y se lo tragó el río /alberto cavalieri

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A mi viejo nunca lo habíamos visto llorar y mucho menos, quebrarse. Pero aquella vez sí lo vimos derrotado. Había sido cuando pasó aquel asunto de los perros.

Esto fue a comienzos del otoño de 63. Yo tenía ocho años. En esos días, con sus amigos todavía discutían acerca del golpe que derrotó a Frondizi, a quien había votado “porque así lo ordenó Perón”. Se avecinaban las nuevas elecciones en las que, con un aluvión de votos en blanco, resultaría electo el Dr.Illia.

Esa tarde soplaba una brisa fresca que anunciaba el tiempo de fabricar pandorgas, para luego remontarlas en la manzana de enfrente de casa, en un terreno al que le decíamos “el sitio”. Ahí había sólo tres viviendas, y todo lo demás era puro espacio para jugar. En el predio había un esqueleto de cemento, restos de un galpón que nunca se construyó, y los pilares marcaban los límites de nuestra imaginaria cancha de fútbol.

Pero además del fútbol, pocas cosas me resultaban más fascinantes que toda la ceremonia de construir pandorgas, y la aventura de hacerlas subir. Cuanto más alto y más lejos volaban, más placer. Las fabricábamos en la vieja cocina que estaba en el patio, junto al baño separado del resto de la vivienda. Caña, papel (si podíamos comprar del finito de colores, mucho mejor, y si no, papel de diario). Hilo, tijera y engrudo de harina. En una tarde las terminábamos. Al otro día, restaba conseguir telas viejas para la cola y luego, que el viento -con algo de destreza de nuestra parte- haga lo suyo.

Como todas las tardes cuando volvía de la escuela, tomé la leche con pan, manteca y un poquito de azúcar arriba y me fui a jugar a las bolitas con mis tres amigos: el Cocido, el Huevo Celeste y Adolfo, cuyo padre había fallecido hacía un par de años. Recuerdo aún el clima de mucha tristeza que aquella muerte generó en todo el barrio. Era joven, y muy querido por todos los vecinos. Mi amistad con Adolfo empezó en esos días, cuando se vino a vivir con nosotros por un tiempo.

Nuestra casa estaba en una esquina. Parte de ella se extendía por Agustín P. Justo y la otra por la perpendicular, Bolivia, con el almacén de mi viejo en la ochava. Siempre jugábamos sobre calle Bolivia, porque por ahí casi no circulaban vehículos. Sólo se veían los camiones cargados de la arenera a dos cuadras, y cómo regresaban vacíos por la otra arteria. Allí estábamos los cuatro jugando esa tarde. En la calle de tierra habíamos armado el triángulo con las bolitas en los contornos. Y con “el punto” (la bola más grande, la de vidrio) las íbamos sacando.

De pronto, desde la esquina apareció Tigre, el perro que mi viejo había llevado hacía algunos años atrás. Fue raro verlo ahí, porque Tigre tenía que haber estado adentro de la casa. Teníamos un patio muy grande y ese era su hábitat. No entraba ni al comedor ni a las habitaciones, y todos teníamos bien aprendido que nunca debía salir a la calle.

Era grande, pero no tanto. Mi papá decía que era un perro policía, pero para mí no se parecía en nada a un ovejero alemán. Tenía pelo corto, color cenizo. Era manso con nosotros, pero se ponía furioso si algún desconocido ingresaba a su territorio. Había que tener cuidado.

Uno de los laterales del patio, el que daba sobre calle Bolivia, se separaba de la casa del vecino con un tejido romboidal oxidado por el tiempo, y cubierto de enredaderas. Casi a diario, Tigre se enfrentaba con ladridos y gruñidos con el perro del vecino, pero, tejido de por medio. Los dos se ponían muy violentos, entonces había que intervenir de alguna manera, si no, la batalla se hacía eterna. Por eso mi viejo recomendaba una y mil veces que Tigre no debía salir a la calle, para evitar que se encontrasen.

El perro del vecino se llamaba Tarzán. Era negro, un poco más chico que Tigre, pero agresivo y acostumbrado a pelear con otros perros. A diferencia de Tigre, él estaba siempre en la calle durmiendo o patrullando la vereda de su amo. Esa tarde estaba allí.

Cuando vi a Tigre en la vereda me resultó extraño, pero no alcancé a dimensionar el peligro. Lentamente se fue acercando adonde estaba Tarzán, que adoptó una actitud de espera, pero muy alerta.

Lo llamé dos, tres, muchas veces para hacerlo volver, pero Tigre ya estaba enceguecido. Se olieron, giraron en círculos entre gruñidos mostrando los dientes durante ese ritual previo a la lucha. Mi corazón latía muy fuerte y sentí miedo. Insistí una vez más llamándolo a gritos, aunque me di cuenta de que la riña ya era inevitable. Mis amigos se acercaron, y uno alcanzó a decirme: “Dejalos”, cuando al fin se atacaron. Parados en sus patas traseras y en un mar de babas y dentelladas, armaron un huracán de violencia dando rienda suelta a sus viejos rencores.

Esa vez el alambrado no estaba. Sólo ellos dos.

Corrí hacia la esquina, entré al almacén agitado, lleno de pánico y le dije a mi viejo: “¡Tigre está en la calle peleando con Tarzán!”. Don Bebe, como se lo conocía a mi viejo en el barrio, soltó un rosario de maldiciones, preguntando quién lo había dejado salir, y salió disparado hacia afuera. Allí se encontró con el peor de los escenarios. Trenzados en una lucha despiadada, los perros ya no veían ni escuchaban nada. Papá gritaba: “¡Tigre, Tigre, Tigre!”. Pero no había caso.

Algunos vecinos se acercaron, y cada cual intentaba algo para separarlos. Mi viejo atinó a tirarle de la cola a Tigre, luego pegarle con un palo, mientras pedía a los gritos que le lleven un balde con agua. Tiró el baldazo con fuerza sobre las cabezas de los animales, pero fue inútil. El agua y la sangre que saltaba formaron un charco rosado y espumoso que se había mezclado con la tierra.

Llegó más gente. En un movimiento y con la velocidad de un rayo, Tigre agarró del cuello a Tarzán, y ya no lo largó. Un muchacho que pasaba con una damajuana sentenció, con aire de entendido: “Lo va a matar”.

El dueño de Tarzán era un tal Ramos, un personaje oscuro, poco fiable y con fama de pendenciero. Trabajaba en la municipalidad y, según se decía, era de muy cercana relación con el farmacéutico Villarreal, un intendente de las dictaduras de turno. A Villarreal le decían Chichón: “viene siempre después del golpe”.

En un momento levanté la mirada y lo vi entre los vecinos. Ramos miraba la pelea. Mi viejo seguía gritando, pero cada vez con menos fuerza. Estaba agotado y agitado. Tigre no soltaba el cuello de su adversario y todo parecía encaminarse a un desenlace tremendo.

Ramos no decía nada, sólo miraba. De pronto lo vi darse vuelta y caminar hacia su casa, que estaba a unos pocos metros de ahí. Entró y salió enseguida. La ronda de curiosos que se había formado no me dejaba ver bien. Con su brazo izquierdo separó a la gente para pasar y dejó a la vista, en su mano derecha, un cuchillo de cocina. Sin decir una palabra, se acercó a los animales y, con un golpe feroz, enterró el arma en el vientre de Tigre, nuestro perro que mi viejo tanto amaba. Frente a sus ojos, a los de todos, de una manera tan cruel, que de sólo recordarlo, todavía me resulta insoportable.

Se hizo un silencio ominoso. Todos miraban, nadie reaccionó, hasta que escuché a mi padre decirle, gritando: “¿¡Qué hizo, Ramos!?”.

Tigre emitió un gemido extraño que jamás olvidaré, y recién ahí soltó a su enemigo. Sus ojos giraron, como buscando que alguien le diga qué estaba pasando. De pronto, un chorro intenso de sangre comenzó a salir de la herida, creciendo a cada espasmo.

Ramos agarró a su perro maltrecho y se lo llevó a la rastra, como pudo. Lo miré a papá, que parecía estar en shock, impávido, mascullando rabia y desolación. Se dejó caer de rodillas al lado de su animal moribundo. Derrumbado, lo miró con ojos vidriosos. Y juraría que Tigre también lo miró.

Los vecinos y los chicos lentamente empezaron a retirarse haciendo comentarios en voz baja. Sólo Adolfo se quedó a mi lado. Mi vieja en la puerta del almacén lloraba, sosteniendo de la mano a mi hermana de tres años, que comía una banana por la mitad.

Mi padre metió sus grandes manos debajo del cuerpo de nuestro pobre perro, que no dejaba de sangrar. Con fuerza, lo llevó hacia su pecho y se puso de pie. Comenzó a caminar con Tigre en sus brazos y entró por el almacén. Mi madre trataba de tranquilizarlo mientras él vociferaba insultos y juramentos de venganza. Todos llorábamos.

Seguí el hilito de sangre que marcaba el rastro de su paso. Vi cómo lo llevaba hasta una piecita que estaba en el fondo y lo dejaba suavemente en el piso. Armó un camastro con una frazada que usaba cuando iba a pescar, y ahí lo depositó. Curó la herida, sabiendo que era sólo un gesto, y lo tapó. Prendió un cigarrillo y se quedó mirándolo. Y yo, mirándolos a los dos.

Atardecía. Mi hermano llegó cuando todo había pasado. Mi viejo se cambió la ropa ensangrentada y volvió al almacén para atender, nadie decía nada, él tampoco. De a ratos lo iba a ver a Tigre, sin poder entender la reacción de Ramos, tan llena de crueldad y resentimiento. Lo vi fumar mucho esa tarde. La cena fue silenciosa, y esa noche, me costó dormir.

A la mañana siguiente, ni bien me desperté, fui a verlo. Había muerto en la madrugada. Papá lo puso en una bolsa de arpillera y la cerró bien. Era cerca de las ocho. Levantó el animal muerto, como lo hizo la tarde anterior, y encaró para el río. Me dijo que me quedase, pero cuando avanzó unos metros, decidí seguirlo sin que me viese. Los vecinos con los que se cruzó en la calle lo saludaron con respeto, en voz baja. Algunos se quedaron mirándolo cargar ese bulto en sus brazos, casi como quien ve pasar un cortejo fúnebre. Todos sabían lo que había sucedido.

Cuando llegó a la costa, la gente que vivía en sus humildes ranchitos de barro y paja, también lo saludaron: “Qué dice, don Bebe”. Ahí estaban Tutula, limpiando la cuneta con una pala, y don Gómez, conversando con su mujer. También Amancio, que nunca usaba calzado, arrastrando sus pies anchos y agrietados con una botella en la mano. Y los hermanitos de Pelé que corrían con una cola de pescado. Ramona, cargando agua en un balde de la canilla pública. Vargas saliendo en bicicleta, seguro que para ir al taller, y doña Lucía, en la puerta de su ranchito con el mate en la mano. En la orilla, Felipe, con el torso desnudo y brilloso, estaba limpiando su canoa. Hombres y mujeres de ojos profundos y esperanzas cortas, niños color tierra y futuro de borracheras. Esos eran sus clientes del almacén, acostumbrados a las bromas y jugueteos cuando estaba de buen humor. Muchos de esos vecinos sacaban mercadería con libreta y pagaban los sábados. Mi viejo tenía una relación muy cercana con ellos, tanto que esa mañana sentí que lo iban acompañando con sus miradas.

Se sentía en el aire el olor tan característico del humo que salía de esas casuchas, donde se cocinaba con leña en el patio. Olor que se mezclaba con el del agua podrida de las cunetas, que bajaba como un angosto y oscuro arroyito hacia el río.

Cuando mi viejo llegó a la costa, miró la correntada por unos instantes, se sacó las alpargatas, se metió hasta las rodillas y posó con delicadeza la bolsa sobre el agua. Lentamente, el macabro bulto se fue alejando hasta que se lo tragó el río. Sacó el pañuelo que siempre colgaba del bolsillo trasero de su pantalón de grafa, y se lo llevó a la cara. Volvió hasta la arena, prendió un cigarrillo y se puso en cuclillas un par de minutos, en esa posición tan característica de cuando pescaba. Luego se paró y empezó a caminar de vuelta hacia nuestra casa. Pasó a mi lado sin decirme nada, con el cigarrillo todavía entre los dedos, consumiéndose lentamente.

*Extracto del relato Y se lo tragó el río del libro El río como testigo próximo a publicarse. Éste, junto con otros dos relatos del libro, fueron adaptados para una obra de teatro que será estrenada en el 2022 en el Teatro Ideal de Venado Tuerto.


Alberto Cavalieri nació en Goya, Corrientes. Vive en Venado Tuerto, Santa Fe. Productor publicitario. Jubilado. Apasionado y crítico de cine. El Río como testigo es su primer libro.

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Una respuesta

  1. Jorge
    | Responder

    Fiel descripción de la época.

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