
Este texto fue producido en la Uni Experimental
Nada cambia hasta que miras desde otro lugar (Esteban Donelli)
Si querés darte una vueltita, subí a las dos en el buzón, dijo mi padre mientras terminaba de afeitarse frente al espejo nublado del baño. Mi abuela consintió, mi madre no saldría de su trabajo hasta las 6 de la tarde y un respiro de mis incansables ímpetus infantiles le venía como anillo al dedo. Se quedaría sola al menos por un rato y se pondría al día con la costura y el relleno de las empanadas.
Diez minutos antes me despachó reluciente como un pingüino hacia la esquina de Sarmiento y Juan B. Justo. No había más de cincuenta metros desde mi casa por lo que la compañía de un adulto no era necesaria, además en aquellos tiempos la distancia a recorrer por un pibe no inquietaba a nadie y mucho menos a ella que no estaba forjada para el miedo.
Un torbellino de hombres en bicicletas pasó a mi lado, era el cambio de turno del Molino Fenix. Los seguí con la mirada imaginando que un ejército mustio de soldados emblanquecidos marchaban hacia aventuras heroicas.
El sonido inconfundible de la frenada del Mercedes 1112 me rescató sin piedad de mis fantasías bélicas y enharinadas.
Hijo, hijo… dale subí que vengo atrasado, rezongó mi viejo mientras aprovechaba mi tardanza para adaptar el dinero a la desproporcionada rectangularidad de la billetera.
Me acomodé como siempre en el espacio solo reservado para pequeños herederos de choferes, justo en el rincón derecho del parabrisas, una especie de saliente ofrecía un asiento para culos liliputienses, en mi caso solo compartido con el enano Juan Carlos, un amigo de mi viejo que al igual que yo combatía el hastío de sus tardes de verano dando vueltas en colectivo.
Frente a La Colombófila, con la misma sistematicidad que regresan las palomas, subió la vieja Sperandío. Antes de pagar me sonrió como una hiena y me apretó los cachetes con dedos deformes que apestaban a lavandina.
Llegando a la esquina de John Kennedy e Inglaterra, subió don Julio Molina. Mi padre le recriminó la mamúa que trasladaba. El hombre absorbió el reto como un niño grandote que obligó a mi padre a disimular una repentina ternura por el borracho.
Yo lo miraba, parecía dominar como nadie ese mundo de continuos virajes y frenadas bruscas. Se asentaba sobre sus piernas chuecas y combinaba magistralmente la curda con el piso movedizo. Mi padre lo vigilaba por el espejo y cada tanto lo invitaba –con débil vehemencia– a sentarse. Hoy estoy seguro que solo lo hacía por exigencia de conductor respetuoso de las reglas, pero intuyo que sabía mejor que nadie que Don Julio había sido parido para moverse en terreno escabroso y que no había nacido aún la borrachera que lo doblegara. Los unía una pila de años y vaya a saber cuántos miles de kilómetros. Uno como chofer y el otro como pasajero habían girado por la ciudad y por la vida con destinos paralelos. Ambos lucían heridas intangibles del destierro. Don Julio había dejado los huesos de su familia en España y la guerra civil aún estallaba cada noche en su almohada. Mi viejo, cargaba un exilio más pequeño pero no menos doloroso y quizá por eso, aunque no entendiera la razón, yo alcanzaba a descubrir el mismo chubasco en sus miradas.
A las dos cuadras, justo antes de girar por Uruguay que en aquel tiempo corría al revés y huía hacia Ruta 8, la vieja Sperandío descendió por la puerta trasera y descubrí que en el último asiento viajaba una mujer tísica que murmuraba sola. No dejaba de mirarme con la misma expresión con que las vacas ven pasar al tren. Me sentí agitado y aparté mi vista de sus ojos acuosos.
Mi papá manejaba inconmovible, por lo que entendí que si la mujer estaba loca seguramente sería inofensiva. Yo hacía un esfuerzo por no mirarla, pero mi voluntad no soportaba más de un par de cuadras y volvía a esos ojos vacíos, a su rostro huesudo y al incesante golpeteo rítmico de sus labios finos.
Al llegar a la ruta, el Mercedito giró furioso y por primera vez Don Julio se tomó del pasamano del techo. De frente, el interno 4 de la Línea 1 hizo señales de luces a lo que mi viejo respondió levantando la mano. El sol del verano se derramaba en el asfalto y la siesta de la ciudad hacía que la escasez de pasajeros tornara sepia la escena.
¿Qué hilo invisible unía a quienes girábamos sin destino aparente en medio de una ciudad somnolienta? Estaba claro que ni Don Julio, ni la flaca, ni yo íbamos a alguna parte. ¿Y a mi padre, qué fuerza misteriosa lo impulsaba a manejar como un poseído?
Conducía absorto, como si de su abnegación dependiera la concreción de una empresa gloriosa o el cumplimiento de una penitencia divina.
Cuando se ceñía al volante era bello como un príncipe medieval y el colectivo su Rocinante. Manejaba embelesado, como si esa rutina circular lo salvara del paso del tiempo, como si la muerte no fuera capaz de tanta persistencia. Hoy pienso que muchas de sus pasajeras, algunas de las cuales hacía años que viajaban diariamente, estaban atrapadas por el embrujo de su pasión infructuosa y por la lejanía de su esencia de trashumante. Desconocían que él huía en círculos de sus llagas más insondables, pero se sabe, pocas mujeres pueden resistirse al encanto de un hombre triste que no llora.
Mi madre supo acostumbrase a este destino de dormir con un tipo que solo podía amarla cuando se apartaba. Un ser cargado con la bilis negra que condena a los melancólicos, con ese dolor dulce que anida entre el estómago y los recuerdos.
Estando en mi casa era como un fantasma que vagaba por las habitaciones sin reconocerse, o quizás un marinero abrumado por la dureza hostil de tierra firme. Solo en la lejanía, la que ponía entre ellos el colectivo en sus interminables vueltas por la ciudad, o en la perspectiva recta de sus viajes de larga distancia a los confines de la Argentina, él podía reconocerla.
Para mi viejo querer era sinónimo de extrañar, por eso estando cerca se desvanecía, se consumía como el humo gris del gasoil. Estando no era, no podía, se encerraba en sus nostalgias herméticas y se ahogaba en los recuerdos de un mundo propio donde solo podían entrar sus colegas y algunos pocos amigos de juventud.
De repente la mujer del último asiento se paró y caminó tambaleándose hasta tomarse del pasa manos junto al asiento del conductor. No dijo una palabra, solo se quedó mirando la nuca perfecta de mi padre. Noté que él también la miraba por el espejo central y me pareció que lo perturbaba. El gesto relajado y sereno con que habitualmente conducía de pronto mutó a mueca seca.
Cruzamos Hipólito Yrigoyen, la ciudad comenzaba a disiparse dando lugar al campo abierto. Las sombras de los árboles lastimaban el pavimento y adelante se dibujaban los charcos virtuales del verano sobre la ruta.
El más pesado de los silencios se había colado en el Mercedito y por más que lo intentaba no lograba escuchar el sonido del motor. Un hombre que vestía el uniforme del frigorífico Centenario hizo la señal de “pare” con la mano extendida. Mi padre pareció no verlo. Intenté advertirlo pero fue inútil, sufrí el mismo destino que el pobre tipo que se quedó puteándonos con ademanes de mimo frenético. Presentí que una secreta metamorfosis estaba ocurriendo. Mi garganta se había quedado sin eco, así que me levanté y lo toqué en el hombro. Su brazo estaba tieso y su mirada seguía incrustada en el horizonte. Su pie se hundía en el acelerador mientras Don Julio, de repente sobrio, le gritaba espantado.
No recuerdo por qué calle volvimos a internarnos en la ciudad para recorrer aquel infinito extraño de calles polvorientas y baches profundos que llamaban “atrás de la Brown”. Mi viejo parecía haber vuelto en sí, los pasajeros subieron, bajaron y él volvió a sonreírles. Cortó boletos, entabló breves charlas con algunos señores con camisas de grafa y cruzó un par de miradas cómplices con una maestra que me pareció exageradamente bella y extrañamente familiar. Flotamos –o así me pareció- a lo largo de la céntrica San Martín para desembocar en Rivadavia en el horario preciso.
Al doblar en la Farmacia Del Indio, la mujer aterradora volvió a sentarse pero esta vez en el primer asiento. Se reía sin quitarme los ojos de encima. Con la cercanía de su cuerpo me llegó un sopor rancio.
Cruzando Garibaldi supe, por esa certeza inexplicable y animal que antecede a la desdicha, que era mi última vuelta, que aquel que había subido y que era, empezaba a dejar de ser y se bajaba en la próxima cuadra.
Cada tanto, paso por la esquina de Sarmiento y Juan B. Justo. El buzón, el único buzón de la ciudad no ha cambiado en medio siglo.
Invariablemente me detengo y espero un instante.
Hugo Vázquez nació en VT en 1967. Tiene cuatro hijos, es empleado, desde los 13 años militó en distintos espacios políticos de izquierda de la mano del entrañable Segundo Ottolini, alumno ocasional de la Facultad Libre, fundador de la Casa de la Amistad Venadense-Cubana, co director de las Revistas Lote y El Entuerto. Colaboró en distintas publicaciones como Revista 23 y Rosario 12, primer premio en concurso de redactores de Diario El Informe, primer premio en concurso de cuentos organizado por AMVT en homenaje a Marcos Ciani. Escritor aficionado.
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