LA MÚSICA DE LA PATRIA

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Ojalá lo hubiera soñado, escribe. Pero sucedió. En un tiempo difícil. Todos fueron tiempos difíciles en este país del diablo, piensa. Esto sucedió en uno de tantos tiempos difíciles, escribe. 

Cayetano, sentado de frente a una ventana, está en uno de esos pueblos que a nadie le importa. Y a él ya nadie lo respeta como antes. Escribe porque decidió irse. 

Iba en un carro tirado por la camioneta. Lo vi, escribe. Estaba él en ese sueño, o en ese otro tiempo difícil, y era un cadáver en el carro. Restos de huesos como cascotes de tierra, escribe. 

Un pequeño grupo de gente lo ubicó y lo devolvió al pueblo, más que nada por el gusto de tener una reivindicación histórica para ellos. Estaba en Rosario, enterrado sin identificación. La policía se había negado a darle cristiana sepultura por negro y por músico. Lo devolvieron como entregando un nombre, y la banda municipal entonó la marcha de San Lorenzo durante el entierro. Las vacas la silbaron, escribe. Lo vi.  

Cuando, años atrás, un arte modeló la patria, ningún puño fue del negro compositor de las fuerzas del orden. Pasaron décadas desde la tarde que tocaron su marcha en el convento, y Cayetano todavía no recibió nada. No le importa el reconocimiento público, ni la consagración institucional. No la vida que lleva.  

Cayetano está al fondo de una casita más bien común en un pueblo con cereales, algunos animales y una monotonía de almaceneros pérfidos y de profesionales rencorosos. Espera, Cayetano, que el sol se venga de una vez abajo y le avisen desde la cocina que está lista la sopa. 

Si fuera por él, se perdería para siempre. Se escaparía de ese pueblo donde solamente escucha los compases de la marcha. Camina hasta la mesa de trabajo y levanta unas partituras. Las observa y las devuelve a la mesa. A esas no las llevaría. Se asoma a la ventana: el tapial es bajo, tendrá dos metros, si se descuelga de a poco, caerá solo unos centímetros, es algo que todavía puede hacer. 

Iba a volver al Ejército, de eso estaba seguro, escribe. Que lo esperaban con honores por ser el gran creador de la música más perfecta para la patria. Y que volvería a ejecutarla ante la gente de la ciudad. Fue por negro, escribe. El escándalo se les subió a la cabeza. Y lo despreciaron como a un negro, escribe. 

¿Y quién le va a venir a decir algo a él? Apoya las manos en la ventana y se asoma. Por el tono naranja, deben ser las siete. 

Cayetano se guareció como si llevara un muerto a cuestas. Se sienta con el violín y toca. Pero ya no es como antes. En nada se parece a las noches en que las que era uno más de los criollos. Ahora sostenía el peso de una muerte y tenía que ponérsela al hombro para demorarla un poco.  

Estaba más bravo que de costumbre, y todos decían que era por la bebida, negro borracho como todos, por más que fuera de la policía. Y que digan nomás. Porque él sí que hizo por la patria, escribe. 

Lo que a Cayetano le pesa es que con el violín ya no sea lo de antes. Oír, se dejan. Estridentes, suenan. La voz, la del gran jefe. Y su negro. Cayetano mira el fragmento de pueblo que deja la ventana, y se retuerce las orejas: ¿quién le iba a decir algo a él, que escribió la marcha? Si él tocó la patria, ¿quién se animaría a decirle algo? 

Al lado de la ventana, Cayetano ni cuenta se da si escapa. Nadie se va a dar cuenta si se escapa del pueblo.  

La marcha venía con él desde hacía rato. La hizo en el prostíbulo de Elortondo. Con caña y violín. O antes, en Montevideo. Los años con la guitarra y un bandoneón. Tenía siempre ese sonido en la cabeza.

Un día de octubre, sonó. La marcha del negro Cayetano y los muros de corceles y de aceros. Los presentes dijeron que era la gran marcha del Ejército y dispusieron, ahí mismo, que en adelante todos los argentinos la aprendieran desde la más tierna infancia. 

Sucedió, lo vi, escribe. 

La música de la patria, la marcha del negro Cayetano, repite contra la ventana. ¿Y quién le iba a decir, a él, ahora que todos se le ponían en contra?  

No quiere pensar en Filomena. Esa noche que ante ella tocó la marcha, estaba eufórico por haberla encontrado al fin. Desde el borde de la ventana, prefiere pensar en otra cosa. Siempre fue mejor pensar en los barcos del Brasil, escribe. 

El buque navegaba las costas brasileras, y la banda tocaba para someter las horas de mar abierto. Se improvisaba a gusto en esas borracheras, escribe. 

Cayetano logró que sus compañeros de armas obedecieran su ritmo y lo aplaudieran. Y hasta los hizo bailar. En cada lugar donde estuvo, consiguió instrumentos y armó una banda. Enseñaba valses, cielitos y pasos dobles. Le gustaba seguir con el violín al que recitara. Iba al boliche para tocar, escribe.

Le sentaba bien ser un adiestrador, ser quien marca las pausas y hace elásticas a las manos torpes que reciben el instrumento como una sanción. El violín descifró las partituras de la guerra, escribe.    

Esa mañana hace frío. Se termina octubre, pero igual hace frío en las barrancas. Si antes lo soñó, esa mañana igual es única e irrepetible. El pico del campamento y la cruz recortada en el celeste, con el presidente Roca, todos los señores de Estado y los notables de la región, escribe.

Tenía frío los huesos, Cayetano, cuando sonó la marcha. Pero de eso pasaron muchos años y ahora la luna está caliente. ¿Y a él quién se lo iba a decir? Si esa mañana él vio al sol alzarse contra el convento. Y escuchó la voz del gran jefe y a la carga el negro Cayetano su arrojo compositor de la música de la patria. ¿Qué le iban a decir a él? 

Cayetano le escribe a Sánchez para contarle que tiene lista la música de la obra que le pidió, y que se la va a mandar en breve. Le pregunta sobre la situación en Rosario y de las huelgas en las fábricas y del obrero Budislavich que asesinaron en las refinerías. Le tienen pánico a la nueva clase que llegó de afuera, escribe. 

¿Y a él, que vino del Uruguay? Él, que recorrió el país y le puso música a la idea de patria. La ciudad le parece un recuerdo lejano. Le escribe a Sánchez que está ansioso de viajar a Rosario para la presentación. 

Cayetano especula que, si no hubiera ido a la escuela de Berutti, nunca hubiera salido de San Carlos. Entonces el regimiento de Rosario desaparecería de la historia, pero tampoco estaría Filomena. No hubiera existido la Rondalla, escribe.  

Solo ahí encuentra algo de nostalgia: los desfiles del carnaval de 1900. Cayetano piensa que, si no hubiera ido a la escuela de Berutti, estaría disparando a mansalva contra los obreros. 

¿Y retrotraer el camino hasta San Carlos? Refugiarse allá, donde el ruido de la marcha no lo ensordezca. Cayetano corre la cortina y escupe un gargajo.  

El violín era un ser vivo en las manos. Posaba el mentón y respiraba con las oscilaciones. Eso era antes. El negro Cayetano piensa que Benielli le tomó el pelo al hablar de Cabral. 

Como polvo, la marcha se espació por el mundo. Hasta los enemigos de la patria la tocaron. Para todos, Benielli era el autor, porque colocó una letra y habló de la batalla del general. Y Cayetano cree que las letras de Benielli no supieron interpretar su composición y que la gente en la ciudad sabría diferenciarlo.   

En el pueblo, al principio, lo veían en el boliche y le pagaban unos tragos porque era del Ejército. El negro Cayetano, el que compuso la marcha que tocaron en el convento de San Carlos y era amigo del ministro de Guerra. Ahora nadie dice nada. 

Ahora el sol se clava desde la ventana y el negro Cayetano corre la cortina y mira los troncos del patio. Está decidido a irse bien temprano como un forajido. Llevar algunas partituras, dos prendas de ropa y el sable que Madariaga le regaló tras escuchar la marcha en Santa Fe. 

Cayetano le escribe a Sánchez que está activo y que en los campos se le hace tedioso y que la gente es despreciable y que lo espere que pronto va a estar por allá. 

Y ojalá hubiera sido sueño, escribe. La luna se afirma en lo alto del convento. Cayetano trepa el muro con dificultad. Se descuelga con sus brazos estirados. Arrastra el mismo peso que arrastró desde siempre. Barretea una puerta para ingresar, camina hasta el altar y se inclina. Tararea la marcha. 

Antes de desvanecerse, siente un pinchazo en las rodillas y los tobillos. Lo absorbe la pesadez del ambiente y es como si otro cuerpo se hundiera en su cuerpo. Llega a verse escapar hacia un horizonte sin sonidos. Lo trasladan a Rosario para curarle las quebraduras y lo ponen a morir en una cama. Eso sucedió, no fue un sueño, escribe. Lo vi.    

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