Tengo mis resquemores, no diré que no, tanto con uno como con otro: tanto con Oscar Ruggeri como con Ricardo La Volpe. Con uno porque se fue justo ahí adonde no hay que irse, con el otro porque se obcecó justo cuando no había que obcecarse. Pese a eso, o quizás por eso mismo, me detuve a escuchar con el mayor interés la discusión que hace un tiempito mantuvieron en la televisión, y que encontré para mi suerte en el archivo infinito de la red.
Estaban dadas en principio las condiciones ideales para otro estéril empantanamiento de voces como los que imperan habitualmente en los medios de comunicación, para el sólido callejón sin salida del hablarse sin escucharse y refutar sin saber qué se refuta. Porque La Volpe, sin caer en la necedad de negarles méritos a los campeones del ’86, volcaba su preferencia hacia los campeones del ’78, en cuyo plantel revistó; y Ruggeri, sin caer en la necedad de negarles méritos a los campeones del ’78, volcaba sus preferencias hacia los campeones del ’86, cuyo primer equipo integró. ¿Había acaso otra alternativa que la que hoy por hoy rige casi por doquier: el espectáculo aplanado de la autoafirmación solipsista bajo un riguroso pasar por alto lo que el otro dijo o está diciendo? Parecería que no. Y sin embargo, no fue así. Pasó otra cosa.
Es cierto que se encimaron, es cierto que se interrumpieron (y derivaron en el infaltable: “Dejame terminar”). El Zoom, hay que decirlo, no ayuda en estos casos. También es cierto que se chicanearon y que recurrieron a la ironía displicente, no para replicar, sino para esquivar las réplicas (es hoy su uso más común). Pero a diferencia de tantos otros enmarañamientos mediáticos, en los que los aparentes interlocutores se descartan en verdad mutuamente sin enterarse para nada del otro, aquí sí se produjo de pronto ese objeto tan deseado: la discusión.
Surgió este asunto: la línea de tres. La Volpe la desmintió: dijo Clausen, dijo Garré. Ruggeri la reivindicó: dijo que después Brown de líbero, Ruggeri y Cucciufo de stoppers. La Volpe alegó: contra aquel equipo del ’78, la línea de tres, inviable; porque Houseman y Ortiz, porque Ortiz y Bertoni. Ante lo cual, Ruggeri apeló: no siempre Ortiz, a veces Valencia. Y así estuvieron un rato. Es decir que lo lograron. Lo lograron: discutieron. Argumentaron y rebatieron. Razonaron, alegaron, esgrimieron, replicaron. ¿Para ponerse por fin de acuerdo? Para nada, más bien lo contrario: para poder mejor discrepar.
Entiendo que hubo al menos dos factores que incidieron para que eso pudiese pasar. Uno es que cada cual se propuso, no sólo tener razón, sino además demostrar que el otro no la tenía. Y para eso no le servía ningunearlo, desconocerlo, falsearlo, distorsionarlo, acallarlo, anularlo; para eso era preciso tomar lo que el otro decía y proceder a su desarticulación. El otro factor es que a ninguno de los dos le venía bien quedar como un ignorante del fútbol; los dos saben y querían probarlo: quién jugó y de qué manera, cuándo y cuánto, con qué variantes. Decir cualquier cosa con tal de imponerse al otro, como se estila, no les resultó conveniente; zanjar la disidencia a golpes de socarronería vacua, tampoco podía satisfacerlos. Los dos saben y los dos lo saben. Y cada cual se propuso demostrar que el otro estaba equivocado.
El asunto, en ese rato, funcionó. Brilló en la pantalla, mientras ese rato duró, como brillan las excepciones a la regla.
Una respuesta
Pablo
Que simpleza para explicarlo, es escuchar los argumentos del otro y desarticularlos con otros superadores,sano ejercicio que no es muy frecuente.