en vivo y póstumo (martín kohan)

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Ya forman una secuencia, y en la secuencia, una experiencia más enhebrada, más integrada. Primero fueron los conciertos en el Konex, organizados por Javier Malosetti, en razón del 23 de enero. Por iniciativa de Machi Rufino, hubo un concierto en La Trastienda para tocar, de punta a punta y en orden, El jardín de los presentes. Algo análogo se está desarrollando ahora en el Centro Cultural Kirchner en una serie de presentaciones integrales de discos como Artaud, Kamikaze o Tester de violencia. La otra noche se ofreció el concierto dedicado a Pelusón of milk, a cargo del Mono Fontana.

            No son homenajes a Luis Alberto Spinetta. Mucho menos conciertos tributo, que siempre, incluso si son logrados, tienen algo de remedo, tienen algo de premio consuelo. Son otra cosa: son encuentros de celebración de una música y no eventos en los que se homenajea a alguien. Y tienen de hecho menos que ver con el consuelo que con el desconsuelo. Hay un conjunto de prodigios ahí, en las canciones que Spinetta compuso, tocó y cantó; se trata de convocarlos y de recuperar la vivencia de entrar en contacto con ellos. Participan habitualmente los músicos que tocaron con él (de Pomo a Sergio Verdinelli, de David Lebón a Baltasar Comotto: no es solamente en el público, sino también en el escenario, donde se expresa la transversalidad generacional), más algunos invitados.

            De otros músicos (de Luca Prodan, por lo pronto), se dice ritualmente que no han muerto. Spinetta sí: se murió. De eso se trata, justamente. En los recitales le gritaban casi siempre: “No te mueras nunca, Flaco”: un pedido, un deseo. No hubo caso, se murió. No es aquello que él cantaba ya en Almendra: “Tú te das cuenta que ya nunca ha de morir, nunca ha de morir”; es lo contrario, es darse cuenta de que sí, de que se murió, de que esa muerte es tan irreparable como todas, pero más insoportable que muchas otras. ¿El artista se ve entonces inmortalizado en su obra? Me temo que no, al menos no para mí (yo estoy más cerca de aquel chiste de Woody Allen: “Hay artistas que alcanzan la inmortalidad con su obra, yo prefiero alcanzarla no muriéndome”). El artista ya no está; la música sí.

            Son experiencias de presencia-ausencia de especial intensidad. De pronto lo sentimos cerca, extraordinariamente cerca, porque en definitiva nunca tuvimos contacto personal con él sino siempre con su música, y su música ahí está. De pronto lo que se siente en cambio es que falta, la evidencia irremontable de que falta (porque falta su voz, porque falta él mismo). La literatura no procura de por sí una instancia comparable; un libro póstumo no suscita lo mismo, porque la escritura y la lectura están hechas de separación y de diferimiento. No fue igual leer Zettel de Héctor Libertella, los diarios finales de Ricardo Piglia, los Papeles de trabajo de Saer, La introducción de Fogwill. Había en eso algo de una última vez, es cierto; había algo de legado y de resto, algo así como un después de la muerte. Pero la relación con los libros tiende a ser mediatizada; la ausencia del otro es constitutiva. Pasa lo mismo con los discos, llegado el caso; los discos póstumos de Spinetta, sin ir más lejos: Los amigo y Ya no mires atrás. En tanto que los conciertos, por el contrario, responden siempre a la inmediatez, son escenas de contacto, se nutren del estar ahí, figuran una forma de encuentro. Estos conciertos en particular, los de la música de Spinetta, los de los músicos de Spinetta, los de los discos de Spinetta, por estar dedicados a su música más que exactamente a él, lo evocan y a la vez lo despiden, lo traen y a la vez lo dejan ir, son “en vivo” y al mismo tiempo póstumos.

            De un tiempo a esta parte se formula con cierta frecuencia la pregunta de si se puede o no se puede separar al artista de su obra. A veces es la crítica la que se plantea tal inquietud, a veces es la máquina punitiva dirimiendo jurisdicciones. ¿Se puede separar acaso al artista de la obra? No lo sé, pero en ocasiones, parece ser la única alternativa.


Martín Kohan.

Escritor.

Anda dando vuelta tanto gil que se publicita escritor. Y Martín Kohan, tres libros de ensayo, tres de cuentos, diez novelas dice que en un sentido estricto nunca descubrió haberlo sido. Que su relación siempre fue con el escribir y no con el ser escritor, que para él eso nunca representó una ambición o un deseo.

Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires. Enseña teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la Patagonia. Cree que por haber elegido la literatura resignó un aprendizaje, integración, sociabilidad, disfrutes compartidos. Al estar tanto tiempo solo, leyendo o escribiendo, dejó que discretos pasaran por un costado.

Entre sus tantos libros se encuentran El informe, Los cautivos, Dos veces junio, Ciencias morales, Bahía Blanca y el último, de cuentos, Cuerpo a tierra.

En la infancia tuvo una perra: Yenny. En la adultez, un gato: Dumas. Kohan prefiere la ropa de Adidas, es fanático de Boca como su hijo Agustín y al acostarse, antes de quedarse dormido, implora que no lo atraviese el insomnio.

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