Las amigas en el bar intercambian aerosoles corporales en el rito inclaudicable del besuqueo al llegar. Los amigos en la parrilla se escupen las bocas unos a otros bajo la modalidad específica de la carcajada frontal en cercanía (la del que se ríe por costumbre tirándose siempre hacia adelante, hacia su interlocutor). No obstante, unas y otros se tensionan, se hacen a un lado, se ponen a manotear barbijos, si a las mesas con tazas de té o restos de huesos de asado se acerca por ventura uno de esos que circulan por la ciudad vendiendo paquetes mustios de pañuelos de papel.
Será más sencillo remover el virus (de hecho las vacunas empiezan ya a multiplicarse) o incluso un reflejo automático (el de toser y estornudar en la mano, olvidando el pliegue del codo), que remover una ideología social. No es que hubiese que adherir sin más a esa esperanza inicial sobre un supuesto carácter democrático del coronavirus, la idea de que la pandemia nos afectaría a todos por igual; porque prontamente quedó muy claro que las cosas no serían así. Pero hay algo en lo que sí parece asumir un carácter igualador: iguala al conocido con el desconocido. Ninguno es de por sí más confiable que el otro, ninguno ofrece a priori más garantías que el otro.
¿Eso no habría de llevarnos acaso a un estado de recelo generalizado? No necesariamente. Y hasta puede que lo contrario. Si se concibe el metro y medio de distancia y el barbijo en la nariz y en la boca, no como una forma de aprensión y suspicacia, sino como una forma de cuidado mutuo, entonces lo que se generaliza es la protección y la solidaridad de unos con otros. Lo que zozobra, en esas condiciones, es esa premisa fundamental de la ideología burguesa: la que hace del hogar un espacio de preservación garantizado, imprimiendo por consiguiente un tenor amenazante al exterior, a ese mundo del afuera que queda más allá de la puerta; la que sacraliza a la familia como ámbito intrínseco del bien, otorgando en consecuencia a los foráneos un carácter en principio intimidante.
Es esa partición esencial de la ideología burguesa la que puede entrar en crisis, pero también la que puede porfiadamente resistir en el esquema mental del mito de los ocho meses de encierro: el que se aferra a la idea de que la amenaza está afuera, pues la casa hace las veces de muralla defensiva (de ahí la ficción de esos tantos y tantos meses sin asomarse y salir, cuando lo cierto es que mucho antes las calles de las ciudades habían ya recuperado buena parte de su circulación). También zozobra, y a la vez porfiadamente resiste, el decálogo de prevenciones burguesas y sus saberes de la discriminación: ante qué aspecto, color de piel o corte de pelo es preciso agarrar fuerte la cartera, meter celular en bolsa o retacear de la vista el reloj. Así, en tiempos de coronavirus, les pasamos el mate en mano a los primos de visita, pero nos metemos en una escafandra de asepsia si aparece por ahí algún turbio repartidor de estampitas. Pero la verdad es que la curva de contagios subió, en los primeros días de enero, como consecuencia de los encuentros producidos durante las fiestas de fin de año: reuniones de puertas adentro y sólo con seres queridos. Así fue como el covid más circuló; de ser querido a ser querido, en los livings decorados con retratos familiares, a la hora del chin chin o alcanzando el vitel toné de una punta de la mesa la otra.
Qué linda es la trilogía que consagró la Revolución Francesa. Notoriamente, entre nosotros, los autopercibidos republicanos suelen tildarse empero en el primero de los términos y desentenderse de los dos restantes con un descuido acaso intencional. La pandemia podría servir, aun dentro de sus tantas desgracias, para aceitar en la comunidad los hábitos algo desusados de la igualdad y la fraternidad. Igualados en el cuidado, todo otro se nos hermana. Para eso no hay que quedarse adentro; al contrario, hay que salir. Y aprender a estar con otros.
Una respuesta
Juan Sebastián Di Paolo
Voy a transcribir textualmente, parte del discurso de Engels ante la tumba de Marx
«…Así, como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica. Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana…» y desde luego da origen a lo que hoy conocemos como la familia, y que Engels explica con mucha claridad en su genial libro «El origen de la familia, la propiedad privada y el estado»
Después de la primera guerra mundial, no se si mis padres salieron mejores, peores o iguales, yo era niño y los quería.
Recuerdo Malvinas, todos lo recordamos, no me voy atribuir la petulancia de conocer a los argentinos, pero si algunos de los que vivimos en Venado Tuerto, nadie salió mejor.
Conclusión, no veo motivos para que durante y después de esta pandemia alguien de nosotros se mejor persona que antes