
Hoy un poco se nos terminó de morir el mundo. Un poco no, bastante, el mundo nuestro. Al menos el mío. No es una sorpresa. No ocurrió de golpe. La muerte es bien jodida pero no del todo mala, siempre hace lo mismo, avisa, no traiciona, nos permite advertir su llegada. Una cuestión es si nos animamos a verla venir, si nos hacemos cargo de los signos brutales y altisonantes que indican que está viniendo, llegando. Y lo otro, es si hacemos algo al respecto.
De pibes, en el barrio, había un hombre que nos arreglaba la única pelota de cuero que teníamos. Se llamaba Toledo, vivía sobre la calle Juncal, en una desvencijada casilla de madera agrisada por las lluvias y el tiempo, plantada al fondo de un terreno descuidado. Toledo resultaba imprescindible en nuestras vidas, pues era quien lograba mantener entreabierto el portón de nuestra más fabulosa alegría, la de jugar a la pelota. Flaco, y —obvio— morocho, usaba boina, alpargatas, y se sentaba en una silla de mimbre en la puerta de su casilla a ejercer el más bendito de todos los oficios: arreglar pelotas de fútbol. Llegábamos hasta la puerta de su casa, como en el tango, temblando de ansiedad. Y exigentes, sobre un cajoncito que usaba como mesa de laburo, le poníamos un deforme y agotado estropicio, las ruinas de lo que alguna vez había sido una pelota redonda de cuero.
Parco, mañoso, el hombre alzaba las cejas, nos relojeaba por un instante, sacudía imperceptible la cabeza, hasta que con una seña nos indicaba que volviéramos en un rato. Nosotros requeríamos lo imposible, el milagro de la felicidad, la continuidad de la dicha, y Toledo era un sumo sacerdote pagano que detestaba la extremaunción.
En la soledad de su rinconcito pobre del mundo, obraba la alquimia de revivir ese despojo y trasuntarlo, rediseñando gajos irreparables, emparchando sobre los anteriores parches de la cámara, cosiendo con hilo chanchero y engrasando, para devolvernos una pelota inflada en el calibre exacto, esférica, bonita. Y todo por unas monedas. En el acto de devolución, nuestra callada algarabía contrastaba con su indiferente pasividad, y nos olvidábamos de él hasta la próxima y pronta descosida o pinchadura.
Toledo nos devolvía a la vida, a la delicia de estar vivos, al potrero. Y ese mundo nuestro, mío, hoy, un poco se terminó de morir.
El sabroso hechizo que provocan las leyendas urbanas, reside en que uno se siente de algún modo protagonista, cercano, accesible. Ha muerto el Trinche #Carlovich. Tiré tantas paredes con él, carajo. Nos divertimos tanto jugando juntos. Nos conocíamos de memoria, cuando él salía de una gambeta corta y enganchaba, si recostaba un hombro amagando el arranque, ya sabía que la iba a soltar despacito a la espalda del cinco de ellos. Yo la acomodaba con la zurda y lo imitaba, amagaba el enganche y con la de andar, la tocaba para el Trinche que se iba de fiesta hacia la media luna.
Pero ya está, hoy todo eso terminó. Donde sea que ande, pobre Toledo, se quedó sin laburo.

3 Respuestas
Sofía
Maravilloso
raul
En las letras, no hace falta mas que lo sencillo para rozar las emociones.
Marcelo Gilardi
Muy bueno! me encanto, un recuerdo que une con alguien que se fue, pero que sigue estando
Jorge, yo colaboro con el Centro de Estudios Históricos de Martínez, podría contactar contigo de alguna manera?