el inglés católico / tomás vaneskeheian

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            Existe en la humanidad un misterio que no pudo ser resuelto por la deducción fatal de Sherlock Holmes, ni por la sagacidad de Hércules Poirot o el cinismo urbano del rudo Philip Marlowe, y este misterio continúa incontestado no sólo a causa de la formulación de malas respuestas sino también, en algunos casos, por la completa falta de preguntas. En ese estado de eterna pregunta, siempre compañero del misterio, podría permanecer sólo un sujeto que aspire a una verdad más allá de las cosas dadas y enredadas por la razón, y eso es lo que destaca especialmente a Father Brown, el cura detective compuesto por el inconmensurable —en obra y cuerpo— sir Gilbert Keith Chesterton (1874-1936).

            De hecho, no es casual que su famoso detective sea un cura, ya que en su figura quedan confundidas la claridad ordenadora de la prolija deducción con la necesaria cuota mística que destraba el origen de cada uno de los asuntos detectivescos con los que este afable curita, de sotana negra, sombrero de ala ancha y baja estatura, se encuentra en más de cincuenta cuentos absolutamente adorados por el pueblo lector inglés desde el año 1911 hasta 1935 (un año antes de la muerte de su popular autor).

            De todas las características de un buen detective, Chesterton le entrega a su Father Brown una virtud indefinida pero siempre latente; no se trata de la implacable deducción del paradigmático Holmes, sino de una tenacidad frente a lo desconocido que descansa en su sentimiento religioso, en la íntima convicción de que no toda la realidad se explica con la razón.  Este rasgo es el que vuelve al pequeño investigador un verdadero gigante del eterno juego detectivesco, ya que esconde entre la sotana del curita un pliegue dramático del que todos los otros carecen, una última unidad basada en la fe que sabe lidiar con la complejidad logística de un crimen, pero sin olvidar la aún más revuelta complejidad moral del criminal.

            Esta correspondencia entre ética y práctica —cifrada en la figura de un cura devenido detective— nos es revelada desde la primera entrega de la larga saga: en La cruz azul el Father Brown no sólo se anticipa a los esfuerzos inductivos y atléticos de Valentin, un detective convencional que persigue las pistas del gigante ladrón Flambeau, sino que en su misma resolución se nos enseña una escena que se repetirá en Chesterton bajo un patrón verdaderamente detectivesco: el afable curita se encuentra sentado en un banco de plaza junto al grandote Flambeau y en un diálogo de virtud confesional Brown logra que el criminal acepte su propio crimen con una ternura y perspicacia que dejan pasmado al duro nerviode la Ley.

            La figura de un clero de confesión católica es lo que habilita en la fantasía literaria una verdadera pretensión del autor: la de que el victimario, si es confrontado moralmente por sus actos, puede llegar a mostrar arrepentimiento sincero. Y no es casualidad tampoco que a los pocos cuentos el expeditivo Brown haya persuadido al gigante Flambeau de arrepentirse de sus pecados —en otra memorable escena final donde el cura alcanza a hablarle mientras el ladrón huye trepado a una enredadera—, y que este último, por toda la experticia en base a su vida criminal, se una luego como su icónico ladero a lo largo de innumerables andanzas contra el crimen. La concepción moral del crimen no sólo ilumina al respectivo detective de un halo de examen empático y humano, una luz de juicio invisible y amable, sino que a su vez estos grados de humanidad lo dotan de una quintaescencia muy propia -de indomable intuición- a la hora de desarrollar la hipótesis que mejor se adhiere a los elementos del crimen desordenados como partes de un rompecabezas cuya pieza central es siempre un vacío que remite al infinito. Y Brown nunca teme al infinito porque es un hombre de fe, un hombre que, a diferencia del detective de pipa y pose, no agota la realidad como si esta fuese apenas un mecanismo de relojería, sino que la bordea como quien sabe hacerse aquellas preguntas imposibles, habilitando así el gesto humano de ponerse en el lugar del criminal, comenzar a entender sus (sin)razones, aquello que la Ley moderna sólo busca reprimir.

            Con la dupla Brown-Flambeau, el autor forja una de esas imágenes cargadas de iconicidad tan propias de su literatura, que aducen a la alegoría de forma solapada: la pequeñez del curita se acentúa frente a la temeridad del gigante francés, pero este contraste resalta la agudeza siempre inconfesa de Brown, aunque bien demostrada en la fluidez intuitiva con la que el curita desglosa en su cabeza los actos criminales hasta anticiparse fatalmente con una resolución tan sintética como inesperada, apenas un acto conclusivo que reordena el misterio con la claridad de una emoción.

            Bajo una simple lectura, las andanzas del discreto Father Brown resultan gemas detectivescas que brillan aún hoy por su ingenio y cachetean al lector justo en el último párrafo. Pero la virtud de su tan querible personaje propicia otras lecturas más complejas si se la corresponde con algunos datos biográficos en la vida de su irremplazable autor.

Es que Gilbert Keith Chesterton, a diferencia de Brown, fue un verdadero gigante de la literatura tanto a causa de su metro noventa como por su innumerable cantidad de novelas, cuentos y libros de recopilación de ensayos. Habiendo trabajado toda una vida como periodista en The daily news, su inteligencia siempre díscola ocupó la primera trinchera frente a las ideas convulsionadas del comienzo de siglo, en el ocaso trágico de la modernidad que desembocaría en el sinsentido de la Gran Guerra, animándose siempre a discutir contra cualquier pilar del iluminismo capitalista blandiendo la everlasting sword de su convicción religiosa. No es que no creyese en la democracia, la razón o el progreso, sino que denunció a los alienados en ellas, nunca se inhibió en señalar sus límites de conocimiento conjurando sus ya épicas paradojas chestertonianas, silogismos de aparente contradicción que tras un vuelco de 180 grados procuraban que la premisa discutida significase lo contrario.

Este hombre sin dudas fue un santo de la narrativa y el pensamiento, y digo un santo porque supo valerse de estas dos últimas artes pero sin endiosarlas, marcando siempre las limitaciones de cada una frente al último desciframiento de la realidad. Es que, incluso antes de convertirse al catolicismo, es por todos sabido que Gilbert Keith postuló una concepción mística de lo que entendemos como realidad; la trama detrás de la vida de este autor es sin dudas muy propia de un acentuado polemista, sin miedo a los cruces de toda naturaleza y siempre pronto a escribir la nota del día, pero tal trajín de argumentaciones cobra vida gracias a una anterior pulsión -desde su atribulada juventud- por buscar el significado de la vida más allá de las explicaciones científicas tan en auge a finales del siglo XIX. Es sabido que indagó en todo tipo de filosofías esotéricas y de condiciones teocráticas, incluso hasta flirtear con el satanismo y otras yerbas del mal, pero su inquisición quedó finalmente consolidada cuando en 1922 tomó la polémica decisión de bautizarse en la Iglesia Católica Apostólica Romana. Esta conversión no significó un mero acto de rebeldía antinacional o de escisión anglicana, sino que fue el punto cúlmine —bastante conclusivo— para toda una vida de búsqueda esotérica en una persona tan inteligente que desde siempre sospechó de su inteligencia. Su ejemplar obra Ortodoxia de 1908 así lo desarrolla; en ella se pueden apreciar las indagaciones y respuestas que un hombre -preocupado por la verdad- cosecha y desecha a lo largo de una vida sin prejuicios. El libro nunca cae en la chata pose apologética, sino que busca desglosar las cadenas de pensamiento —y, por qué no, sentimiento— que lo han ido depositando hasta las puertas de lo que él mismo consigna como la “vieja Inglaterra”, la respuesta al final de tantas derivas que termina regresando a la ortodoxia original del primer credo de su querida isla.

Resulta sin dudas inspirador, aunque el lector actual no coincida, toparse con la maestría prosística de un autor que blande su inteligencia hasta doblarla lo más posible, hasta bordear los límites de lo consignable conceptualmente en un admirable esfuerzo por dar cuenta de que sí hay algo más, de que la realidad no se agota en nuestro conocimiento, de que el voluntarioso superhombre nietzscheano no podrá finalmente contra todo. En una tradición moderna donde -mucho más saliendo del siglo XIX- lo admirado era poner la razón en función de la más completa explicación, con una intelligentsia iluminista que desconocía aún hasta el giro semiótico, Chesterton arroja sus gigantes esfuerzos hacia el plano de lo que él encuentra como irremediable, incluso anterior al credo católico: la fundación mística de la verdad.

Si hay una apuesta por la que el autor siempre se jugó —bajo la forma de innumerables y graciosísimas paradojas— fue seguro la de que a la última verdad no se llega por medios racionales, y que más allá de las indagaciones científicas sobre todo a nuestro alrededor, debemos residir sobre un centro de verdad indiscutida e inalienable. En uno de sus tantos argumentos desglosa la cuestión del conocimiento entre duda y certeza, mostrando a la razón como un elemento utilitario para el desarrollo de la buena duda, pero nunca como fundamento de la verdad original. “El hombre está hecho para dudar de sí mismo, no para dudar de la Verdad, y hoy se han invertido los roles”. En sus convicciones ya se encuentra cifrada la crítica antimoderna que terminará décadas más tarde en La dialéctica del iluminismo frente a los campos de concentración: ¿a dónde puede llevarnos como sociedad el endiosamiento consumado de la Razón? Gilbert Keith advierte con una sonrisa entre dientes que “la cultura moderna se suicida”.

Su cruzada cultural —como antiguo feudal religioso— busca satirizar la tan en boga omnipotencia de la razón, aludiendo que en realidad la potencia infinita de cualquier explicación científica no agotará jamás nuestra experiencia del mundo, nuestro último sentido de verdad. Su filosofía hecha de biblia y bourbon milita siempre la complementación de los roles invertidos, cruzados como las líneas de la universal cruz: es el dogma, en realidad, el que sostiene el ejercicio de la razón como luz indagatoria, es a partir de la aceptación de una verdad basada en el misterio que nuestra conciencia puede desarrollarse sin devorarse su propia cola como el dragón circular que remite a la idea de un “infinito angosto”. La cruz, en cambio, sincretiza la paradoja necesaria que la vida pequeñoburguesa parece nunca resolver en teoría (ya que no hay filosofía racionalista que avale al cristianismo) pero que subsiste sin embargo en la sabiduría de todos los pueblos del mundo que se valen de los avances tecnológicos sin por eso desechar sus creencias religiosas. Afirma Chesterton, con una pasmosa seguridad y una gracia argumentativa verdaderamente envidiable, que la razón omnipotente derivará sin duda en una suerte de neurosis, se volverá síntoma autodestructivo como la pulsión del paranoico que a todo a su alrededor le asigna una causa y explicación por no saber convivir con la verdad fundamental de la existencia, el sinsentido eterno e increíble de existir a pesar de todo, de reconocernos, el optimismo de tomar la vida como un milagro que no alcanza a ser revelado finalmente por el evolucionismo darwiniano o cualquier otro determinismo lógico.

Claro, el autor nunca termina de exponer con argumentos el núcleo central de su filosofía que desprecia a los mismos argumentos; pero esta convicción denodada alrededor de lo místico, sin embargo, abre un camino argumental sumamente desafiante y bello, mucho más potente que los enunciados de cualquier dogma, que nunca se escuda en la simple propaganda religiosa. Por más que su dogma propio sea el católico, su instancia anterior es más interesante, ya que previamente a justificar su elección por ese credo en particular, desarrolla en quijotesco lance las razones por las cuales necesitamos de un dogma y los peligros de un mundo que está a punto de perderlo. Según él, es sólo el dogma el que contiene al misterio de la realidad, el que nos redime de la angustia de nuestras preguntas incontestables, el que libera a la razón de la enfermiza pretensión de contestarlo todo (potenciándola, así, mucho más). Dice en Ortodoxia que “La poesía es cuerda porque flota con facilidad en un mar infinito; la razón pretende cruzar el mar infinito para hacerlo finito”, o sea que cae en el sinsentido por no aceptar el primer gran sinsentido.

Pero lo increíble de este gigante de la cultura, de este londoner errante saludado por todos, gracioso y humilde y por eso querido por la gente de a pie (es célebre una de sus bromas con la que aseguraba ser el hombre más amable de Inglaterra ya que, por su rechoncho metro noventa, sólo él podía cederle el asiento del tren a tres señoras en simultaneo…) no es el hecho de que haya expuesto sus certidumbres místicas con un desarrollo argumental cristalino como un diamante, sino que además, por ser un auténtico escritor, les dio vida a través de las historias protagonizadas por un menudo padre católico de apariencia inocente pero de universal misión.

Pocos narradores hay que sean teóricos y viceversa, sin embargo la biografía de Gilbert Keith nos enseña el desenfado con el que este autor forjó, en apenas 62 años, una orgánica combinación de ambos: la gracia narrativa de sus ideas y la potencia teórica de sus dramas fundamentales (en esta última categoría también es rastreable su más famosa novela, El hombre que fue jueves, un policial de clara pero elegante virtud alegórica). Si tenemos en cuenta todo esto, no es casualidad que su principal ficción haya sido protagonizada por un cura que deviene detective, ya que en la figura del sacerdote radica un sentido de verdad que lo habilita mucho más a lidiar con el misterio, debido a que su concepto de misterio no acaba en la asociación inductiva de los meros elementos en la escena de un crimen sino también en su capacidad de lidiar con el misterio mayor de la existencia ya contenido en su dogma, en su fe fundante que lo distingue de cualquier vulgar investigador. Imaginemos un segundo que tanto el policía, el forense, el perito, el fiscal o hasta incluso el médico lidian con misterios durante su profesión, pero sólo el clero debe lidiar con el misterio más allá de todo, debe darle un comprensible código al acto de fe.

Cuenta la historia que su fértil imaginación literaria construyó al personaje de Father Brown basado en su amigo el cura católico irlandés John O’Connor, a quien una vez lo oyó nombrar siendo denostado por dos agudos estudiantes de Oxford, quienes se mofaban de la ingenuidad de los curas católicos, siempre encerrados en su iglesia, incapaces de comprender la complejidad de la vida moderna. La anécdota sin dudas es cierta, pero lo cierto también es que esto fue apenas el disparador para un original perfil de detective, quizás el más basado en una dimensión moral, el que más se vale de su piedad a la hora de resolver el caso, el que más parece acudir a una reserva mística que le ayuda a esgrimir la razón con mayor potencia y mejores intenciones. Al igual que con Flambeau, su primera ocasión de víctima redimida, son repetidos los casos en los que el curita se escuda en su presunta ingenuidad y discreción para confrontar al victimario en un careo de lógica implacable y súbita exposición, bajo un aire confesional que, paradójicamente, le permite al victimario abrirse más en su testimonio, sin sospechar de ser sospechado por este inocente hombre que tantea la información con una candidez que luego se comprueba letal. Y, una vez comprobada la culpabilidad en los ojos de la víctima, Brown jamás instiga a su confesado, sino que le garantiza el don cristiano del libre albedrío, permitiéndole al agresor obrar por conciencia propia, a fin de que se asuma en la figura de pecador, o sea la primera figura en el proceso al perdón y la redención. Su perfecto cuento El martillo de Dios así lo muestra en una escena final parapetada a lo alto de un mirador, demostrando una vez más que el místico detective, además de resolver el caso por sí solo, se vale de su fe católica para nunca ser buchón. Y tan cabal es la comprensión del pecado mostrada por este hombrecito, que en todos los casos inspira virtuosamente al victimario a entregarse al buen camino de su conciencia… algo así como un Crimen y castigo que nunca supera las quince páginas.

Con todo, queda sólo para destacar que quien aún no se vea ni un ápice removido por la ecuanimidad del pensamiento de este autor, seguro al menos disfrutará de una elocuencia retórica, de un detalle narrativo y de una gracia argumental que no lo dejarán indemne. Gilbert Keith ha sido mucho más que el mero apologeta cristiano que algunos buscan esgrimir, sino que fue un polemista de pura cepa, un gentleman prosístico que, a pesar de su facilidad de palabra, jamás cayó en el diletantismo o el retoricismo pour la galerie. Su certidumbre religiosa nunca redundó en la desesperación del masoquismo cristiano, sino que lo construyó a sí mismo como un optimista a pesar de todo, una persona plena que trae la buena nueva gracias a la felicidad de saber que seguro existe algo más allá de las apariencias del mundo, como el pobre cristiano que se entrega cantando a los leones… pero, claro, en una versión so british.

Así alegoriza la fe: “Hay un objeto natural, el único que no nos es dado mirar de frente, y es precisamente aquel a cuya luz contemplamos todos los demás. Como el sol en el cielo, causa la vida de todo lo demás; porque su presencia es la que ilumina, y su ausencia es la que oscurece”.

Tomás Vaneskeheian (@tomasvanes en tuiter) es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por UBA

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