Los bebés sietemesinos no lloran cuando nacen. Eso le dijo el médico a mi madre el día que yo nací. Mi padre también lo habrá escuchado porque lo grabó en su mente como una verdad absoluta. Mi abuela materna, que había sido partera rural casi toda su vida, agregó que yo no lloraba porque no tenía fuerzas para hacerlo, y que es fundamental que los bebés lloren apenas nacen, para expandir los pulmones. Pero no se lo dijo a mi madre para no preocuparla más; sólo se lo comentó a mi padre, en el sector de neonatología, mientras los dos me miraban dormir detrás de un vidrio, dentro de una incubadora.
Él no le respondió nada a su suegra, ni rezó ni hizo promesas por mi recuperación. No se permitió ningún tipo de emoción porque debía ser nuestro puntal: mamá y yo estábamos muy frágiles. Prefirió aferrarse a la idea de que, si su hijo no lloraba, él no tenía derecho a hacerlo, y recordó que nunca había visto llorar a su padre.
La preocupación familiar giraba en torno a mi desarrollo, a la posibilidad de que me quedaran secuelas por haber nacido prematuro. Pero pasadas un par de semanas comencé a ganar peso, a moverme más y fui cambiando el tono azulado de mi piel, que de tan fina traslucía el recorrido de mis venas. Me sacaron de la incubadora, empecé a tomar la teta, a adquirir un color rosado y a abrir un poco más los ojos. Seguí durmiendo mucho pero ya apretado al pecho de mi madre y por fin pude ser acunado por otros brazos que no fueran los de las enfermeras.
Según mi madre, cuando necesitaba algo agitaba mis pequeñas extremidades, giraba mi cabeza de un lado al otro, hociqueaba y abría la boca como buscando aire. Incluso a veces, llegaba a chuparme los puños por hambre. Así ella fue entendiendo cada una de mis señas y se fue olvidando de que su bebé no lloraba. A esa altura, mi abuela era la única que lo notaba y aunque estaba preocupada, cuando se lo comentaba a mi padre él hacía oídos sordos.
Con el fin de la licencia por embarazo, el pediatra le aseguró a mi madre que yo ya estaba preparado para llevar una vida normal y ella se reincorporó a su trabajo. Desde ese momento hasta que entré en jardín de infantes pasé las mañanas en el bar que atendía mi padre. Cada noche, mi madre dejaba un bolso preparado con todo lo que yo necesitaba, desde los pañales y la mamadera hasta mi leoncito de peluche. Al otro día, a primera hora, me cargaban en la sillita del auto; mi padre llevaba al trabajo a mi madre y ella, antes de entrar, me despedía con un beso en la frente.
El bar donde mi padre trabajaba como encargado era el típico café de una ciudad con alma de pueblo, donde todos los días encontrabas a la misma gente sentada en la misma mesa a la misma hora. Los primeros meses, él me bajaba del auto sin sacarme de la sillita y la apoyaba sobre el mostrador, entre la caja registradora y la máquina de café. Más adelante, no hubo cuna ni sillita que me retuviera, así que me dejó gatear libre entre las mesas, y mi cuidado pasó a ser una tarea colectiva de los habitués del bar.
Yo iba y venía arrastrando mi leoncito de peluche, que poco a poco oscurecía su melena. El Negro, un amigo de mi padre, me enseñó a hacer el rugido del león levantando las garras. Me acercaba a las mesas gateando y siempre alguien me alzaba y me sentaba en la silla vacía a su lado. Algunos seguían su conversación mientras yo los observaba. Otros jugaban conmigo, me hacían muecas y me hablaban con la voz finita que ponen los adultos para hablar con los bebés. Algunos se ocupaban de que yo aprendiera a caminar y se paraban para hacerme de guía. Otros daban directivas desde las mesas, decían que no era necesario ayudarme, que ya sabía rebuscármelas solo. Cuentan que cuando me caía no lloraba, nunca lloraba: me levantaba, lo intentaba de nuevo y así llegaba a la mesa siguiente, donde sabía que el premio sería un pedacito de medialuna.
El bar era mi arenero y sus habitués celebraban cada uno de mis progresos. Sólo había una persona que no me prestaba atención; era la única mujer entre aquellos habitués. Cada mañana llegaba temprano a desayunar y, sin saludar a nadie, se sentaba en una mesa ubicada en un rincón. Era flaca, tenía el pelo canoso y usaba unos anteojos de lectura que ya eran anticuados para la época. Los colores pasteles con que vestía le daban una apariencia mayor a los años que en realidad tenía; era la encargada de la biblioteca municipal, que quedaba a la vuelta.
Cuando me aventuraba hasta su mesa, la bibliotecaria apenas me miraba y volvía la vista al libro que leía mientras tomaba su café negro. Día tras día, yo volvía a repetir mis monerías aunque nunca lograba retener su atención. Hasta que una mañana me acerqué hasta su rincón y, sin hacer ruido, apoyé mi leoncito sobre una silla vacía. Ella lo miró y, segundos después, le leyó en voz alta una frase de su libro. Al otro día sucedió lo mismo; yo senté a mi peluche en su mesa y ella le leyó unas líneas. Al tercer día, la bibliotecaria llegó con un librito de dibujos del Rey León, me alzó, lo abrió, me mostró cómo pasar de página y siguió leyendo su libro.
La rutina comenzó a repetirse cada mañana: yo esperaba a que llegara la bibliotecaria para acercarme a su mesa y que me diera un libro. Minutos antes de las nueve, ella sacaba el dinero justo para pagar su café negro y su medialuna y se iba a abrir la biblioteca municipal. Mi padre tenía por costumbre pasar por las mesas donde me sentaban a preguntar si yo molestaba. A la única mesa que no se arrimaba era a la de la bibliotecaria. Cuando empecé a sentarme junto a ella, él se vio en la obligación de preguntarle lo de siempre, aunque desde la lejanía del mostrador, a lo que ella siempre respondía: “No molesta. Está leyendo”.
Según la opinión general, yo era un nene manso: hablaba con la emoción de formar primeras oraciones, iba y venía por el bar, me reía y por sobre todas las cosas nunca lloraba. A pesar de que la bibliotecaria se levantaba de la mesa y se iba, yo quedaba hipnotizado mirando por un buen rato el libro que ella me dejaba. Pegaba mis ojos tan cerca de las páginas hasta esconderme entre sus tapas y con mis manos rozaba, una y otra vez, la textura de sus hojas. Recién cuando lo terminaba volvía a deambular por el bar.
Cuando cumplí cuatro años llegó el momento de ir a jardín de infantes. La mañana del primer día, antes de bajar del auto, mi padre me dijo que, si me portaba bien, al volver al bar me daría de premio una milanesa con papas fritas. En la entrada del jardín, muchos de los que luego serían mis compañeritos lloraban enroscados a las piernas de sus padres. Yo no lloré, ni en el momento de entrar ni después. Cuando él me fue a buscar al mediodía le preguntó a la maestra cómo me había portado. Luego de escuchar la respuesta me miró y dijo: “Muy bien, te portaste como un hombrecito”.
Comenzar el jardín significó no ver más a la bibliotecaria. De todas maneras, ella siguió dejándome libros en su mesa del rincón, debajo de un servilletero de metal plateado. Al mediodía, apenas yo llegaba con mi padre al bar, iba directamente a buscar el libro que ella me dejaba. Me sentaba en posición de indiecito en una de las sillas de aquel rincón y me sumergía en el libro hasta que me llamaban a almorzar. Pero, de un día para otro, no hubo más libros bajo el servilletero. La mesa del rincón había dejado de ser la mesa de la bibliotecaria; ahora la ocupaba otro señor, parecido a los demás habitués que frecuentaban el bar.
Por esos días habían llamado a mi padre del jardín y le dijeron que no era la primera vez que, en el transcurrir de la mañana, yo iba hasta la cajita de libros del aula, sacaba uno, elegía un rincón y me sentaba a leer ahí, de espaldas a los demás chicos. Un par de semanas más tarde, un mediodía en el bar oí que mi padre les contaba a los habitués que, en aquella reunión que tuvo en el jardín, la maestra había aceptado su propuesta de esconder la cajita de libros, a ver si me integraba a mis compañeritos. También me enteré de que, esa misma mañana al volver de la reunión al bar, él le había dicho a la bibliotecaria que ya no era bienvenida, sin darle más explicaciones.
Fue automático, apenas terminé de oír la frase exploté en un llanto, mi primer llanto. Mi padre y todos los demás se dieron vuelta y me miraron sorprendidos, no pudiendo creer que yo llorara. Lo que creyeron que sería unos segundos de llanto desconsolado, se fue estirando cada vez más y en la desesperación por calmarme, mi padre llamó a mi madre y le contó lo que sucedía. Ella le dijo que no podía salir antes del trabajo, pero telefoneó rápido a mi abuela, la ex partera rural. La puso al tanto de la situación y le pidió que por favor se acercara al bar.
Al llegar, mi abuela me vio rodeado de hombres que me miraban llorar sin saber qué hacer. Parada desde el umbral de la puerta observó la escena con parsimonia, hasta que pareció decidir que ya era suficiente; se acercó, me agarró fuerte de la mano, salimos del bar, dimos vuelta a la esquina, entramos en un edificio al que yo iba a volver incontables veces en los años siguientes, y le pidió a la bibliotecaria que por favor le diera un libro para calmar a su nieto.
Juan Ignacio Zerito (Juani Zero) es venadense del 92. Lector desordenado, estudiante del profesorado de filosofía y con títulos en otras verduras irrelevantes. Defensor y amante de los rituales. Deportista frustrado. La música con sus diferentes corazones. Fanático de que le cuenten el cuentito, ¿A quién no le gusta? La literatura como un lugar para habitar. El cine como otra de las formas del relato. Las palabras simples, bellas, el amor y la amistad.
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