
UN SABER SIN MEDIDA (LO CUAL NO ES “MUCHO SABER” SINO UN SABER INCOMPARABLE)
“Dios es un concepto a través del cual medimos nuestro dolor” (“God” John Lennon)
LA ANSIEDAD ES UN ESTADO DE GUERRA
Ella cree que hay algo mal en su comportamiento con los hombres. Cree que, en el fondo, toda esa libertad que hoy la pone lúcida, alegre y satisfecha, toda esa vida social que se apura a vivir, no es “correcta”, no debería ser así. Piensa que vive ahora con una intensidad que no es la que debería vivir una chica. En el fondo de su ser, toda esa vida social que hoy tiene después de haberse separado de un novio con el que estaba triste y aislada, insatisfecha y depresiva, es provisoria y que, en definitiva, todo eso que se apresura a vivir, casi con tintes maníacos, está causado en la certeza (suya) de que la próxima relación con un varón será en la misma tónica que la anterior: estar con un varón, para ella, es volver a resignar su vida social y laboral, y cumplir con los deberes a los que deberá entregarse tal como si la esperara una jaula y solo le restara un tiempo vacacional y limitado, un “franco” del servicio militar, para vivir como ella desearía: allí radica su ansiedad. Solo concibe la relación con un varón en términos de insatisfacción asegurada, y resignación amorosa de compromiso: tal como una esposa dada como parte de un acuerdo entre clanes o instituciones.
Un chico, muy joven, adolescente aún, se preocupa por el futuro. ¿Qué será? Se pregunta, pregunta que se le impone con la fuerza de una ansiedad que deriva en angustia. ¿Qué será? O ¿Qué será de mí? Palpita la muerte en una pregunta cuya respuesta, compulsiva e inconsistente –no tiene certeza alguna para responder eso– lo deja sin ganas, lo vacía de deseo, le saca la posibilidad de estar alegre. La certeza, cuando es imposible, es la negatividad: lo peor siempre puede pasar, no así el esfuerzo civilizatorio que domina la pulsión y la transforma en una fuerza de índole social, al menos en parte importante (otra precisa de la satisfacción directa, sexual). Cuando alguna alegría lo transita, con su carácter impensado y fuera de toda obsesión por el futuro (el cual deja de serlo en ese aluvión de pensamientos que lo ocupan) entonces sobreviene algo que lo arruina a modo de castigo, una suerte de reproche que lo toma y lo regresa al estado de alerta, como si estuviera en medio de una guerra en la que el pecado fuera la relajación y lo que sobrara fuera el sujeto del deseo. No es funcional –obviamente, ya que el deseo siempre tiende hacia el Otro (y sus representantes, los “pequeños otros”) y la guerra es la expresión mayor del “sálvese quien pueda”, la manifestación atolondrada y de huida, desesperada y pueril, del individualismo en desbandada. La conciencia, como expresión más elevada de lo humano, y del reconocimiento del que es capaz, instrumento pleno de la tendencia civilizatoria, apenas si es el reflejo de una liviandad que se transforma en alegría, la conciencia no carga con el peso de la memoria inconsciente. La conciencia es una fugacidad que no pretende llevar el mundo sobre sus hombros. El inconsciente, en cambio, carga con una “pared” de sentido cuyos escombros, al desprenderse, aplastan al sujeto, efecto siempre ocasional que se libera de la muerte (porque la muerte, en definitiva, la única muerte de la que podemos anoticiarnos, es la de la memoria de los muertos o de LO muerto. Podemos perder la vida o la oportunidad de vivir queriendo resucitar lo muerto. Incluso lo que ya no somos).
En ambos casos, tomados a modo de ejemplo –lo cual no nos evita generalizarlo– está presente una intención: la de referir la realidad a una suerte de medida o de patrón respecto del cual orientar el comportamiento, las decisiones, las expectativas… parece que no pudiéramos vivir solos, sin esas referencias que nos organizan como escolares tratando de aprobar exámenes y promociones de año. Tanto la expectativa de “llegar” a los objetivos como el deseo de liberarnos por un rato, nos ponen frente a la idea de que la alegría sólo advendría a merced de sacarnos la lotería. Amargura estadística asegurada.
La alegría está fuera de las trincheras, en el reconocimiento del modo en que el cuerpo no se reduce al “ser vivo” sino que vive en la colectividad con la que se relaciona, cuyos miembros –sean de este tiempo o no– están incluso fuera de la memoria. Hay que declarar la paz, salir de la guerra individual, biologicista, salir del encierro al que nos llevan creyendo que el cuerpo es apenas un amasijo retorcido de carnes y huesos conectados a cables que algún día serán de terapia intensiva.
Esto refuerza el carácter trans-yoico del cuerpo libidinal –el que nos interesa a los psicoanalistas– y también el hecho de que el inconsciente es un “estorbo” que hace de la conciencia su objeto. La idealización del inconsciente por parte de algunos terapeutas e incluso quienes no lo son, que lo ven como una especie de “alforja de verdades” a develar, no hace más que melancolizar la práctica en un ideal imposible, como si se tratara de la búsqueda de un tesoro cuyo hallazgo resolverá su vida definitivamente. Esa melancolía de la praxis psicoanalítica, toma por asalto y por objeto a la vida, la parasita con un sinfín de palabras y de lenguaje, de un blablá masturbatorio, hasta que la recubre de telarañas y sábanas raídas. Impide la alegría, la felicidad de vivir.
PSICOANALISIS: POETICA del saber hacer con la VIDA
Así como la hipocondría o la sensación hipocondríaca es una enfermedad del individuo, cuyo aislamiento retrae la libido de su cuerpo al punto de reducirla a una mera energía de continuidad funcional, organicista y autopensante (porque uno de los órganos de retraimiento libidinal es el cerebro o “la mente”, si se quiere), del mismo modo el psicoanálisis, como ciencia, solo podría serlo en la medida en que las palabras –en lugar de ir hacia el centro de su posibilidades– que claramente es el sentido –deben ir hacia el exterior, hacia los límites de la significación. Esa es la lógica de la poética. La que recupera la infancia, en tanto ésta es el “trauma”, las derivaciones del encuentro del ser vivo con el deseo del Otro. Esto quiere decir que en ese alojamiento el individuo “adivina” que –lejos de autogenerarse como éste tiende a creer– su origen está dividido entre la necesidad y el deseo. Esto significa que la operación del individuo es siempre aplastar el deseo hacia la necesidad, porque el individuo “independiente” y “autónomo” –que lo es por definición– se puede procurar el alimento (o su fracaso para conseguirlo) pero el deseo no es sin el Otro. Esa contradicción le resulta insoportable, y el Otro le resulta un abismo hacia el que no quiere ni aproximarse. El aislamiento es la respuesta y la ansiedad el signo de su amenaza. Busca desesperadamente aferrarse al sentido, aunque éste venga de la mano de alguna pastilla tranquilizante. La poética que el psicoanálisis significa como praxis implica la asunción del riesgo de aproximarse hacia el sin sentido para arrojarse un poco a la novedad de una significación que cambie la vida, fuera de los lugares comunes en los que el individuo se parapeta cual si estuviera en una guerra.
Por eso la hipocondría es la enfermedad del individuo, que en su necesidad (que se aproxima a necedad) solo puede asumirse como un conjunto de órganos ensamblados “asumido” de su temor al envejecimiento y obsolescencia. La “máquina” del cuerpo plasma en la tendencia hipocondriaca ese temor a quedar “fuera de línea”, pero de la línea de montaje en la que el individuo es autónomo, y es “nadie” a la vez, un anónimo por definición, cuya singularidad fue hecha a un lado como tema y como interrogación.
El psicoanálisis es interrogación del sentido, y rechaza el inconsciente que lo coloca como un “a priori” en moldes como el del Edipo o el falo, con el que aún algunos interpretan como en una feria numerológica, o por los signos del zodiaco. Se trata de ese tipo de inconsciente “informativo” que no es el de la infancia, sino la parasitación del lenguaje que actúa sobre el individuo como si éste fuera un receptáculo de basura, de sobrante, una especie de bolsa con un reservorio de información que se suele confundir con algo “propio”, y sin embargo es completamente implantado. Es como una suerte de memoria RAM de navegación que va juntando los restos de una recorrida en vano, redundante. La infancia es otra cosa, es lo que se le sustrae, y por lo general, se tiende a ser taponada, aplastada e incluso olvidada debajo de toda esa información inútil. Los analistas pueden llegar a perderse en el marco de ese reservorio de memoria inútil, memoria sin cuerpo, basura suelta que el individuo “imanta” en la “necesidad” de abroquelarse para hacer consistir la ilusión de su autonomía.
La ansiedad es efecto de la desconexión con ese cuerpo que no se desliga del otro, el que “reconoce” sin palabras su procedencia del Otro y de su deseo. El “ansioso” corre una carrera imposible contra sí mismo, detrás del armazón del individuo, soñando con pagar todas las deudas y deshacerse de todos los lastres que, en verdad, son los que le dan peso a su vida, su cuerpo.
La “necedad” yoica del ansioso está siempre tras “la medida”. Dar la medida es el principio lógico de todas sus acciones. Por supuesto, no lo logra, en la medida en que los objetos de los que se trata no se miden. Simplemente es una estrategia de dominio, frente a la que, además, pretende hacerse el santo.
DAR LA MEDIDA
Un hombre joven vive angustiado, deprimido, porque cree que todo lo que hace o dice está sometido a una suerte de examen o evaluación: si se juntó con sus amistades, siempre hay algo que tiene que “aprobar”: sea algo de su trabajo o su vida afectiva, todo, absolutamente todo, parece estar atrapado dentro de una lógica de evaluaciones que él proyecta manipulado por sus amistades. Su vida social está tomada por la competencia y la comparación. “Dar la medida” sería la gramática que ordena todo el sistema simbólico en el que él habita, una medida cuyo patrón es desconocido o imposible de establecer, y eso es exactamente lo que lo “enloquece”. Ese objeto que se le escabulle en la medida en que más lo quiere retener, no se somete a ningún criterio de administración “eficiente” en los términos del sistema de producción y maximización de la ganancia –algo que rige la vida no sólo de las empresas, sino de las personas, los “individuos”. En definitiva, cuanto más “individuo” pretende ser, peor es para su ansiedad, y lo que se da en llamar su “salud mental”.
El individuo “vive” en una permanente negación de las diferencias porque la estructura subjetiva de ese mismo sistema de maximización de la ganancia no las admite: tiene y funciona mediante la estructura de la iglesia o el ejército, en la que las diferencias son asimiladas a la masa en pos del objetivo productivo, y a esa acción de conjunto, o en “avatar” con las acciones del liderazgo. La hipnosis está fundamentada, justamente, en el sostén de la ilusión de que el líder es “la medida de todas las cosas”. Y estas “cosas” son las que atañen al funcionamiento de la realidad.
Por lo que la ansiedad, en el fondo, es aquel efecto que se produce en la desesperación por sostener al líder (sea una persona, una idea o cualquier tipo de objeto en ese lugar), pero cualquiera que afronte la vida se da cuenta que es imposible. Afrontar la vida en sus apremios y complejidades, hacen caer las ilusiones de totalidad, incluso apelando a la “argamasa” del sentido, ahí donde se duermen todos, pero no por mucho tiempo. (o tiempo indefinido)
La necedad cae sólo cuando el sujeto se libera del individuo, y plasma sus efectos de caída y de apertura. El “pegamento” del sentido, esa forma religiosa de la unión que borra las diferencias dentro de su sustituto “laico” que es el “sentido común” (forjado hábilmente por los medios de comunicación) pierde efectividad cuando se lee algo de lo que para el individuo es sólo ansiedad y desesperación: un saber que, imbricado a la vida o a lo que para ese sujeto aplastado significa vivir, se siente como una novedad: ya desalienado de las indicaciones, las medidas y las instrucciones acerca de lo que es vivir. Sin ya desesperar ni ponerse paranoico por “dar la medida”.

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