
Todos con barbijos, esperando en largas filas, cuerpos distanciados. Desde la banca on line que limita las operaciones posibles, pasando por el portero que regula la entrada dispensando alcohol en gel, hasta los pocos empleados que circulan, todo nos interroga en tanto es novedad.
La sensación de displacer había ido creciendo antes, cuando en el camino habitual para llegar al banco me había cruzado con algunas personas que veo a diario, tan irreconocibles como yo para ellas. Cuando al fin me atendió la única cajera humana, me contestó lo previsible: “no se puede”. Debo admitir que en este caso el barbijo fue una ayuda, porque revelar un gesto de contrariedad no hubiera colaborado y –si bien los cajeros automáticos tienen la ventaja de soportar impasibles las reacciones de furia– me sentía agradecida por no estar ante uno de ellos. Debía ponerla de mi lado, –los empleados siempre conocen alguna razón que nos es velada por las máquinas–.
–Volveré –respondí, segura de que se me estaba negando un derecho que me correspondía.
En el regreso crucé a un amigo. Bromeamos por cómo nos veíamos e imaginé una sonrisa virtual. Mientras caminaba, recordé las clases de filosofía: el término “persona” deriva de “máscara” en referencia a las máscaras que cubrían el rostro de los actores en la tragedia griega. Aunque esta máscara que representan los barbijos nos iguala –todos somos vulnerables–, contrasta con el significado que se acepta hoy en día, que supone que una persona es ante todo un individuo y su subjetividad.
El gesto, la necesidad de expresarse, el abrazo, el toque en la piel, todo eso suprimido. Todos potenciales asesinos de los otros. Pienso en mi amigo sordomudo que me escribe mensajes, en que si nos cruzáramos frente a frente no podríamos comunicarnos con gestos como lo hacemos siempre y la sensación toma un nombre, es angustia. Hacemos la mímica del abrazo, nos acariciamos con palabras escritas y gestos que nos llegan por los mismos medios que desbordan de noticias atemorizantes, estadísticas, testimonios y versiones de confabulación. Cada uno se entrega o se niega a esos estímulos, según su criterio y los separa o no según su posibilidad.
Un pedacito de cielo que se ve por la ventana, el gato que se nos enreda entre las piernas o la brisa que golpeó los postigos no alcanzan para recordarnos lo que potencialmente nos diferencia: la capacidad de discernir. Nos falta ese otro contagio: la empatía que nos despierta una simple sonrisa, la palmada, la ternura, porque todo está reducido y no sabemos leer por encima del barbijo, ni acertamos con la sola intuición. En forma inusitada se cayeron los telones, el mundo se volvió real y se develaron los hilos que nos manipulan. Miedo, miedo, miedo. De perder la salud, perder el trabajo o perder la vida. Quedamos aislados, alejados y obligados, y por si fuera poco, todo debemos aceptarlo, por nuestro propio bien y el bien común. Hoy la servidumbre lleva tapabocas.
Con lo del banco –no soy de darme por vencida– pasados unos días, retorné. Iba con la misma petición, pero ahora muñida de otros recursos. Como la vez anterior fui con turno, hice la cola, recibí el alcohol en gel y tuve que esperar. El plan B de esfumó enseguida porque el gerente no estaba, los cristales transparentes mostraban la oficina vacía. Mi enemigo interior trabajaba azuzando un sentimiento de odio del que no me sentía inocente, con lo que los planes C y D comenzaron a vacilar. El cliente que estaba antes que yo también parecía tener problemas, porque los minutos pasaban y lo escuchaba detrás de los paneles alzar la voz. Los otros clientes, como yo esperaban, dóciles, iguales.
Si hay una ficción está en la espera, en el tiempo que tome encontrar una salida. En tanto, parafraseando a Giovanni Papini: tenemos un solo enemigo y lleva nuestro mismo nombre, porque aún para los que están solos, eso es estar con alguien. Según cada quién, la experiencia se transita de distintos modos, pero en general supone un gran esfuerzo para el que no estábamos preparados. Las consecuencias no se distribuyen de igual forma, en la fila del banco muchos son cadetes y ancianos sin compañía.
Cuando me tocó el turno y me atendió la misma única cajera humana de la vez anterior, verificó en los sistemas y me contestó: “esto sí, pero esto no”. Debajo del barbijo esbocé una sonrisa: no había cedido a la rebeldía de generar un incendio y había logrado el cincuenta por ciento, una pequeña victoria. Está bien que eso me obligaba a volver. Otra vez se imponía un tiempo de espera y una nueva incógnita.
Acaso para quienes han dado en definir a este tiempo como a un túnel valdrá la pregunta, ¿habrá una salida, o tendremos que acostumbramos a vivir en él? Unidos como nunca al mundo ante algo que es igual para todos, no sabemos qué se gesta detrás de cada máscara. Mientras pocos años atrás se denominaban Anónymus a los grupos de afinidad sin cabeza visible para organizar acciones de protesta y eludir la represión, hoy, la presunción es que detrás de la mayoría de las máscaras que nos hacen anónimos, predomina el desconcierto.
El peligro de que la atención común viva de la novedad, es que con la repetición todo se hace costumbre. Aquello que obliga a cumplir las generales de ley funciona como una máquina, tanto como el cajero automático o el respirador que eventualmente nos sostendrá vivos más allá de nuestras propias fuerzas. Por eso no para todos, pero para quienes sea posible advertir cuáles son los hilos que sujetan, hay una nueva demanda. Nos debemos una nueva invención.


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2 Respuestas
Ricardo Fantino
Muy lindo!! Me atrapo el relato. Gracias Elsa. Hasta el próximo
Gabriela
Muy lindo !!!!!