
Parece que, en este lado de la tierra, siempre estamos al revés. Si fuéramos cebollas, en diciembre empezaríamos a quitarnos capas para estar a tono con la temperatura. Nosotros elegimos acalorarnos con las luces del arbolito de navidad mientras compartimos el ritual de día de invierno —comer pan dulce, sidra y ensalada rusa—. A la medianoche, cuando papá Noel baja con sus renos, gritamos desaforados que ya son las doce y, agotados de tanta organización, esperamos que falte mucho para una próxima navidad. Igual, cada familia es un mundo.
Cuando era chica, nos sentábamos en una mesa larga y diversa. Festejábamos año nuevo judío, navidad y año nuevo católico, en ese orden. En mi familia de origen no se peleaba por religión, las versiones podían convivir.
No recuerdo si armábamos arbolito. Creo que sí, alguno modesto. La época de las fiestas era, más bien, la de las incomodidades. Volver a juntarse con esa diáspora de gente de la que algún día mis padres se habían independizado. La existencia de niños todo lo suavizaba, ahí existía —aún— la magia de las navidades.
Hubo un año en el que mamá y papá decidieron no formar parte de la juntada familiar. Agarraron el auto y nos fuimos los cinco a Mar del Plata. No teníamos plan, ni comida, ni reserva en restaurante; sólo la convicción de partir. Ruta, cassette de Credence Clearwater Revival, mis hermanos y yo a los gritos en el asiento trasero; ya en la costa, papas fritas en la rambla. La mejor navidad de la que tengo memoria.
Vuelvo a pensar, cuán a contramano estamos de este lado de la tierra. Qué mejor, con 30 grados a la sombra, que sentarse en una rambla o en un parque sin amucharse en el calor del hogar. ¡Cuánto sufre mucha gente la fuerza del ritual! El reverso de la reunión familiar son los huecos que esa propia reunión devela; los parientes que ya no están, los que no pudieron venir, los que deciden hacer otra cosa. Historias…
Si volviera a mi casa de la infancia —la de los 3 o 4 años— pondría el arbolito de navidad en el living, al lado del cuadro de Miró. Lo llenaría de bolitas azules, contrastando con el inmenso sol rojo de la pintura. Abrazaría a mamá y a papá, les diría cuánto los quiero. También descolgaría el Miró para traerlo a mi casa adulta. Esa lámina está llena de formas —círculos, líneas, triángulos— que invitan a otras formas; un buen recordatorio de que allí, como aquí, cada uno puede encontrar su propia versión.
Navidades como personas en el mundo; para mí, con papas fritas es mejor.
Daniela Manuli. Psicoanalista, escritora y docente de nivel superior.
danielamanuli@gmail.com

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