EL CRÍTICO LITERARIO EN SU LABERINTO

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En su primera novela El túnel (libro que probablemente sea de los más habituales entre los que nos “inician” en la literatura contemporánea en español), Ernesto Sábato sienta una posición que suele ser repetida casi a coro por muchos artistas (y público): el desprecio por la crítica. Según Sábato (o mejor dicho, según su narrador, el pintor Juan Pablo Castel), confiar en la opinión de los críticos profesionales de un libro o una obra de arte, es comparable a confiar en el éxito de una operación quirúrgica hecha por alguien que nunca ha entablillado siquiera la pata de un gato. 

Salvedad hecha de que muchos críticos son también escritores de éxito, la acusación apunta a la idea de que ¿cómo puede juzgar una obra de arte alguien que es incapaz de pintar un cuadro o escribir una ficción convincente? Podríamos empezar por devolverle a Sábato la pelota con su propia medicina: ¿cómo podría juzgar entonces esa obra el propio autor? ¿con qué parámetros? De todos los autores, escritores y escribientes que pululan en el mundo, ¿quiénes están investidos con la licencia divina para decir que lo suyo (o lo que les gusta a ellos) es bueno y lo de otros es malo? En suma: ¿por qué un texto literario es bueno y por qué es malo? ¿Alguien podría explicarlo? No he logrado hasta ahora, en más de medio siglo leyendo al respecto, ninguna respuesta que me deje completamente satisfecho, sin dudas, sin ninguna posible refutación que oponerle. 

Los anglosajones —o para decirlo más afinadamente: los ingleses— parecen haber resuelto el problema desde siempre con un método sencillo: categorías excluyentes. En efecto, para ellos existen dos clasificaciones básicas de lo que se escribe, publica y vende en las librerías: literatura culta y literatura popular. El propio autor no abriga dudas al respecto: desde el momento mismo de empezar a escribir se ubica en el lugar que presupone le corresponde. Miles y miles de historias de crimen y misterio, series de sagas familiares inagotables, y otros temas recurrentes, se escriben y se leen en mera clave de entretenimiento. Son los libros, digamos, que abundan en los vagones del metro. Ni siquiera Netflix y sus sucedáneos en las pantallas de los dispositivos móviles han logrado la hazaña de suprimirlos. Cosa curiosa, además: uno tendería a creer que a la gente actual le gusta lo que se lee del tirón, y no: la inmensa mayoría de los superventas de autores de quien nadie recuerda el nombre, son considerables tochos. Del otro lado están los autores serios, estudiados en las cátedras de Creative Writing y frecuentes en los suplementos culturales y las revistas por suscripción. Y a nadie se le ocurriría sugerir que Agatha Christie pudiese estar en la misma estantería que Lawrence Durrell o Virginia Woolf. 

¿Tienen los ingleses claros los criterios estéticos que explican esta tajante y genética diferencia? No les hace falta. Para la todavía increíblemente prejuiciosa sociedad británica, no es una cuestión estética sino de clases: hay unos sectores que, en relación con su posición en la escala social, se da por sentado que son quienes tienen acceso a la “alta cultura”, aquello a lo que los sociólogos llamarían “apropiación de los bienes culturales”. Un privilegio que les está naturalmente vedado a las clases inferiores, que —se supone— no tienen acceso al nivel educativo suficiente (en un país donde la enseñanza superior y especializada no sólo está privatizada sino que es carísima). No solamente a ningún miembro de ese sector “culto” se le ocurriría pensar que Agatha Christie sea una gran escritora, sino tampoco a los mismos que la leen con gusto. Hay literatura para los cultos y literatura para la plebe, y nadie lo discute, ni siquiera la plebe. Aunque por supuesto, cualquier estadística de lectura destruiría fácilmente esa falsa convicción que no se basa más que en un prejuicio social. Como tantas cosas en el Reino Unido, las normas (al menos formalmente) son una cuestión de clase.

Entre los lectores (y los escritores) de habla castellana, la cosa es un poco más confusa. O quizás más democrática, lo que no significa que ello resuelva el problema. En un listado de suplemento literario (que puede ser considerado de algún modo como el estándar de la lectura culta) sería frecuente que entre “los mejores libros del año” Arturo Pérez Reverte, Isabel Allende o Carlos Ruiz Zafón alternasen con Bolaño, Piglia o Vila-Matas. O que haya lectores no necesariamente iletrados que incluyan entre sus lecturas de cabecera a El Código Da Vinci. La considerable mezcolanza de “mecanismos de consagración” que no han logrado por ahora imponer una hegemonía (suplementos y revistas más o menos especializadas, críticos pagados o no por las editoriales, cátedras universitarias y otros), sumado en los últimos años a las fatídicas “redes sociales” (sobre todo en el campo de la poesía, que es más cortita de leer), generan (y han generado históricamente, mucho antes de que los Like intervinieran en el asunto) una sopa de criterios en la que resulta difícil moverse. 

Y no es que no haya criterios estéticos, tomas de posición enérgicas y luchas fratricidas. Incluso, autores defenestrados antes de ser leídos (pongamos por caso al pobre Paulo Coelho, mencionado unánimemente cuando se quiere ejemplificar “cómo no hay que escribir”, incluso por jóvenes autores que, sin advertirlo, escriben más o menos como él). El problema es que, al no existir prácticamente ningún tipo de explicación irrefutable, aceptada unánimemente, sobre las características del hecho literario, ¿con qué derecho —como no sea el autoritario— le negamos al admirador de Coelho o de poesía instagramiana el considerar que es su gusto literario, y no el de los que leen a Beckett y T.S. Eliot, el que tiene más valor? Al fin y al cabo, lo único seguro es que Coelho tiene más lectores (como los tuvieron Dumas, Ponson du Terrail, Daphne du Maurier y otros en su momento), al menos durante el tiempo que siga estando de moda. Del mismo modo, ¿quién es el que puede dar una explicación realmente comprensible de por qué la letra de una murga de carnaval o el encendido verso del que enarbola su verbo viril contra los poderosos —sean estos quiénes sean en cada caso– es menos poesía que la de Octavio Paz? La presunta “democratización” de los criterios estéticos, en este caso, convierte al terreno de la literatura en un campo de batalla con reglas y normas cambiantes, pero sin leyes. ¿Es mejor o es peor?

Sabemos que la autonomía del hecho artístico es relativamente reciente. Hasta mucho después del Renacimiento, los creadores eran artesanos al servicio de la propaganda del poder político o religioso; y ese largo y complejo camino tiene sus momentos prototípicos como por ejemplo el teatro isabelino, apoyado (y tolerado o censurado de acuerdo a las circunstancias) por el poder real, pero al mismo tiempo muy dependiente de la existencia de un nuevo público plebeyo, lo que llevó al propio Shakespeare a crear un lenguaje desprejuiciado y popular para inventarse las historias dinásticas según lo que le convenía a los reyes. El artista (y el escritor) encuentran en la formación de un mercado de oferta y demanda la posibilidad de su independencia, reforzando su individualidad y el concepto de propiedad de su obra —paradójicamente— como un acto de rebeldía contra la “despersonalización” de la sociedad industrial. El ideal romántico del “genio” y la búsqueda de autonomía de su arte, mina las bases de las preceptivas que hasta entonces organizaban los juicios de valor de las obras, incluso hasta el punto de prescindir del gusto del público (ratificado en la sanción económica que significa la venta de las obras). Paul Valery diferenciaba las obras escritas para satisfacer a un público, de las escritas para crear un público nuevo; un criterio de valoración que todavía forma parte de algunas teorías estéticas. Schücking afirma que esta descomposición de la “autoridad” valorativa, condujo a los artistas a la aparición de lo que él llama “sociedades de admiración mutua”. Esas “sociedades de admiración mutua” generan y defienden valores y criterios estéticos en una lucha libre por la hegemonía de lo que Bourdieu llamaría “campo intelectual” (o su subconjunto, el “campo literario”), es decir: por la apropiación de los mecanismos de consagración. 

En una metáfora a mi juicio ajustadísima, Bourdieu compara el campo intelectual con la Iglesia: existe un dogma que se atrinchera en sus sacerdotes para resistir los embates de los herejes, quienes una vez que han conquistado la fortaleza, cierran filas alrededor de los nuevos dogmas que han impuesto, para defenderlos de los herejes próximos. “Lo que con frecuencia es descrito como competencia por el éxito es en realidad una competencia por la consagración, librada en un mundo intelectual dominado por la competencia entre las autoridades que reclaman el monopolio de la legitimidad cultural y el derecho a retener y conferir esta consagración”. Por supuesto, no todas las herejías se imponen, lo que significa no sólo una lucha entre sacerdotes y herejes, sino entre los mismos profetas de diferentes herejías. ¿No es esa una descripción perfecta del campo intelectual contemporáneo?

Bourdieu también acuñó otro “axioma” provocativo: artista es aquel de quien los otros artistas dicen que es artista. Parece una boutade, pero si lo miramos bien, es una verdad como un templo. Es el criterio de quienes ocupan la centralidad (los sacerdotes) o la marginalidad emergente (los herejes), quien decide la aceptación de una obra en la “buena literatura”. Tal como hace un siglo demostró ya Duchamp con su inodoro: rechazado por el Salón oficial no era una obra de arte, aceptado por el Salón alternativo sí lo era. (Y si quedó en la historia como una de las obras cumbre del siglo XX no es por su belleza “intrínseca”, sino por su significación conceptual en la polémica sobre la identidad del arte). Sacerdotes y herejes pertenecen al mismo campo cultural: críticos, comentaristas, curadores o polemistas, todos dependen de una categoría de pensamiento que los incorpora a los “artistas” vigentes. Así que, la provocación de Bourdieu, como se ve, no va mal encaminada. Aquí el público no pinta nada: el éxito de ventas no transforma en “gran escritor” ni a Paulo Coelho ni siquiera a Agatha Christie. 

Resumiendo a las apuradas: la literatura considerada como entretenimiento (que aunque parezca que nadie lee, por algo será que se venden millones de libros) va por un lado —impulsada por la industria editorial, las librerías de toda la vida y las Amazon&cia, los comentaristas pagos de las revistas populares, las campañas de marketing y las “sociedades de aplausos mutuos” de Facebook e Instagram—; y la literatura considerada como arte, por el otro —al amparo de la crítica especializada, la academia y la universidad, y los sellos editoriales “exquisitos”—. No sería vano hacer notar que las grandes empresas editoriales monopólicas tienen sellos dedicados a la “literatura de masas” y sellos dedicados a la “literatura culta”, todos rindiendo cuentas a la misma caja. El capital no tiene prejuicios literarios a favor de unos o de otros: recauda.

Pero volviendo a la pregunta inicial: entonces, ¿por qué una obra literaria es buena o es mala? ¿Es que debemos denunciar este aparente sectarismo endogámico de los “mecanismos de consagración”, para dejar los juicios de valor una vez más a la “mano invisible del mercado”, o sea, a la respuesta de los lectores (una propuesta que es fácil de vender al mismo tiempo como “liberal” y como “democrática”)?

Recuerdo que hace algunos años el museo Picasso de Málaga ofreció una muestra poco usual del grabador del siglo XV Albert Durero, en la que destacaba una famosa plumilla que representa una liebre. El arte en Málaga es un reclamo turístico, así que los medios de prensa le dieron gran despliegue, mencionando y reproduciendo incluso la supuesta pieza predilecta. Me he reído hasta agotarme con la anécdota de un amigo que asistió, rodeado de muchedumbres de señoras pensionistas en turismo de tercera edad que avanzaban rápidamente por los pasillos a la voz de “lo importante es el conejo”. Pero a fin de cuentas, ¿acaso nosotros si vamos al inmenso Louvre no pasamos de largo por decenas de obras para dirigirnos a ver antes que nada La Gioconda, o Las Meninas si se trata de El Prado?

Con todo, es evidente (al menos para mí) que la idea ingenua de la “democratización” de la crítica es tan falaz como la reforma de Lutero. Dejar al “público” la tarea de juzgar y consagrar o no el valor de una obra, es la más grande de las mentiras. El “gusto” no es una condición innata de las personas, sino el resultado de un cúmulo de prejuicios sociales desarrollados por la educación (y por lo tanto, epocales y conservadores); sumados a la influencia de los mecanismos ideológicos de la cultura en la que vive (en la sociedad actual, cada vez más una cultura global dominada por los medios de comunicación). Que un escritor de poemas tenga miles de seguidores en facebook o instagram, o que una estrella de la TV venda millones de ejemplares de su primera novela escrita en realidad por un “negro” literario (e incluso gane unos cuantos premios), no quiere decir que su libro valga algo. De hecho, seguramente será rápidamente denigrado por críticos (y autores) participantes de otros sistemas de consagración (la universidad, por ejemplo). En la práctica, entre la obra y el lector existe una enorme cantidad de mediaciones, que nunca o casi nunca son desinteresadas. Primero, los criterios de la editorial, quienes a su vez acuden a menudo a las obras recomendadas por críticos de su confianza, autores de su misma casa, etc. Luego los críticos de divulgación (básicamente los suplementos culturales de periódicos, que actualmente pertenecen a los mismos grupos empresariales que las editoriales que editan los libros); las revistas supuestamente canónicas tipo Granta; las listas de “los mejores de…” inventadas por ferias y distribuidoras en connivencia con las editoriales; y desde luego la universidad con la tiranía de sus culteranismos internos que convierten el incesante chorreo de “papers” en fotocopias en las que es obligatorio compartir las terminologías y lenguajes de moda. 

Y por supuesto, toda esta mescolanza con sus consecuentes adherentes y detractores que se miran entre sí por encima del hombro, otorgando o negando valores sólo en función de sus propios códigos. “Tribus” literarias que normalmente se encabalgan mientras alguna tendencia predomina sobre otras, casi siempre en función de los climas sociales predominantes en cada época, y se disuelven o cambian de trinchera cuando su tiempo se agota.

Hace años (fines de los 70 y principios de los 80) yo trabajé en una de las librerías más míticas de la calle Corrientes en Buenos Aires (Librería Hernández, para más datos), por donde circulaba la práctica totalidad de la intelectualidad porteña (a excepción de cierto sector de “cultura aristocrática” que prefería sus reductos de Barrio Norte). Allí se organizaban con frecuencia presentaciones de libros de autores que iban apareciendo en esos momentos. Conversaba un día con una autora que participaba de una de las tendencias predominantes en el mundo filouniversitario, que entonces era la de destacar el barroquismo verbal y la pirotecnia estilística denigrando la representación (estábamos bajo una dictadura y ya no estaban de moda los “escritores comprometidos”), encandilados con un sagrado Severo Sarduy de quien ya casi nadie se acuerda. Alguien se acercó a preguntarme qué escribía el joven autor que un rato más tarde presentaría su libro. A la escritora —que no nombraré— entonces muy en el candelero, le bastó con pocas palabras para desacreditarlo sin mancharse: “es un realista, o algo así”. Este tipo de juicios son el ejemplo más acabado de hasta qué punto cada época da por hecho (dentro, por supuesto, de los sectores del campo intelectual que ejercen o disputan cabeza a cabeza la hegemonía) que hay estéticas “buenas” y estéticas “malas”. Pero el soporte teórico de esos juicios es sólo ideológico, y como tal, histórico y pasajero. Huelga decir que cuarenta años después de aquella anécdota, sólo algunos de quienes vivimos aquella época recordamos a la escritora en cuestión. Lo mismo ocurre, debo decirlo, con el escritor “realista” que se presentaba aquella noche.

La anécdota podría ser transferida a cualquier otro momento, con otros criterios estéticos hegemónicos diferentes. A principios de los 70, en la Argentina eran “jóvenes promesas” una multitud de nuevos autores identificados con la etiqueta general de “escritores comprometidos”, mientras que se ignoraba sistemáticamente (salvo en cenáculos marginales) a quienes se desentendían de la Revolución Cubana y la utopía revolucionaria. Se me hace difícil mencionar algún nombre de aquellos que haya superado el medio siglo transcurrido. En la actualidad, este encabezamiento del suplemento cultural del periódico argentino Página/12 (sobre una novela de Gabriela Cabezón Cámara) es el estereotipo a seguir: “Su novela Las aventuras de la China Iron reescribe el Martín Fierro desde una perspectiva feminista, poscolonial y LGTB”. Es lo que toca. La literatura feminista o LGTB en la Argentina tiene muchas y muy interesantes “jóvenes promesas” muy solicitadas por los directores de las editoriales, pero está por verse qué nombres sigan existiendo dentro de cincuenta años, cuando esas minorías hayan sido totalmente integradas a la dinámica social y el asunto ya no sea de actualidad. Lo extraliterario, en realidad, es lo que identifica la literatura predominante en cada época. Y es normal que así sea, porque se trata de asuntos, temas o tendencias que están profundamente arraigadas en la sociedad, y por tanto en la conciencia del escritor de cada época. La pena es que ese criterio actúe como condicionante, censurando o descartando otras cuestiones más específicas del arte literario (y a quienes se apartan de esas tendencias epocales).

“Los autores hacen la obra, y los críticos hacen la literatura” decía Ángel Rama (cito de memoria). No es una soberbia del crítico uruguayo: son los comentaristas de las obras los que encuentran y clasifican las “tendencias” de cada momento, construyendo taxonomías comparativas basadas en criterios a menudo disímiles. Un ejemplo: ¿qué tienen en común las novelas de García Márquez, Julio Cortázar y Vargas Llosa, los tres máximos representantes del llamado “boom latinoamericano”? Literariamente, prácticamente nada. Sin embargo, nadie podrá negar que los tres participan de ciertas condiciones extraliterarias epocales (políticas, identitarias e incluso editoriales) que dan sentido a que la crítica las haya colocado en la misma estantería. Y como lectores —ingenuos o especializados— cuando leemos un libro lo hacemos a través de un back-up previo que lo contextualiza. Difícilmente elegimos un libro para leer (seamos público masivo o incluso especialistas en literatura) por mero azar: siempre hay algún mecanismo previo que ha dirigido nuestra atención hacia ese libro. En ese, y en otros muchos sentidos, estoy convencido del rol determinante que juega la crítica como intermediaria entre la obra y el lector. Le guste o no le guste al personaje de El túnel de Sábato. 

Claro que esa posición tiene sus riesgos. Muchos de nosotros seguramente nos hemos encontrado algún a vez en la situación de tener que escribir un prólogo o una reseña para algún amigo cuya obra no nos despierta el mínimo entusiasmo. Y —gajes del oficio— somos capaces de escribir varias páginas sobre ella evitando durante todo el tiempo decirle al lector lo que él está esperando: si el libro nos gustó o no nos gustó. Quiero decir con esto, que evadir el juicio puede también ser una forma de esquivarle el bulto a una de las responsabilidades que de algún modo uno contrae como crítico: orientar al lector para ayudarlo a hacer una lectura lo más creativa posible de la obra, ayudarlo —como diría Eliot— “a amar el poema”. Como es fácil de advertir (y no he intentado ocultar en ningún momento, espero) llego al final de este artículo sin dar respuesta a la pregunta original: ¿Qué es lo que determina que una obra literaria (una novela, un poema, un cuento) sea buena o sea mala? Suponiendo, claro, que la respuesta realmente exista. Y es que estoy convencido de que, se pueda o no responder a esta pregunta en términos absolutos (digámoslo mejor, en términos divinos), los críticos tenemos la obligación de buscarla. Y me gustaría mucho que esta nota fuese el inicio de una polémica que desde luego no tiene nada de original, pero que cada tanto vale la pena traer de nuevo a escena.

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