
Acerca de la intervención de Elsa Drucaroff en la Universidad Experimental Venado Tuerto

Si, como dice Elsa Drucaroff, “nos han vencido”, tenemos que reconocer que un sector importante de ese “nosotros” de fronteras difusas parece, ahora sí, enterarse de una derrota que viene de larga data. La intervención de Elsa en Venado Tuerto es una oportunidad para asumir, sin rodeos, las preguntas que nos incomodan. Esta invitación a pensarnos, a la revisión de los discursos que habitamos, al abandono de cualquier tipo de complacencia partidaria, lleva implícita algunas posibles respuestas. Interpela porque, el interrogante, porta algunas claves para comprender-nos; también para comenzar a atravesar la experiencia dolorosa de la propia responsabilidad frente a los hechos.
Dice Diego Sztulwark, en el texto que continúa reflexionando en la misma línea de Elsa, que “el estado de desconcierto en que nos encontramos es directamente proporcional a todo aquello que no nos atrevimos a pensar a fondo sobre nosotros mismos”. Y es cierto, porque el campo intelectual izquierdista ha estado evitando desde hace décadas pensar la realidad política y cultural argentina por fuera de un cómodo academicismo alejado de la realidad concreta que se vive en los territorios.
La cuestión es si se va a pensar el pasado reciente nada más que para gozar con el propio masoquismo o si ese “nosotros” en revisión está dispuesto a pensar desde abajo, y reconocer, en todo caso, que tiene una gran deuda pendiente. De lo contrario, seguiremos padeciendo el juego retórico de los intelectuales que piensan el país desde la ciudad de Buenos Aires sin molestarse en ir a ver qué pasa más allá de la General Paz. Hay temas, problemas, realidades que no quisieron ser pensadas y que explican, en parte, quizá, ese desconcierto ante el advenimiento al poder de un personaje que no es más que la consecuencia inevitable de la ilusoria “década ganada” y la imposibilidad de revertir el fracaso durante el gobierno de los Fernández. ¿De qué manera las políticas concretas de aquel “proyecto nacional y popular” fueron socavando la legitimidad simbólica que lo sustentaba? ¿Y de qué manera la prédica militante colaboró con ese vaciamiento del sentido de las consignas que, sacralizadas, dejaron de pensarse?
Habría que reflexionar, entonces, de qué modo los intelectuales complacientes con el poder contribuyeron, desde Carta Abierta, por ejemplo, a construir la retórica de una nostalgia setentista recuperando categorías y conceptos que no sirvieron para pensar los problemas reales del siglo XXI. El énfasis romántico y revanchista por las luchas del pasado reciente obnubiló a quienes, desde la Biblioteca Nacional y la televisión estatal, pasando por las aulas de las universidades públicas, construyeron las trincheras discursivas que cerraron durante años la posibilidad de pensarse a sí mismos.
Podemos detenemos, por ejemplo, en el planteo de Elsa respecto al avance del negacionismo respecto de los crímenes de lesa humanidad durante el terrorismo de Estado, el desprestigio de las organizaciones de Derechos Humanos producto de un cada vez mayor consenso en la ciudadanía sobre temas que parecían superados. Por otra parte, advertimos la impotencia de lo que ella llama “nuestro campo” para enfrentar con eficacia los discursos que logran conformar una nueva hegemonía cultural.
Sugiero una posible línea de entendimiento. El revisionismo histórico revisó todo menos sus propios discursos. Se dedicó durante años a levantar símbolos, protegerlos, repetirlos hasta el punto de no poder escuchar otra palabra que la propia en programas como 6, 7, 8, frecuentados por muchos intelectuales hoy “desorientados”.
Para intentar comprender, y como dice Elsa, “dar a cada discurso horroroso del enemigo la chance de tocar en nosotrxs algún punto débil y registrar qué nos toca, por dónde avanza”, es necesario, por ejemplo, empezar a revisar críticamente las políticas de derechos humanos durante el kirchnerismo. Políticas que, en la medida que dirigían su mirada exclusivamente hacia el pasado reciente, negaban y siguen negando las violaciones a los derechos humanos en la actualidad. ¿Cuántos intelectuales, acaso, prefirieron no hablar de las consecuencias que tiene el modelo extractivista en las comunidades que sufren las fumigaciones con agroquímicos? ¿Cuántos de ellos han abandonado sus oficinas para acercarse a comprender el impacto del glifosato alrededor de las escuelas rurales? ¿Quiénes, de los que marcharon en defensa de la universidad pública el pasado martes 23 de abril, como Damián Verzeñassi, pusieron sus cátedras al servicio de las comunidades y territorios sacrificados en nombre del progreso? ¿Cuántos añoran aquella “década ganada” en que el modelo sojero permitió la fiesta consumista de los “bienes aspiracionales” de Cristina Kirchner, mientras vetaba la Ley de Glaciares a pedido de Barrick Gold? ¿Qué noción de derechos humanos tiene el Estado que condena los crímenes de la dictadura y entrega a las poblaciones enteras a las consecuencias del Fracking? ¿Qué posicionamiento tuvo y tiene la universidad pública que defendemos respecto al avance del modelo transgénico y los desmontes en nuestro país?
Solo pueden sentirse desorientados ahora quienes nunca pudieron advertir (o prefirieron llamarse a silencio), que el lenguaje que les servía de morada era ineficiente para ver en el esquema de saqueo actual la continuación del plan neoliberal iniciado con la dictadura militar. Es sintomática, por ejemplo, la evolución que ha tenido la figura de Cabandié, quien comenzando su carrera política como militante de derechos humanos, terminó como Ministro de Ambiente durante el gobierno de Alberto Fernández. Desde su ministerio, ha servido a los mismos intereses corporativos y financieros que perpetúan, por otros medios, las políticas económicas del terrorismo de Estado. ¿Cómo no iban a horadarse tales discursos? ¿Cómo no pudieron ver, los magísteres y doctores y pos-doctores, el huevo de la serpiente?
Si se trata de poner el cuerpo en el pensamiento, como plantea Diego, siguiendo a León Rozitchner, lo que le ha faltado y le sigue faltando a los intelectuales izquierdistas es precisamente eso, dejar los lugares confortables desde donde se “produce” conocimiento, y recorrer un poco las comunidades que podrían proporcionarles algunas claves. Poner el cuerpo en el pensamiento es dejarse afectar por la realidad de esos otros cuerpos enfermos por el agua contaminada en Andalgalá, Jachal o Esquel. Poner el cuerpo en el territorio y asomarse a ver qué pasa en los pueblos fumigados por glifosato o glufosinato de amonio, si es cierto que tenían razón científicos como Andrés Carrasco, si la idea de “decrecimiento” de Jorge Rulli quizá amerita una seria reflexión, si no han estado ignorando las múltiples voces de profesionales como Guillermo Folguera o periodistas críticos como Darío Aranda que hoy en día no se sienten “desorientados” ni “vencidos”, simplemente porque hace rato que vienen observando cómo las políticas y discursos de derechos humanos no tuvieron el mismo rigor con Monsanto y Grobocopatel que con Videla y Martínez de Hoz. Enviciados con Antonio Gramsci, hartos de escribir papers sobre Toni Negri o Laclau, no supieron ver el testimonio de Fabián Tomassi o las Madres de Ituzaingó: en todo caso, les parecía que su sola presencia era «hacerle el juego a la derecha».
Esto no explica, claro está, el avance del negacionismo y la legitimidad que tiene hoy el presidente Milei para poner en duda los 30.000 desaparecidos y el retorno a la teoría de los dos demonios. La pregunta de Elsa que inicia el debate es por los discursos, la necesidad de pensar cómo y por qué las nuevas subjetividades se volvieron inmunes a la retórica populista, de izquierda, progresista, como quiera llamársele. Quizá la arenga de los “derechos humanos”, por ejemplo, se terminó convirtiendo en una muletilla que de tanto repetirla se fue privando de significado. Mientras seguíamos escuchando los discursos de Hebe, la policía de Berni y Kicillof desaparecía a Facundo Astudillo Castro: silencio. Se aplaudía a elocuentes profesores que hablaban sobre Memoria, Verdad y Justicia en las aulas de las Facultades, pero no se escuchó a Nora Cortiñas que con más de 90 años sigue poniendo el cuerpo en cada rincón del país: esto es “ponerle el cuerpo al pensamiento”.
A lo mejor en todo esto hay una clave para comprender, no para echarse en cara las responsabilidades del pasado, sino para no hablar hasta que no haya algo para decir. Al menos, abandonar los conceptos y frases vacías de sentido hasta inventar nuevos lenguajes, hasta que en el cuerpo se vayan grabando las huellas de aquellas experiencias que hay que ir a buscar.

Clase completa en la Universidad Experimental sobre la que parte este texto:


Lucio Vellucci es antropólogo, egresado de la Universidad de Buenos Aires. Escribe periódicamente sobre cine, teatro y literatura en la revista digital: miradasdesdelaalcantarilla.com.ar. En el año 2023, la editorial Enero publicó su primera novela: Regreso a las flores.


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