Cuando yo era chico (fui chico en los años setenta), en las transmisiones de fútbol por radio y por televisión se adoptaba una medida preventiva sistemática: silenciar el sonido ambiente cuando los hinchas, en las tribunas, proferían cantos que contuvieran malas palabras (o que consistieran, como a veces pasaba, exclusivamente en malas palabras). Se puede decir, por cierto, que se trataba de una forma de censura; pero no de las más alarmantes, dado que en ese mismo momento se prohibían o cercenaban películas, se quemaban libros, había listas negras de canciones y de músicos, se perseguía a los artistas (cabe hacer una distinción cuando lo acallado en las transmisiones de fútbol, porque las hinchadas, desafiantes, la enarbolaban a viva voz, era la marcha peronista). Sin dejar de haber de por medio algo del orden de la prohibición, me parece que la supresión de las malas palabras en los medios de comunicación parecía corresponder más que nada a un principio de decoro (algo más próximo al fuera de escena que regía en las tragedias clásicas que a las escabrosas tachaduras practicadas por Miguel Paulino Tato).
Las malas palabras no salían al aire, ni siquiera como sonido de fondo. Y es que, más allá de las malas palabras como tales, imperaba por entonces (imperó hasta hace poco) un criterio por el cual el nivel de lengua empleado en los medios de comunicación debía ser más cuidado (más alto y más formalizado) que el del uso común y corriente. Los periodistas, los locutores, los animadores, incluso los entrevistados (actores, actrices, futbolistas, y aun la gente común, si se la abordaba por la calle micrófono en mano) elevaban su nivel de lengua, incluso a veces hasta la impostación. No en el sentido pretencioso y alambicado que se vería parodiado por ejemplo en “Veladas paquetas” de Telecataplum, por afán de lucir hipercultos, sino para dirigirse de mejor manera a un público general o popular. Cuando hoy vemos o escuchamos un programa de aquel tiempo, creo que es una de las primeras cosas que, por contraste con el presente, van a llamarnos la atención: que para hablar en los medios masivos, y por el hecho mismo de hacerlo, se refinaba el nivel de lengua. Aun en un caso como el de José María Muñoz, por ejemplo, pese a su relativa escasez de recursos, se verificaba esa disposición; y tanto más, por ejemplo, en Antonio Carrizo, Roberto Maidana, Néstor Ibarra, Hugo Guerrero Marthineitz, etc., etc., etc. En la dupla que componían Mariano Grondona y Bernardo Neustadt, en la que al primero le tocaba el registro de la erudición libresca y etimológica y al segundo le tocaba la adopción de una especie de saber “de la calle”, el nivel de lengua no era exactamente igual al de la calle. ¿Por qué? Porque mal o bien, después de todo, estaban saliendo por televisión.
No se trata en sentido estricto de las malas palabras como tales (ni del muy citado alegato propuesto en su defensa por Roberto Fontanarrosa en un Congreso de la Lengua), sino de la consideración de que para expresarse en los medios era preciso adecuar el nivel de lengua (no hay usos buenos o malos, como sabemos, pero sí criterios de adecuación o inadecuación). Fue sobre ese horizonte medianamente estabilizado que pudo producirse un efecto de irrupción cuando, tiempo después, aparecieron otras formas de intervención en la televisión y en la radio. Pienso por caso en Elizabeth Vernaci (y su experimentación verbal con lo guarro), en Jorge Lanata (en su propuesta de un estilo periodístico más frontal), en Marcelo Araujo (en su creación del relato deportivo guarango). Con sus particularidades y sus diferencias, introdujeron ciertas frecuencias de lengua desusadas hasta entonces en los medios, de ahí el efecto de disonancia que buscaron y encontraron.
Hoy ese efecto de disonancia se redujo o se perdió (Vernaci es quien más lo mantiene, tal vez por ser más auténticamente disruptiva), porque se ha producido todo un viraje en la manera de expresarse ante un micrófono o ante una cámara. Es algo que va más allá de usar o no usar malas palabras; es toda una orientación a hablar como habla “la gente en la calle”, “el ciudadano de a pie”, etc. A juzgar por el nivel resultante, que oscila frecuentemente entre lo básico y lo rudimentario, entre lo primitivo y lo tosco, cabría deducir que quienes invocan de tal manera a la gente en la calle o al ciudadano de a pie, los tienen en verdad en muy mal concepto (de hecho, cuando Neustadt invocaba a Doña Rosa, señora común, lo hacía para postular una interlocutora imaginaria bastante falta de luces, un poco lela o bastante lela). Con lo que, no solamente practican muy a menudo un discurso sumamente elemental, sino que alegan, por si fuera poco, que lo hacen para parecerse a sus receptores (los que vemos, los que escuchamos). No conformes con infligirnos la chatura de lo que dicen (que es también, por necesidad, chatura en la elaboración de ideas), les achacan además la responsabilidad a las personas a las que se dirigen (pretenden que lo hacen tan sólo para ponerse a su altura).
No se sabe de dónde sacan que la gente común es así; ni se sabe de dónde sacan, suponiendo que fueran así, que tienen que parecérseles tanto. En las redes, notoriamente, cunde el descrédito de la buena expresión (se le imputa “superioridad moral” o “intelectual”) y de los análisis elaborados (la expresión “es más complejo” se emplea pero de manera irónica); las palabras a las que se recurre para decir criticar, cuestionar, reprobar suelen ser “putear” o “bardear”. Pero tampoco se sabe de dónde sacan los medios que tienen que reproducir a las redes (sus temas, sus modos). Ahora abundan los periodistas, los panelistas, los locutores, los animadores que se expresan en registros de planicie, cuando no, peor aún, de hondonada, por no decir de pozo ciego. Las malas palabras encuentran ahí una función primordial: la del mero insulto. Putear, bardear: hay programas que consisten en lo principal en que alguien se ubique frente a la cámara o frente al micrófono y se largue así sin más a insultar a quien decidan tomar como objeto, a quien decidan tomar de punto. Es la forma que últimamente ha adoptado el pretendido “discurso crítico”. Putear, bardear. Putear, bardear. El show del agravio se hace pasar por programa político y hace las delicias de las personas de temperamento agresivo, toda vez que se la agarren con alguno al que ellos le tienen encono. El insulto ya no incordia, ya no irrumpe, no se agrega; en el insulto la cosa empieza y termina, se presenta y al instante se agota, es lo único que cuenta, es lo único que hay.
Martín Kohan, escritor.
Anda dando vuelta tanto gil que se publicita escritor. Y Martín Kohan, tres libros de ensayo, tres de cuentos, diez novelas dice que en un sentido estricto nunca descubrió haberlo sido. Que su relación siempre fue con el escribir y no con el ser escritor, que para él eso nunca representó una ambición o un deseo.
Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires. Enseña teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la Patagonia. Cree que por haber elegido la literatura resignó un aprendizaje, integración, sociabilidad, disfrutes compartidos. Al estar tanto tiempo solo, leyendo o escribiendo, dejó que discretos pasaran por un costado.
Entre sus tantos libros se encuentran El informe, Los cautivos, Dos veces junio, Ciencias morales, Bahía Blanca y el último, de cuentos, Cuerpo a tierra.
En la infancia tuvo una perra: Yenny. En la adultez, un gato: Dumas. Kohan prefiere la ropa de Adidas, es fanático de Boca como su hijo Agustín y al acostarse, antes de quedarse dormido, implora que no lo atraviese el insomnio.
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