantuvo igual a sí mismo. Esa sola constatación lo aturde y lo entristece. No sabe si puede soportar lo que ve.
¿Es otra equivocación, una con sentido inverso? ¿O es acaso la misma de antes? Lo que cambia y se traiciona, en un caso, lo que perdura en su identidad, en el otro, confluyen en definitiva en un mismo efecto de desolación. Encontrar, desencontrar, desconocer, reconocer. Son opuestos, pero en algo se parecen. Quién pudiera, quién supiera, dejar siempre el pasado ahí, ahí donde está, ahí donde quedó, dejarlo persistir o perderse; pero nunca, nunca traerlo. No hacer con ese pasado otra cosa que memoria, un asunto de recuerdo o de olvido, separado por los años que lo alejan y lo protegen, envuelto por esa cobertura de tiempo sin la cual casi siempre lastima.
Escritor. Anda dando vuelta tanto gil que se publicita escritor. Y Martín Kohan, tres libros de ensayo, tres de cuentos, diez novelas dice que en un sentido estricto nunca descubrió haberlo sido. Que su relación siempre fue con el escribir y no con el ser escritor, que para él eso nunca representó una ambición o un deseo. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires. Enseña teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la Patagonia. Cree que por haber elegido la literatura resignó un aprendizaje, integración, sociabilidad, disfrutes compartidos. Al estar tanto tiempo solo, leyendo o escribiendo, dejó que discretos pasaran por un costado. Entre sus tantos libros se encuentran El informe, Los cautivos, Dos veces junio, Ciencias morales, Bahía Blanca y el último, de cuentos, Cuerpo a tierra. En la infancia tuvo una perra: Yenny. En la adultez, un gato: Dumas. Kohan prefiere la ropa de Adidas, es fanático de Boca como su hijo Agustín y al acostarse, antes de quedarse dormido, implora que no lo atraviese el insomnio.
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