EL PROTOCOLO

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Una ficción sobre la cultura de la cancelación

En la búsqueda de la paz absoluta había sido prohibido cualquier tipo de agresión verbal entre los miembros de la comunidad. El insulto mismo fue declarado delito, así como la ironía y el sarcasmo. Las penas ascendían hasta el mes de reclusión por el insulto que incluía en su categoría hasta el impersonal ¡mierda!, es decir, los insultos indirectos eran también castigados porque se presuponía que el otro, aunque no explícitamente aludido en la gramática, podía sentirse referido y ofendido por la puteada. Para eso, se desarrolló un implante coclear que, ante la percepción de la secuencia fonemática y su coincidencia con alguna de las palabras prohibidas, enviaba un reporte a la central receptora de cada dependencia policial con los datos del delincuente y el término proferido. Ante la llegada del reporte, la patrulla más cercana en zona se acercaba hasta la localización del implante y realizaba la captura correspondiente.

Los primeros tres años luego de la puesta en marcha del protocolo fueron tiempos de una inmensa cantidad de reclusiones, a tal punto que hubo de utilizarse las cárceles para delincuentes regulares y así poder mantener en funcionamiento el protocolo de paz ciudadana. 

Luego de los tres primeros años comenzó un descenso importante de los linguadelitos y las estadísticas dejaban entrever un éxito asombroso del protocolo.

Seis años han pasado desde que Friederich recibió el implante coclear, claro está que no se trató de una elección. A causa de unos cuantos arrestos por discusiones domésticas y de tránsito se pasó algunos períodos en soledad y silencio. Las cárceles para linguadelitos estaban conformadas de pequeñas celdas individuales, de ese modo, parte del castigo era la imposibilidad de hablar con otros, incluso más, los carceleros tenían prohibido dirigirse con palabras a los linguadelincuentes. En los primeros años de la implementación del protocolo se castigaban con pequeñas descargas eléctricas en el cuello si los delincuentes lingüísticos pronunciaban palabra alguna durante su encierro. Bastó un año para que algo de cordura y humanidad eliminara aquella medida.

Friederich llegó a desarrollar una técnica infalible para evitar decir las palabras prohibidas. Cerraba los ojos en el momento en que sentía que su pecho latía al ritmo de su corazón y que los puños se le tensaban, luego apretaba los párpados y con una fuerza ganada con férreo entrenamiento empujaba el mentón hacia abajo ocluyendo el paso del aire. Ese movimiento lo desgastaba de tal manera que, habiendo perdido las fuerzas en obturar la maladicción, perdía completamente las ganas de proferirlas. Ante estos hechos, claro está que la nosología médica tuvo que ampliar sus manuales diagnósticos ante la proliferación de extrañas afecciones en la garganta cuando la técnica de Frederich se extendió por la ciudad…

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Esto puede ser una ficción, pero su carácter ficcional no le quita su consistencia real. Es también una parodia de nuestra miseria actual, un efecto paródico de la cultura de la cancelación que a su vez es subsidiaria con la extendida posición del ofendido que no soporta siquiera la presencia de la diferencia que propone la otredad.

Recuerden ese oracular capítulo de Black Mirror en el que, ante una mínima discusión, diferencia de opiniones o enojo, alguien podía bloquear en imagen (verlo pixelado) o en audio (escuchar un balbuceo indistinguible) a otro. Toda una versión futurista de la cancelación con un revoque que matiza la violencia ejercida en la cancelación misma.

¿Acaso estamos ante una tendencia cuyo horizonte de eliminación total de la agresividad (aún bajo las formas de la risa, la mirada y el chiste) se pone en marcha con el mecanismo más agresivo y deshumanizaste que existe? Quiero decir, quitarle la palabra, o todo su valor de palabra a lo dicho por alguien, lo cual se le asemeja bastante. Ese quite, esa sustracción, ¿no supone justamente un ejercicio de la violencia? De ser así, la violencia tiene un margen imposible de eliminar. Hagamos un pequeño desvío: la potestad del estado en obligar a sus ciudadanos (con o sin el recurso de la coacción física como es el uso de la fuerza policial) es justamente un uso reservado del ejercicio de la violencia. En ese sentido, si el Estado no pudiera obligar tampoco podría ofrecer libertad. Ahora bien, en este caso, y los juristas lo podrían decir mejor que yo, fuerza física, ley y garantías procesales forman un triángulo cuyos elementos se anudan entre sí jugando al contrapeso.

Martín Kohan, en su último artículo “Sobre el estado de las cosas” alude a la Santa Inquisición (aquí no funcionaría el triángulo mencionado), que en nombre del bien, de la moral y de Dios se adjudicaban el ejercicio monopólico de la violencia hasta sus últimas consecuencias: decapitar, pasando por estados en donde se obligaba al acusado a sustituir sus palabras (las que ofendieron a la iglesia) por otras que se congracien con ella.

Lo que se ve, más allá de la diferencia de las formas, es la repetición de las mecánicas ejercidas en nombre de la justicia —divina o social, ya no importa— que se sirven de un ejercicio más severo (y menos regulado) de la violencia que se pretende erradicar.

Mi abuela, depositaria de una sabiduría tan intuitiva, decía a veces con desazón: “Golpeando no se enseña a no golpear”.

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