UNA PANDEMIA FRENTE A LA PANTALLA

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Paso mis días de cuarentena frente a la pantalla de mi notebook. Casi obsesivamente, navego por distintas páginas web leyendo noticias (vicios de mi oficio) o escritos varios, la mayoría sobre la pandemia. A veces interrumpo para leer un libro, siempre se vuelve al papel, ahora estoy tratando de avanzar en una recopilación de obras del gran maestro Ryszard Kapuscinski, no es fácil, encima de la angustia de la pandemia, ingresar al mundo de África de mediados del siglo XX contado magistralmente por el periodista/escritor polaco en texto como “Un día más con vida” (ese ya lo terminé) o Ébano. También uso mi PC para dar clases, de golpe todos descubrimos a los malditos zoom y classroom. Qué raro esto de dar clases a través de una pantalla, me niego a acostumbrarme, sin el contacto “real” con “el otro” no hay proceso de enseñanza/aprendizaje posible (o lo hay pero, en todo caso, denigrado). “El otro” del Zoom es virtual, está detrás de la pantalla, y  más allá de no renegar de los avances tecnológicos, el aula sigue siendo el espacio ideal. Me gusta ver a mis alumnos a los ojos (no mediado por una pantalla), intercambiar opiniones (aprender con ellos) o simplemente cruzármelos en los pasillos del Instituto para conversar sobre banalidades. 

Y por supuesto, también con mi notebook escribo, mucho escribo. Por un lado las notas cotidianas para mi portal de noticias, también apuntes de clases y algunos textos más que culminan en la papelera de reciclaje (quizás este escrito también corra la misma suerte). 

Los días con pandemia pasan más lento, demasiado lentos, aunque en mi caso no es por poco para hacer. 

El encierro no es buen compañero, nunca lo es. El encierro me remite, vaya uno a saber por qué razón, a aquellas “penitencias” que nos imponían “mis viejos” cuando “nos portábamos mal”. Lejos, la que más nos dolía (a mis hermanos y a mí)  era la del impedimento de ir a jugar al fútbol al “campito” cerca de mi casa. ¡Cuánto dolor! Imaginar, mientras estábamos mirando el techo en nuestra casa, que mis amigos estaban disfrutando corriendo detrás de esa pelota.  ¿Quién será el goleador hoy? ¿Quién habrá ocupado mi arco? Yo la mayoría de las veces en el campito iba al arco, a veces porque mis compañeros creían que me la rebuscaba debajo de los tres palos, otras veces porque me mandaban ahí porque no era demasiado habilidoso para desempeñarme en otro lugar de la cancha. En mi caso no se cumplía el precepto del “gordito va al arco”, ya que era demasiado flaco. 

Ya en la adolescencia el peor castigo era que no me dejaran salir los fines de semana. Aclaro, salir era ir algún bar/pub con amigos, o a esos bailes que se armaban en garajes (a eso lo llamábamos asaltos o tertulias) o a algún cumple de 15 al que la mayoría de las veces nos “colábamos”.  Por cierto, “colarse” en un cumple de 15 era todo un arte y hasta un logro del cual nos jactábamos. Confieso que tenía una ventaja con respecto a mis amigos, mi pelo rubio (aunque el largo no me ayudaba) y mis ojos claros, eran una especie de salvoconducto. Estas condiciones genéticas, de las cuales nunca me sentí orgulloso (más vale renegaba de las mismas),  también me ayudaron, cuando hacíamos “dedo” en las rutas para irnos de vacaciones o  posteriormente en mi época de facultad para viajar a Rosario. 

Pero volviendo, “salir era” una forma de escaparse del poco espacio que teníamos; éramos seis, demasiados para estar dentro de una típica casa de barrio como la nuestra.

Hoy las condiciones son muy diferentes pero el encierro (el maldito encierro) me sigue produciendo angustia. Más aún cuando hay alguien, otra vez la figura del “Padre” (esta vez encarnada en el Estado o en la ciencia en todo caso) que me obliga a guardarme. De todos modos este “maldito encierro” tiene una causa inédita que es el “maldito virus”, es decir cumplo la “orden del Padre” porque me protejo (instinto de supervivencia, Charles Darwin dixit). 

Entonces la pantalla de mi notebook parece ser mi única posibilidad de salir, aunque sea virtualmente,  del encierro. Al fin y al cabo ya lo decía el canadiense Marshall McLuhan hay por los 70, las pantallas son, como todos los medios de comunicación, prolongaciones de nuestro cuerpo. O sea al no poder usar “mi cuerpo real” para trasladarme, por lo menos lo puedo realizar de esta manera.

Perdón por la insistencia con las citas, pero otro pensador más actual, el francés Paul Virilio nos dijo en los 90, que la historia del hombre está atravesada por la velocidad y que por ende fuimos incorporando instrumentos tecnológicos para acortar espacios y que en todo caso nuestro sueño sería quedarnos quietos. Ahora parece que lo logramos, pero no como un sueño o una utopía, sino en todo caso como una pesadilla o una distopía.

Mientras tanto en el “afuera” el maldito virus sigue haciendo de las suyas, yo con mi pantalla enfrente y entre mis cuatros paredes parezco guarnecido (¿lo estaré?).

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Una respuesta

  1. Laura Sacchetto
    | Responder

    Buenísimo.. así nos sentimos Mauro! Y la tecnología digital nos brinda la posibilidad de comunicarnos en el mismo instante pero sin compartir el mismo espacio. Claro que lo extrañamos todos y todas ! Hace tiempo que el celular forma parte de nosotros: comunicación, afecto, control? El conocimiento también se nos brindó ahí nomás con sólo prenderlo, Pensar que no hace mucho tiempo le negábamos a los alumnos utilizarlos siempre en las escuelas: «Apaguen por favor chicos y chicas, nos desconectamos?». Esa modalidad quedó atrás y una vez hablando con Fernando Avendaño de la UNR , ya había adelantado que el celular era la lengua también, como prolongación del cuerpo. Ahora ya no hay dudas

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