Por mucho tiempo consideré que el miedo se trataba de un objeto. Un algo que estaba ahí, rondando, emergiendo. Evaporándose. Siempre listo para volver luego de haber sido vencido. Detentor de una fuerza todavía y, siempre, más enraizada que yo. Un ente autónomo. Consolidado a su voluntad. Mutable y atemporal. Maleable y con capacidades precisas para el camuflaje. Como los gatos cuando se hacen líquidos.
Cierta vez se me hicieron impensables los canales de escape. Me encontraba en una situación en la que, en parte por agotamiento, en parte por curiosidad, me adentré en los fuertes latidos que me inundaban.
Intuí morir o ampliarme. El cansancio era la consecuencia del repliegue.
Entonces vi al miedo inflado, como si creyera tener razones por fuera de mí.
Nuestra distancia ahora era duda.
¿De dónde provenía esta indiferencia de observador? En ese momento recordé las veces en que el miedo me salvó.
Pensé también las veces en las que el miedo no me salvó. Esas veces en que fue insuficiente, o aquellas en que siquiera estuvo presente.
Pienso: “temerle al miedo es matar al mensajero” y se me ocurre que un vehículo sin frenos duraría poco.
A veces el miedo llega tarde, como queriendo arreglar su falta.
Lo veo pequeño y enojado. Con lágrimas de rabia. Pequeño y vulnerable miedo con coraje. Como yo de chiquito.
Ahora veo al miedo con ternura y me dan ganas de abrazarme.
Deben haberlo molido a palos para encontrarse así. Un miedo con secuelas.
Cuando uno piensa en traumas, podría imaginar por definición, una fuerza inmetabolizable para el aparato psíquico, que impacta de tal manera que sus defensas se ven doblegadas. Un exceso que rompe. Un organismo que no puede.
Pero al indagar en los traumas en primera persona, nada de eso se muestra con simpleza. El recuerdo es negador. Las defensas ya se han reorganizado. Nada fue para tanto. Una danza cíclica entre el desafecto y la repetición. También entre la parálisis y el dolor. Un llanto ahogado, muchas veces sin sonido, lágrimas ni imágenes.
Como una vida sin cuerpo. Un espectro.
El pequeño miedo odia los fantasmas porque le disputan el cuerpo.
Yo, el tercero, a veces soy el cuerpo
A veces soy el miedo
A veces soy el trauma.
Exequiel Maffei es Psicoanalista, músico y escritor entrerriano. Ha publicado en 2017 “Relatos de una mente abierta”, un libro de reflexiones y cuentos.
Desde el 2015 ha publicado seis álbumes como compositor y músico solista.
Actualmente reside en la ciudad de Tandil donde se dedica a la atención clínica y la coordinación de talleres a la par de sus actividades artísticas.
Dejar un comentario