
“El sub-hombre debe interesarnos mucho más que el súper- hombre” Giorgio Agambem
Cuando la segunda guerra mundial termina, queda al descubierto y se hace visible toda la política de exterminio nazi. En Alemania, al campo de Kausferin en la región de la ciudad de Landsberg, llegaba el ejército estadounidense y liberaba a los prisioneros de campos de concentración de sus alrededores. Algunos cuerpos aún ardían en medio de un hedor nauseabundo y los sobrevivientes “parecían seres de otros planetas”. Lo que encontraron fue tan horrible, que el coronel Johnson a cargo de las tropas, ordenó reunir habitantes de los pueblos cercanos, traerlos y hacerlos recorrer el campo para que vieran lo que habían sido capaces de hacer los soldados de su país. En medio de la recorrida, mezclado entre los visitantes, el soldado George Laitman escucha el comentario entre algunas de las mujeres vecinas: “Hitler tenía razón. Los americanos son crueles… ¡cómo nos hacen mirar todo esto…!”
El coronel Johnson se había propuesto una lección sobre la crueldad humana. Sin embargo, sobre una escena materialmente elocuente, esas vecinas, testigos inauditos y fantasmalmente próximas al lugar de los hechos, no interferidas por ninguna arenga ni por ningún medio de comunicación, desplazan ese criterio de crueldad hacia otra interpretación. Hacen otro recorte del acontecimiento sobre el que construyen otra narración que las orienta hacia otra zona de lo sensible, otro sentido.
Un sentido configura un determinado orden; si es compartido por alguien más, muchos o pocos, comienza a construir cierta comunidad. Podemos considerarlo una de las formas del llamado “sentido común”. Determina juicios que se comportan como verdades más intensas que el conocimiento, creencias capaces de permanecer en pie por encima de cualquier fundamento, y que se van modulando como una respuesta provisoria a determinados problemas que plantea la realidad.
Alguna tradición ubicaba al sentido común como pensamiento vulgar, no cultivado, en contraste con la actividad real de la razón, encargada de superarlo. Desde otra perspectiva, alguna filosofía política del siglo XX lo vinculaba a la concepción del mundo que —de manera contradictoria, diversa, cambiante— alguno de los grupos dominantes de una sociedad hacía prevalecer sobre la de los demás. Frente a lo que, luego, era necesario potenciar un núcleo de “buen sentido” transformador. Esa tensión, se suponía, podía incubar “un sentimiento ardiente de revuelta». Pero no.
Un relato entonces que, en cierto tono de folletín anónimo, surge sobre algo que se percibe o se experimenta, pero no siempre se sabe o se comprende. Un lazo emocional fortalece su credibilidad y acompaña su reproducción. Y según se asimile o no, convalida una resistencia o una integración al paradigma que gobierna.
Más acá, Álvaro García Linera define como sentido común a los criterios morales, procedimientos lógicos y actitudes que hacemos sin meditar. También al conjunto de indignaciones y tolerancias cotidianas, luego de ser atravesadas por la educación, la tradición, la información. Un sedimento conservador reproductivo, que tiende a copiar las formas, no a cuestionarlas. En el fondo, dice, la política es una disputa por la conducción de ese sentido común.
En el vértigo de este tiempo de transformaciones, todo eso parece haber quedado lejos. Dónde reconoceríamos hoy “sentido común” entre la múltiple circulación de discursos, de saberes, con pretensión de explicaciones; cómo no confundirlo con lo intervenido por otras voces culturales, los medias, los discursos políticos, las plataformas, la vida digital, el logos científico, el imperativo económico, las sectas religiosas y todo eso. El escenario del teatro es una compleja trama de significados, a veces incomprensibles, de la que participamos desde un ínfimo lugar asignado en nuestra torre de Babel.
Mientras cada uno carga a duras penas con su propio alien, más luminoso o más oscuro, no resulta sencillo reconocer en el horizonte un espacio que hoy pudiéramos llamar común. “De abrigo y pan compartido/de algún objeto cotidiano/que yo pudiera llamar/nuestro”, como en el poema de Onetti.
Necesitamos recurrir a los fantasmas, a la identificación, a los olvidos, a las ficciones que nos eludan de la caída libre de la existencia. Asumir el conflicto de la condición humana produce dolor y así vamos expulsando cada vez más cosas y más gente. Impostamos la densidad de la vida para traducirla —cada uno como puede— en clave de clip publicitario con un guion dudoso.
Para Eduardo Gruner producir pensamiento crítico significa poner en evidencia y denunciar esos conflictos irresolubles que toda sociedad tiene en su seno y que el pensamiento hegemónico quiere ocultar. Esa actitud política que quiere hacer aparecer —todo el tiempo— la realidad como reconciliada o reconciliable. Pero no, la realidad no está reconciliada, y dentro de estos límites en los que vivimos no es reconciliable, más tarde o más temprano chocamos con esa imposibilidad, la de que no será posible eliminar la violencia, la explotación, la alienación. El pensamiento crítico es una primera denuncia de este orden establecido. Esa pesada lucidez de la inteligencia es lo que no podemos olvidar y que podríamos visualizar como el reverso de Instagram.
Hablamos de la aparente neutralidad del sentido común —que nunca es neutro— que se suele expresar como la mansa señal de las buenas conciencias, mientras confirma y refuerza las relaciones de poder y de sumisión establecidas —invisibilizando la violencia ejercida para consagrarlas— cuando cotidianamente obedece y reproduce esos mandatos.
Pero hay algo ahí, por ahí, más allá. Un rumor. Sentimos un aliento fétido saliendo desde las ventanas innumerables, soplándonos en los rostros. No sabemos qué nos están enrostrando. Pero si nadie lo pregunta, lo sabemos. Habrá que escuchar la laguna. Presentir qué, detrás de ese “inmenso remolino que obsesivamente gira alrededor de un centro sin rostro”.
Un sentido común que pudo ser creativo o rebelde, se manifiesta represor, restrictivo; es el aire oscuro que nos llega; una energía humillada, necesariamente destructora, nos recorre el cuerpo social, invade y no está dispuesta a escuchar ni a delegar nada.
Viene desde la piel sensible de gente, que está rota, quebrada, limada, hambreada, vacía, hecha mierda. Y también desde la del otro lado del barrio: de la gente que nunca sabe, que siempre se enteró después, que nunca creyó que, que acompañó lo peor y después se sintió defraudada, la gente que. Reaccionan con agresiva velocidad para invertir cualquier formulación que los interpele. Un primer gesto maniqueo: la invalidación moral del emisor, desechar de antemano el contenido de su discurso; luego, evitar la incomodidad de alojarlo y el esfuerzo de pensar. Adopta el viejo método de Goebbels: todo lo que no comprendo, debe ser destruido.
“Odiamos a los portadores del ideal al extremo -decía George Steiner hace muchos años- a quienes nos señalan una meta, que nos hacen una promesa visionaria que no podemos alcanzar, aunque hayamos extendido al máximo nuestros músculos; está fuera de nuestro alcance. Reconocemos su supremo valor, pero lo odiamos.»
Simplemente no lo quiero. La confirmación de lo que efectivamente ocurre o es, no importa. La “verdad” tiene que ver con lo que “yo creo”, eso sería todo; no importa que no tenga sentido, sea incoherente o disfuncional. Es simplemente así: escupo sobre tu mundo.
Un fascismo practico, pero desencantado. Que no sueña futuro, porque es impotente para eso; pero odia tan intensamente el presente, que eso le otorga una enorme fuerza de destrucción. Y para alimentar ese odio, si es preciso, puede forzar cualquier interpretación del pasado hasta hacerlo a su medida, sin pudor: “Torturar a la verdad, hasta que confiese”.
Es este ambiente, colofón del nihilismo y la técnica, que encuentra en el acto de consumo la única relación deseable con el mundo, la única forma de ser en el mundo; es que el consumo (el dinero) es lo único que garantiza derechos reales, por eso la pobreza asusta más que la muerte.
“Vidas abstractas acumuladas en un infinito vacío -profetizaba León Rozitchner. Nos pensamos desde lo cuantitativo, es el campo de la imaginación individual vaciada de sentido, girando sobre sí misma, desconsolada… Interiorizamos el cálculo hasta convertirlo en angustia: ya no sabemos ni siquiera qué nos duele”.
Un reino de abstracción delirante y un abismo maquinal. Según Bifo Berardi, la integración entre el capitalismo informático y las plataformas de redes, han creado el dinero financiero. Lo que en su forma extrema constituye la total financiarización de la vida y de la producción. El capital financiero como el punto más alto y más destructivo de un sistema que se transforma en un automatismo, convirtiendo al dinero en una forma de lenguaje. Un absoluto, en los términos de lo que experimentamos como la religión de la economía, un dios incorpóreo en la infinitud cuantitativa y abstracta.
Sin embargo, una escala sensible persiste todavía. No sabemos por cuánto más. Reaparece como síntomas que nos recuerdan la dificultad de una mediación con lo cotidiano; pesadillas, enfermedades, obsesiones, miedos incontrolables. Paradójicamente, son las distintas formas de la muerte las que nos apartan de la utilidad y el cálculo, por un rato.
Hace muchos años E. Cassirer alertaba sobre la recaída supersticiosa de la cultura en categorías del pensamiento mítico (como trágicamente la historia verificó tantas veces). Cada cultura es susceptible de regresión y cualquier avance es reversible. En épocas de crisis y confusión, con facilidad se adoptan modelos de explicaciones simples o recetas mágicas para temas complejos. Muestra la prevalencia del pensamiento mítico en las construcciones conceptuales, aun en las que circulan de manera sofisticada. Siguiendo la fascinación arcaica del tótem, que le permita descartar todo lo perturbador y otorgue una ficción de estabilidad, aunque las cosas continúen su devenir de cambio.
El mito es impenetrable a los argumentos lógicos, conviene recordarlo. Tampoco las pasiones lo permean, diría Diego Tatián citando a Spinoza: una pasión —que es un afecto— no puede ser vencida ni por una verdad, ni por una idea, ni por la razón ni por un discurso; solo puede ser vencida por una pasión más fuerte y de sentido contrario.
Cuánto es lo que pone en juego una simple formulación de algo distinto, cuánto es lo que amenaza desintegrar la simple imaginación de otra cosa. La nube está cargada de un narcisismo exacerbado, pueril. No acepta heridas y reacciona con furia cuando algo lastima el espejismo de sí. La sobrevaluada “importancia” de uno mismo.
Un proceso de subjetivación, cada vez más dinámico, desarrollado al amparo y guía del universo virtual, manipulado por corporaciones globales, van formateando rasgos egocéntricos, endogámicos, blindados, emanando un resentimiento aislado y extremo. Replicando el mecanismo y el dispositivo, demandan para sí lo mismo que a la web: respuesta inmediata, compensación infantil, satisfacción simbólica. Sabiendo que allí la experiencia no se basta a sí misma, requiere ser mostrada (y vista) para que se complete.
El divorcio espacial entre la ilusión o la promesa —cada vez más virtual, del habitar tecnológico— y la realidad afectiva y material, amarga la existencia. Mientras abundan noticias del éxito de otros, uno naufraga, a pesar del esfuerzo. Y no sabe cómo seguir. La frustración es el desánimo propicio para que eso condense en algún lugar como rencor, como deseo de venganza, compensación simbólica contra aquello-s que considero culpable. Y algo más: el odio que humilla necesita despreciar al otro, como condición de presumir la jerarquía propia, la diferencia. Es el resentimiento invertido, soy capaz de renunciar a mi derecho con tal de que no puedas acceder al tuyo.
Quienes se autogestionan cada día su propia sobrevivencia, autogestionaron también su propio sistema de valores y de mitos. De odios y de amores. Su manera de ver el mundo y de ver-nos. Si queremos hablarles, no nos escuchan. El lugar al que le proponemos volver, ya fue dinamitado. Esas almas han desertado, no hay nadie ahí.
Presenciamos un gigante esfuerzo cultural que va para el otro lado, que propone el retorno al estado de naturaleza. El pueblo innumerable, en nombre de la libertad, se desentiende de la mayor de las exigencias: hacerse responsable de las consecuencias de sus actos.
Así las cosas, entre el cansancio, el abatimiento y la excitación compulsiva. Pegamos un grito en la esquina, levantamos un banderín y tomamos una copa de dignidad autocomplaciente.
Y luego qué.
Marcelo Sevilla. Autor de La llanura hacia ninguna parte (Bardo 2017), La Biblio, esa historia (1ra edición Ají ediciones 2021 y segunda edición Ají ediciones junto con editorial Tinta Limón 2023) y Un siglo de Fútbol (Ají ediciones 2023). Cofundador de Revista Ají y Ají ediciones.

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