Notas sobre la maternidad / Lucía Sbardella

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I

La letra de Inconsciente colectivo tiene una de las ambigüedades más hermosas del cancionero argentino: Mama la libertad/ siempre la llevarás/ dentro del corazón

Cuando la cantan, ni Charly García ni Mercedes Sosa diferencian la acentuación de “mama/mamá”.

Además de ser la primera de muchas, la palabra “mamá”, por sí misma, es maravillosa. Un sustantivo que contiene la potencia de su verbalización:

Mamá, la libertad (nuestra madre, la libertad).

Mama la libertad (mamar la libertad).

Lucidez poética la de asociar la libertad con el seno materno. En cualquiera de las dos formas, la canción es una solicitud a nuestro lugar de origen. Cada vez que nos fuimos, mamá es el lugar adonde volver.

II

Una de las épocas más sombrías de Argentina, dio lugar a una figura histórica: las Madres de Plaza de Mayo.

El lugar en donde se gestó la independencia argentina, su libertad, se llama Plaza de Mayo.

III

Hace varios días me vengo haciendo la misma pregunta: ¿qué es una madre? Y una de las imágenes que se me aparecen es la de las madres de plaza. Recuerdo la primera vez que las vi, tenía 19 años, y pasaba la plaza corriendo porque llegaba tarde a la universidad. Era jueves, el tradicional jueves de ronda. Ahí, a lo lejos, andaba en primer lugar, liderando el círculo de mujeres, una señora gacha, con bastón, caminando contra las duras penas (y no “a duras penas” como dice la expresión). Cómo no hincharse el corazón, hacerse agua los ojos y ahogarse las palabras por esas madres «cualquiera»; amas de casa, esposas, trabajadoras, suplicar por la aparición, la devolución (qué extraño suena) de sus hijos. ¿Qué mezquindad del alma reserva aquel a quien no se le agujerea el estómago al ver esas mujeres buscando a sus hijos, aún (¡aún!) después de 40 años? Es una de las imágenes más conmovedoras que guardo desde entonces: aún cuando el cuerpo ya no es casi capaz de responder, la madre (que significa más allá del límite del cuerpo) responde por lo que falta. Tal vez convocando los miles de pasos que dio desde entonces en torno al mismo lugar, la misma ronda. ¿Existirá algún automatismo, entonces? ¿Qué hay detrás de ese esfuerzo extraordinario? Me preguntaba por la voluntad de esa mujer; por la fuerza de cada músculo del cuerpo a disposición de una causa que posiblemente no verá cumplida en vida.

Como decía, vengo pensando el tema de la madre, y como el jueves pasado terminaron las clases de psicoanálisis y memoria, me quedé con esa pregunta en el aire. La pregunta tiene su origen en otra que me hizo un amigo el año pasado cuando había presentado una charla sobre el proceso creativo de una película que estoy haciendo y que involucra a mi abuela. Mi amigo me preguntó, “¿qué es una abuela?”. No, en cambio, quién fue mi abuela o cómo era mi abuela. Su pregunta era por la abuela en tanto abuelidad. Claro, en ese momento no tuve respuesta ni tampoco ahora. Pero la pregunta reflotó en estos días, traduciéndose por la madre. No es extraña la relación, puesto que para muchos, la abuela muchas veces ocupa el lugar de segunda madre.

Lo cierto es que en las clases de psicoanálisis transitamos un contraste, en mi opinión, rotundo: podría decir que el contraste se encuentra entre Freud y Winnicott, pero más bien diría que se trata de lo que la familia Schreber hizo del propio Schreber, y Winnicott. Habíamos pasado de ver el caso Schreber en Freud, las propias de memorias de Schreber y la trayectoria de la dolencia de ese jurista renombrado (es a propósito el uso de re-nombrado), de grandes penurias montadas.

Una vez llegados a Winnicott, fue como concebir (también) la imagen del bebé Schreber. Y así darle la potencia, aunque no del comienzo de una vida, de una otra lectura a sus memorias. Y la lectura y la vida, sabemos, en algún punto se cruzan.

Leyendo Los bebés y sus madres de Winnicott, pensaba que pocas veces un libro de teoría me provocó lo que este libro. Entiéndase un detalle importante antes de continuar: que mi lectura no es la de un psicoanalista, sino el de una lectora entusiasta del psicoanálisis y, sobre todo, de una analizante[1]. Por lo tanto, más que un texto de conclusiones y afirmaciones (porque tampoco pretendo que lo sea), lo que presento acá se trata de la formulación de una serie de preguntas (hipótesis poéticas, como me gusta llamarlas) que me animan a pensar junto con otros.

La sensación de estar leyendo Winnicott se explica entre la leveza (la del bebé) y la alegría de una experiencia ajena (la de la madre). Y gracias a las aulas increíbles de Carol (nuestra profesora de psicoanálisis), donde conocí a Winnicott, también me di cuenta que era la primera vez que pensaba en la maternidad (que no es lo mismo que pensar en ser madre), y lo más importante: que la pensaba en primera persona. Hay algo en el potencial de la maternidad que me conmueve y lo descubro en estos días. El sostenimiento de la fragilidad de otra existencia, sopesar la vida por venir, donde cada gesto puede (o no) recuperar su sentido original: gestar es crear (y en Schreber, la gestación de una dolencia).

Carol incluyó a Winnicott sugiriendo el reverso de la lectura freudiana del caso Schreber donde la madre no tiene participación, y casi ninguna mujer, más allá de la referencia a la emasculación del propio jurista, de tornarse cuerpo femenino. Del padre Schreber, sabemos. Conocemos los estudios de este respetado ortopedista, y hasta podemos percibir el peso del prestigioso apellido paterno sobre el niño Schreber, y la forma de una relación padre-hijo no tanto mediada por el afecto sino por el compromiso intelectual con el legado familiar. Ahora bien, ¿qué hay de la madre del bebé Schreber, la madre del jurista Schreber? Es ahí donde ingresa Winnicott, y en cuanto más se acentúa la cuestión de la maternidad, más se resalta el vacío de una mención al vínculo materno. En la superficie de la narrativa autobiográfica de Schreber se lee una falta de importancia, pero no sería tan sencillo como para dejar el tema de la maternidad varado como un detalle anecdótico en relación a la dolencia del jurista Schreber. Acaso (también) el padecimiento de la depresión en la madre haya obturado la posibilidad de un cuidado suficientemente bueno (el “holding”, el “handling” y la presentación del mundo en pequeñas dosis) del bebé Schreber, y sea posible elaborar una cronología del delirio en su adultez que parte de esta agonía primitiva. Agonía que, más tarde, retorna para manifestarse en su máximo esplendor. El día antes de ver a su neurólogo (el doctor Flechsig), con la intención de ser una visita médica casi rutinaria, Schreber pasa la noche en la casa familiar, con su madre. Pero algo muy importante sucede: la cama donde tendría que reposar, se encontraba fría. Y vaya que vastó la rememoración de esa agonía primitiva para intentar suicidarse esa misma noche. Alguien se preguntaría, ¿por qué habría de volver, buscar el cuidado que no hubo nunca? Y es que quizá, este retorno fue la última apuesta que se dió ante la madre, de sentirse cuidado. Intento fallido, sin embargo. Así entiendo, como decía Carol, que “maternar es un verbo más que una posición biológica”. ¿Recuerdan la pregunta “¿qué es una madre?” que había colocado antes? Poco a poco, voy esbozando una respuesta.

IV

La psicoanalista y escritora Alexandra Kohan lee un poema del libro Ahora sabemos esto de Adriana Riva: “Mamá, qué palabra vaga / y ambigua / como un oráculo / que solo resuelve / el tiempo”.

V

Recordé una imagen que relata el Che Guevara en La piedra, la carta que escribe en el Congo cuando recibe la noticia de la posible muerte de su madre. Cada vez que la leo, me lo imagino al Che, con su habano, en medio de la mata hostil, entre fusiles; con sus manos sucias y agrietadas, escribiendo la dulzura de esas palabras, conteniendo el llanto: “Me pregunté si se podía llorar un poquito. No, no debía ser, porque el jefe es impersonal; no es que se le niegue el derecho a sentir, simplemente, no debe mostrar que siente lo de él; lo de sus soldados, tal vez”. Pero, hacia el final, el llanto del Che descansa en el regazo de su madre: “Qué se yo. De veras, no sé. Solo sé que tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga: «mi viejo», con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz, porque los conductores rotos no la hacen llegar a las extremidades”.

El otro día trataba de resolver la causa de un cansancio acumulado de semanas. La pregunta sobre la maternidad no estaba exenta de mis pensamientos. Pensaba en que la distancia geográfica con mi madre (estoy viviendo en otro país hace casi un año) profundizaba una angustia que se mixturaba con mi cansancio, sin comprender por qué ni cómo resolverla. Recordé la imagen del regazo de la madre del Che. Quise estar en mi casa, con mi madre. Sentirme hija. Pensé en que no me había llamado en todo el día. Mi madre tiene sus cosas, dije.

Seguí con lo habitual. Había hecho todo lo que hay que hacer para “descansar”. Fui de vacaciones días antes, me había tomado jornadas sin trabajar. Sin embargo, seguía cansada. Esa misma noche, apagué el celular y me acosté a dormir sin alarma. Por supuesto, me desperté más tarde de lo común. Cuando prendí el celular, tenía miles de llamadas de mi madre, y como había contactado a mis amigos, también sus mensajes. (Por cierto, no les recomiendo dejar de responder el celular a sus madres estando en otro país). Sí. Recibí uno de los retos más fuertes (por no utilizar una palabra más argentina, put****, en sustitución) de mi vida. Más allá de la distancia, supe que ella estaba presente. Después del cachetazo telefónico, dubitando sobre mis últimos movimientos, me di cuenta que había obtenido una respuesta (y que la había provocado) a mi pregunta sobre qué es una madre. Sólo una cosa: no me pidan que se los diga con palabras.


[1] Y también agrego: es el texto de una hija.

Esther and Albie, 1995, Lucian Freud

Lucía Sbardella. Artista visual e investigadora en memoria

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