Toda hora tiene su deber inmediato, un mandamiento que domina a todo el resto;
el mío, en ese momento, era el de defender contra la muerte lo poco que me quedaba.
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano
Todo dia ela faz tudo sempre igual
Chico Buarque, Cotidiano
I. Para qué la memoria
Hacia el retorno democrático, después de las dictaduras del Cono Sur, algunos Estados de América Latina iniciaron medidas de reparación histórica conocidas como políticas de memoria. Aunque algunas iniciativas resultaron más efectivas que otras, el contexto latinoamericano presenta muchas variantes en este sentido: desde países que mantienen una legislación del gobierno de facto y otros, en cambio, reconocidos por una cultura de la memoria, al punto de hallar en la jerga el uso común de las nociones país de olvido y país de memoria según los esfuerzos estatales de cada uno.
El otro día un amigo me decía que se vive “un exceso de memoria”. Aunque entiendo a qué se refiere, porque yo también, en parte, lo percibo, creo que el exceso viene como consecuencia del uso que hacemos del pasado; y que antes que un exceso, existe un agotamiento de este uso que, dicho sencillo, se desvincula del presente.
Si alguien nos pregunta qué es el tiempo, seguramente la respuesta más inmediata vendrá acompañada de alguna unidad de medida que nos permita organizar la conciencia. Cada vez que especializamos el tiempo (pasado/presente/futuro), no nos queda otra que desarticular el pasado del presente. Desde esta noción, el pasado no es más que una serie de acontecimientos que nada tienen que ver con nuestras concepciones de vida y de mundo presentes (por ejemplo, en sus formas de sociabilidad actuales a través de instagram, facebook, twitter, etcétera, nos distanciamos de la manera en que nuestros abuelos establecieron sus lazos sociales). Pero un pasado desvinculado del presente no sólo implica un uso estéril del tiempo sino también la quita de su potencia actualizante desde el momento en el que todo actualizable necesita de una memoria; porque sin memoria no hay actualización, y porque sin actualización, no existe creación.
Una de las cuestiones que surgen en los debates sobre memoria es acerca del alcance afectivo de las luchas históricas a las generaciones actuales y próximas: ¿cómo producir condiciones de reacción a los relatos pasados a partir de las nociones contemporáneas de uso? ¿Cuáles son las nociones que se oponen a la inteligibilidad del pasado en el presente? Sin duda, contrariar la resistencia de las formas actuales con una nostalgia del pasado, no sería el camino. Si estamos de acuerdo con que nuestro presente actúa sobre un fondo de pasado, y que a cada momento actualizamos la memoria, es posible que, hace un tiempo, la mayoría de los mandatos que conocimos se hayan vuelto obsoletos; que exista una incompatibilidad entre las demandas del pasado y del presente, y que los nuevos lectores, nuestros próximos contemporáneos, tengan sólo una vaga impresión de éstas. En su momento, Halbwachs ya nos hubiera adelantado que cada recuerdo se enlaza a un marco de memoria desde el cual obtenemos directrices acerca de cómo recordar. No sería poco probable decir que, aunque evoquemos el pasado, no podamos imprimirlo en un orden social que concuerde con nuestro presente, porque la razón de aparición de una memoria no tiene tanto que ver con el recuerdo sino con las relaciones que establecemos desde la actualidad. Ya lo dijo bien este durkheimiano rebelde en 1925, cuando publicaba Los marcos sociales de la memoria: “Cuando el acontecimiento considerado ha de cierto modo agotado su efecto social, el grupo se desinteresa y solo cuenta para el individuo afectado” (Halbwachs, 1999, p. 158). Así como los marcos de memoria pueden asegurar la supervivencia de nuestros recuerdos, los margina cuando no existen los medios suficientes para evocarlos. No es la lejanía del acontecimiento lo que hace inviable el recuerdo sino la falta de relaciones que le tendemos desde el presente.
Con frecuencia se habla de un deber de memoria, y se nos lo recuerda a cada momento: en las placas de museos, en las escuelas y los calendarios, en el cine y la literatura. Hay que recordar pero, ¿por qué?, ¿para qué? Una de las insignias innegociables desde el retorno a la democracia en Argentina, ha sido la memoria, verdad y justicia. Con todo esto, si mirásemos atrás (hace aproximadamente una veintena de años), es notable observar en el discurso reaccionario el posicionamiento de una noción del pasado que pone el foco en la lejanía temporal de la sanguinaria década de los 70 como un justificativo de su indiferencia. Dejemos atrás todo aquello que no podemos cambiar: el pasado. Miremos hacia adelante: lo nuevo: el presente. Verán así, cómo el papel inútil que cobra el pasado es una licencia fácil para una política del olvido.
Si un país elabora políticas de memoria, ¿es posible decir que un estado hace memoria? Incluso en los casos más efectivos (de judicialización, por ejemplo), ¿es posible hablar de memoria? ¿Sería el reconocimiento estatal, finalmente, el propósito último de una lucha política? A primera vista, parecería que no porque de vez en cuando resurge una batalla hermenéutica por el significado de la memoria, aún en los países con una cultura memorialista más sólida. La pregunta crucial sería: ¿por qué algunos gobiernos tienen cada tanto un interés renovado en la memoria? ¿Qué tiene el pasado de “instrumental” para sus gobiernos? Es curioso. Aunque fuese un campo en construcción, los estudios sobre memoria tienen su puntapié inicial (sobre todo en Argentina) en los años 90. Década que, como sabemos, significó un período crucial para la expansión del liberalismo económico cuya propuesta de incorporación de capital extranjero, impactó en una fuerte extranjerización (o norteamericanización) de los símbolos locales, ¿es que serán los períodos de crisis en donde más nos urge el pensamiento?
A menudo puede llamarnos la atención que la cultura teórica de la memoria se integre, sobre todo, de autores judíos. Hace un momento mencionábamos a Maurice Halbwachs, el creador del citado concepto de memoria colectiva, cuya producción fue interrumpida al ser capturado por la gestapo y asesinado en el campo de concentración de Buchenwald. Tal vez, a través de su trabajo, la relación de la memoria en la conformación de los estados nacionales sea más evidente, pero lo cierto es que el siglo XX se caracterizó, además de sus tragedias y crisis históricas (guerras mundiales, dictaduras, bombas atómicas) por habilitar una serie de discusiones humanísticas y sociales aún vigentes; y especialmente sobre la memoria a partir de una preocupación fundante: ¿cómo sobrevivir? Tengamos en cuenta que, por aquella época, los autores de tantos libros que conocemos habían perdido a su familia, a sus amigos y conocidos, e incluso su propia vida peligraba por el fascismo. Como dice la letra de Charly Garcia: “Los amigos del barrio pueden desaparecer/Los cantores de radio pueden desaparecer/Los que están en los diarios pueden desaparecer/La persona que amas puede desaparecer”, porque ¿qué es lo primero que se pierde, luego de la existencia física de una persona, al poco tiempo? Su memoria. Y pensemos esto a gran escala: se pierde la memoria de una familia, la memoria de una cultura; la memoria de un país.
Con sorprendente literalidad, la narrativa de estos gobiernos “negacionistas” tiene por propósito reeditar las historias más conocidas de dominación y usurpación en América Latina. Solemos escuchar: ¡no hacemos política sobre el pasado! ¡El pasado debe quedar atrás en favor del progreso! Pero con Bergson sabemos que el pasado no es algo que abandonemos, y con Benjamin, que nuestras frustraciones históricas se deben al progreso, porque es en nombre del progreso que hemos construído nuestra historia sobre una montaña de cadáveres y ruinas. Al final, resulta interesante notar que las narrativas que niegan el pasado (y aquellas que lo excluyen como un tema de interés público), presentan, por el contrario, una ferviente política de memoria. Quiero decir, las fuerzas políticas reaccionarias, generalmente, no sólo contienen un interés en términos económicos sino también (y sobre todo) una propuesta de vaciamiento simbólico del pasado, lo que no es otra cosa que nuestra grilla de lectura del mundo. No sería extraño pensar, entonces, que a las mentes más reaccionarias también les interese la memoria. La cuestión siguiente sería pensar, entonces, cuál es la propuesta que se nos ofrece.
II. Presente pasado
El presente nunca es porque el presente es efímero. El pasado, en cambio, se conserva por entero, y continúa existiendo; su contenido son los presentes que han pasado. El futuro aún no existe, entonces actúo según lo que veo en el presente que se construye a partir de lo acontecido en el pasado.
El presente es pasado porque el presente pasa. Dicho así parecería sólo un juego de palabras, pero lo cierto es que explicaría por qué el presente y el pasado coexisten. Si un pensamiento filosófico pudiese graficarse con figuras geométricas, Bergson lo entendió bien cuando elaboró su famoso Cono de la Memoria en una de las obras más importantes de su vida intelectual, “Materia y Memoria” (1896), además de “La evolución creadora” (1907). La figura expone dos estados fundamentales: la vida mental humana, y el plano del presente. El cono invertido contiene, en su dimensión más amplia, la totalidad del pasado, es decir, el pasado puro; y desciende hacia su vértice hasta tocar el plano del presente. Si pudieran elaborar una imagen mental, el cono bergsoniano sería de la siguiente manera: un triángulo bidimensional cuyas puntas superiores son A y B, y la punta inferior la letra S, que reposa sobre el presente P. Una vez que tenemos en mente este gráfico, imaginemos que su contenido se encuentra fragmentado por la repetición continua del pasado puro (AB) hasta llegar al punto de mayor concentración (S), donde se toca con el presente, y se actualiza. Todo movimiento se desarrolla en este plano, esto es: todos nuestros recuerdos, vivencias y experiencias pasadas son actualizadas. Es así que, bajo la luz de Bergson, podemos afirmarnos como memoria desde que toda repetición contiene la actualización de nuestro pasado. Esto no quiere decir que seamos una memoria inerte. Todo lo contrario. Pensemos procesualmente: la repetición origina, a su paso, la posibilidad de una diferencia por el simple hecho de que cada vez que hacemos algo por segunda, tercera o cuarta vez, lo hacemos distinto, por más pequeña e imperceptible que sea nuestra diferencia. Lejos de ser un estadío del tiempo lejano a la actualidad, el pasado constituye una dimensión de nuestro presente; incluso podríamos ir más lejos y decir que, en la memoria, es donde hallaremos el fundamento de nuestra subjetividad.
III. Memoria cerrada
Con frecuencia los discursos que niegan el pasado van acompañados de propuestas para una memoria completa. En este texto asumimos que esta tendencia no es otra que la propuesta de una memoria cerrada.
A la pregunta: ¿qué hay que hacer para producir un hombre que produzca? Respondemos: “producir de un hombre una memoria”. La cultura es, dice Nietzsche, la fuente de adiestramiento por excelencia; un reservorio de hábitos. El hábito de adquirir hábito produce cultura: una memoria cerrada. Derivación inmediata del comando mandato-obediencia.
Cualquiera diría que los animales responden por instinto; que los animales se diferencian de los humanos porque no tienen conciencia. ¡Pero no! Los animales tienen conciencia porque interactúan con el mundo exterior. Lo distinto es que se trata de una conciencia sin inteligencia: el perro no predice; no anticipa; no calcula. Hay un poema de Silvina Giaganti que lo dice mejor: “(…) Después salí a caminar por el campo/me prendí un cigarrillo/un perro me siguió dos cuadras/hasta que otra cosa lo distrajo y se fue./Y me quedé pensando/que me gustaría tener/el instinto de un perro:/saber cuántas cuadras acompañar/y cuándo tener que irme”. Así, la primera característica de los animales, dice Deleuze, es el mundo reducido en el que existen durante toda su vida. En este mundo, el animal interactúa con otros cuerpos, sus propios sentidos e intensidades del entorno. No hay lugar para inflexiones en el terreno sensible del animal. Los seres humanos, en cambio, actúan con su inteligencia, y por una inteligencia corregida por la intuición. Una intuición capaz de corregir las ilusiones de la inteligencia; que permita construir verdaderos problemas; que dé lugar al pensamiento.
La inteligencia sin intuición es pura practicidad. El ser humano sin intuición es un animal que habla: (sobre)vive de acuerdo a sus necesidades orgánicas (dormir, comer, tener relaciones sexuales, etc.). La inteligencia humana sin suspensión afectiva de la acción, es decir, sin el vuelco de la visión hacia nuestra propia subjetividad, es puro deber. Y, como sabemos, desde Hobbes en adelante, en todo el mundo hay personas dispuestas a obedecer y otras a someter.
IV. Creación y memoria
Si coincidimos en que pensar es una experiencia afectiva, esto es, una convocatoria no sólo a la inteligencia sino también a la intuición, los recuerdos evocados se encuentran con el presente (tengamos en mente los puntos ABSP del Cono de la Memoria) cada vez que experimento un sabor, un contacto, un olor… y así es como siento, toco y huelo distinto a aquella primera vez que sentí, toqué y olí. La actualización de mi memoria me habilitó la posibilidad de crear en la repetición, y no simplemente reaccionar a un estímulo. De este modo, cuanta más memoria posea, mayor será la temporalidad que separe mi percepción de la acción. Cuanto más ralentice el movimiento, más impredecible seré. Y a mayor imprevisibilidad, mayor libertad. En este sentido, entonces, una memoria cerrada sería aquella que busca reducir una experiencia vital a la pura reflexión instintiva, aquella que funciona según estímulo/respuesta.
Llegados a este punto podríamos decir que un presente sin memoria es puro hábito; que sin memoria no hay capacidad afectiva; que sin afecto, no existe pensamiento, y que sin pensamiento, no hay posibilidad de creación.
Una teoría de la percepción como la de Bergson nos revela la condición del pensamiento y de la creación, y aquí mismo, el lugar central de la memoria para el incremento de nuestra potencia vital. Sin embargo, si aún no hemos respondido a la pregunta sobre la vinculación entre Estado y memoria, y acerca del interés de algunos gobiernos en torno a la memoria (especialmente, los llamados gobiernos “negacionistas” del pasado); si todavía no convencemos a quienes afirman que el pasado es cosa obsoleta, y es necesario olvidar “para dar paso al futuro que nos espera”, podríamos concluir con algunas afirmaciones: la memoria interrumpe la obediencia (sólo un pueblo con memoria, desobedece). La memoria nos despierta (sólo un pueblo que recuerda, se levanta). La memoria nos revela el presente, y nuestro presente es ya memoria.
Referencias
Halbwachs, M. (1999). Los marcos sociales de la memoria. Anthropos.
Ilustración de portada: Detalle del Proyecto “Archivos de sentimiento”, de Alegría González (Paraguay)
Lucía Sbardella. Artista visual e investigadora en memoria
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