De hace un tiempo a esta parte, el significante “progresismo” se ha ido vaciando y llenando a través de una miríada cada vez más variopinta de sentidos que ya parecen del todo desinhibidos, y a diestra y siniestra los contornos de lo considerado progre se han desdibujado lo suficiente como para volverlo un trending topic de scroll febril, un tema de sobremesa que se blande con la cautela del doble filo, una identidad de la que ya nadie se autopercibe del todo. Y si bien las voluntades reaccionarias ahora denuncian a viva voz varias de las supuestas inmoralidades progresistas, es innegable que, a pesar de que la mayoría de la sociedad no suscribe a miradas tan polarizadas, la balanza de varios consensos se ha quebrado definitivamente, y de pronto el “ser progre” va quedando fuera de tantos sentidos comunes que antes ni siquiera lo cuestionaban, comienza a ser mascullado en cierto tono peyorativo.
A simple vista se podría apreciar un juego de reflujos, el corsi e ricorsi de la reacción moralista frente a años de inflamada propaganda de la industria cultural, la restauración vetusta frente a una ola que parecía arrastrarnos a pleno relativismo desde el centro hasta encontrarnos ya en la orilla, de vuelta rearmados pero conmovidos. Ningún espíritu crítico, sin embargo, podría quedarse en esta explicación de simple binomio, en la insalvable superficialidad de progres versus fachos, ya que es este tipo de análisis el que en realidad obstruye la discusión madura por encontrar puntos racionales de encuentro. Claro, buena parte de la incapacidad de definir ciertas equidistancias radica en que la discusión entre ambas posturas sólo suele ser brindada desde estas mismas posturas, por lo que sólo se le facilitan a la sociedad los respectivos estereotipos altamente demonizados en base a una construcción de sesgado cherry-picking (del señor asqueado por la homosexualidad a la feminazi que sólo quiere terminar con la Familia, pasando por un doloroso etcétera). Esta reacción de rechazo reflejo sin dudas ha empantanado la discusión hacia confusiones innecesarias, hacia verdades puntuales que no representan ni ayudan al grueso de la sociedad, y es este marcado espíritu de alteridad el que impide que prosperen las críticas constructivas: frente a un escenario de completo odio, cualquier progresista pierde la capacidad de diferenciar la crítica venenosa de la bien fundada, derivando luego en el corset de lo políticamente correcto y una cultura de la cancelación que busca barrer del mapa a todo lo que se mueva, retroalimentando así el ciclo de intolerancia primera que le permite victimizarse al mismo intolerante, recayendo en el mismo vicio de lo indiscernible: el que le dice facho a todos probablemente termine siéndolo.
Y de estas conductas de superficie a veces sacamos en concreto sólo lo evidente: un humor de época que nos muestra el eje corrido de la discusión, pero sin saber bien por qué razones ocurre. Nos da a todos la palpable sensación de que el consenso reaccionario ha empatado la partida, y esto se ha debido a sus buenas tácticas ofensivas que han señalado al progresismo como un orden determinado, una figura de bordes de excepción (mediante casos estrambóticos) que lo ubica como algo importante, pero ya por fuera del sentido común. Al criticarlo lo sube a una contienda pendular y lo corre del centro en que tan cómodo estaba y del cual los mismos reaccionarios no se animaban a señalarlo años atrás. Es decir que propiamente el concepto de lo progresista se ha politizado en el sentido más vulgar, o sea, es ahora factible de ser discutido y delimitado, y por ende es también factible que suban a enfrentarse otros modelos a la contienda, como el de Dios, Patria y Familia (o lo que sea que eso signifique en esta era de internet y ansiedades…). La primera victoria de su “cruzada cultural” es que los estándares de lo progre y su eterno relativismo se han vuelto asimismo relativos, y esto deriva en la primera dificultad (propia de discusión para toda una tarde) de definir exactamente qué entienden las mayorías como progresista cada vez que -para bien, y también, para mal- se gatilla la palabra.
Pues bien, a la definición de progresismo le caben anclajes históricos y miradas generalistas, y casi que cada quien tiene su aporte desde su campo, pero se podría convenir que al menos en un sentido básico consigna en el plano cultural a un espíritu de vanguardia comprometido con causas de igualitarismo y tolerancia general, con especial consideración hacia el derecho de grupos vulnerables y minoritarios. Es este un espíritu con el que, al menos en principio, casi nadie podría manifestar su desacuerdo, pero sería muy ingenuo pensar que la debacle del progresismo actual se deba sólo a la aún más ingenua demonización de la Internacional Reaccionaria. Por supuesto que las causas son múltiples, pero por eso mismo algunas de ellas se pueden ubicar hacia el interior de toda la gran variedad de consensos e identidades que pueden ser señalados -a veces con dedo inquisitorio- como progresistas. Sucede que el universo de lo progre ha crecido tanto, ha relativizado tantos sistemas antes quietos, ha repleto tantas bateas y ficciones, que también en su interior existen puntos ciegos de los que nadie parece hacerse cargo. No es casualidad que hasta en boca de Elon Musk se reproduzcan alegorías como el del “woke virus” en referencia a su hija trans; la odiosa comparación remite a la implacable e invisible reproducción de algo que podría estar en todo. Y en este desarrollo exponencial el progresismo también ha inquirido en contradicciones y torpezas que amplían su impotencia frente a la avanzada conservadora. Pasa que su presencia simbólica se da de forma gradada en innumerables expresiones de la cultura, y nada alcanza a ser de pura cepa progre, así como nada parece dejar de serlo por completo. Esta condición de lo etéreo complejiza aún más su definición y, para varios targets fuertemente resentidos, vuelve más atractiva la figura demoníaca provista como contraparte por el conservadurismo, quien recorta la heterogeneidad de lo progre con el trazo de lo conspiranoico e inmoral (“vienen por tus hijos”), brindando así un sistema burdo pero sencillo, de rápida comprensión y aplicación práctica, una caricatura que tapa los verdaderos insights de fondo.
A continuación, cinco puntos que podrían ayudar a aclarar la cosa.
1 – La inherente contradicción del progre-posmo.
Anterior a cualquier reproche, existe una contradicción fundante. El progresismo históricamente ha sido un consenso que, en cada época desde la modernidad, se ha ubicado en la proa de la nave de la Historia, bien dispuesto a correr la medida correspondiente para que la sociedad fuese más equitativa. Lo que no se suele comentar es que esta ansia progresista creía en el desarrollo de la Historia (y su ilustración, su ciencia, su democracia y mercado) como parte de un relato mayor, habitaba el paso del tiempo con la fundada expectativa de que el proyecto de la modernidad conduciría naturalmente a un inherente orden de mayor justicia social. Ergo, era un espíritu situado a la vanguardia del avance hacia un horizonte que la modernidad, con sus instituciones e industrias, ha ido defraudando paulatinamente hasta llegar a los campos de concentración y el armagedón atómico, hasta llegar a la hipervigilancia y el mercado global, hasta llegar, en 1979, a la denuncia por La condición posmoderna con que Lyotard relativiza la preponderancia de las grandes narrativas que abogaban por los sentidos subyacentes al Progreso. Es decir que de los 80 en adelante la ideología del Progreso se diluye, su horizonte se desdibuja ya que se quiebra la teleología optimista de la modernidad: todas las promesas del desarrollo histórico se comprueban a medio cumplir y la presunta utopía de su eterno horizonte es reemplazada por la demostración de la distopía (y la creciente intuición de que todo podría empeorar más…). Este es el punto clave que descentra casi por completo al progresismo y su potencia: la fuerza traccionadora basada en la verdad fundamental del progreso hacia un horizonte de inherente equidad (como bien dijo Galeano: el horizonte para avanzar) se desdibuja por completo, pierde la potencia de su cohesión bajo una miríada de verdades atomizadas y un mar de sujetos posmodernos que ya desconfían de la inherente razón de cualquier meta-relato que condicione su pequeña historia, que leen todo desde un estado de segundidad: la eterna ironía de lo que no se ha podido, de lo poquito que siempre se puede hacer para que la cosa mejore. El horizonte común y su atractivo ideal es cambiado por la brújula íntima y su norte caprichoso. Y si la dirección del progreso no convoca mayorías, entonces es justo pensar que su ideología práctica perderá también su filo.
Este es el golpe letal hacia las bases de cualquier camino de progreso; si su norte ordenador pierde convocatoria (su interpelación casi basada en una suerte de fe) entonces sólo quedarán voluntades dispersas y pensamientos débiles, personas comprometidas al cambio pero sólo en la medida de su individualidad, que generalmente no se ven a sí mismas como sujetos de la historia, sin otra cosa salvo pequeñas conquistas de lo cotidiano, carentes de un panorama que las cohesione a todas y las integre en un combo potenciador. Esa falta de una norma mayor y cohesiva es lo que aterra a muchos de sus detractores, gente algo conservadora -sino simplemente vieja- que se encuentra dispuesta a respetar las voluntades individuales de cada uno pero que se horroriza de sólo pensar en el panorama de “vale todo” al cual la posmodernidad acelerada parece alentar con su ultratolerancia y eterno relativismo. Esto no es algo extraño: prefiere las normas firmes a vivir en la anomia de que todo sea contestable.
Ergo, si la contradicción entre progresismo y posmodernidad no es palmaria, al menos hay que admitir que muestra tensiones sumamente complejas, zonas incoherentes que devienen en este sujeto débil tan de moda desde los años noventa y su cultura de consumo, sujeto cuya tolerancia es real pero tan etérea que nunca lo termina comprometiendo con el progreso de ninguna causa que divida las aguas de la historia, que postule el orden de un mundo por hacer en vez de una gaseosa de envase ecológico. Es decir, ganan terreno las pequeñas causas de lo atomizado pero el espíritu progresista en conjunto pierde fortaleza, la convicción de un alineamiento común hacia el mismo fin inevitable.
Es decir ¿hacia dónde avanzar con tanta decisión si cualquier orden se desglosa en una catarata de relativismos que a fin de cuentas abreva en la individualidad?
De aquí suelen provenir los reproches al progre como un individuo en realidad endeble, sujeto que se encuentra ya tan filtrado por el tamiz de décadas posmodernas que hasta incluso sus parámetros de tolerancia y buena intención pueden hundirse en su mismo relativismo, condicionados por sus sesgos de clase, grupo social, género, comunidad discursiva o estética. Entonces no es que el espíritu progresista sea reprochable en su compromiso político, sino que se ha visto definitivamente disminuido en su mixtura con la posmodernidad que ha conducido a la sociedad a descreer de los mismos destinos de este progreso.
2 – Absorción mercantil
Si se acepta entonces esta primera idea del espíritu progresista disminuido, se llegará rápidamente a razonar que la vocación de cambio contra toda autoridad haya sido parcialmente absorbida durante décadas por la más grande y compleja institución de los últimos siglos, la máquina de resignificar peligros, la democracia de góndola, el eterno código de barras y todo lo oculto por su fetiche: the market.
Si bien puede resultar algo novedosa la incorporación de causas como el feminismo o la tolerancia racial o de identidades sexuales, cierto es que la enunciación de las marcas y su incorporación en la industria cultural ha avanzado de forma exponencial por lo menos desde la popularización de internet y su dios algorítmico. Ahora las mismas marcas, que en otro tiempo callaban, se embanderan en todas las causas de igualitarismo social (no tanto de progresividad impositiva…) que maximicen el brillo de su slogan. Sin dudas esto nos resulta algo positivo, pero sólo de forma superficial: comprendemos perfectamente que estas causas son blandidas en base a una conveniencia de “impacto” social y atadas a un cálculo de utilidad propio de cualquier unidad de negocios. Así, una vez más, das kapital activa su encanto mefistofélico: prometiendo la vitrina principal a costa de aplacar el espíritu primigenio, aquel espíritu que en defensa del Progreso estaba dispuesto a batirse contra todo. Es este sin dudas un juego de transas e hipocresías tantas veces denunciado por cualquier hijo de vecino: ¿conviene que la gran cerveza auspicie la causa de los pobres osos polares? A primera vista, sin su respectivo tratamiento estético-publicitario, nos resulta chocante; tan luego comprendemos su complicidad de utilidades mutuas y entonces el pensamiento nos orienta hacia la línea roja que debería dividir categóricamente los perfiles del progre light contra el del progre hardcore. A saber: un espíritu progresista auténtico sería aquel que esté dispuesto a plantear al mismo régimen capitalista como problema-base para la causa que su mismo espíritu defiende, es decir, que comprenda la complejidad de su causa inserta en un orden político-económico mayor, que naturalmente podría -o tal vez no- enfrentarlo a un conglomerado del lucro. Sin dudas es este el perfil de progresista que asusta al mercado: el que denuncia lógicas en vez de situaciones puntuales, es decir, el que no está dispuesto a que su causa sea auspiciada por cualquier consorcio.
Pero claro, los perfiles que arrasan en el mainstream de la industria cultural suelen ser aquellos que levantan banderas muy nobles… pero que nunca cuestionan los números. Esta ductilidad capitalista es la voluntad inalienable que le ha permitido sobrevivir a absolutamente todo y ya la conocemos desde la primera remera con la cara de Ernesto Guevara hasta la última película con personajes feministas producida por productores con futuras causas (…judiciales). Sabemos que casi todo puede volverse mercancía, y así también se han integrado (para bien y para mal) tantas banderas de propaganda multicolor. Esta es una línea roja por momentos sumamente recta: el progre hardcore no está dispuesto a entregar su bandera como un mero insumo de la industria cultural, sino tal vez aceptaría que los antiguos parámetros de esa industria se redefinan de forma sincera, es decir, más allá de la última especulación del lucro (superficialmente pueden estas dos parecer la misma acción, pero la lógica subyacente en ocasiones las divide con suma claridad).
A este respecto, merece un párrafo aparte la ingenuidad de lo que la Internacional Reaccionaria denuncia como “marxismo cultural”, ya que es sumamente llamativo observar a por lo general hombres blancos y héteros denunciar el espíritu de lucro del capital sólo cuando el capital levanta las causas de cambio progresista que -por alguna oscura razón…- van tan en contra de su propia dignidad. Es como si el espíritu reaccionario no captase lo que todos sobrentendemos: por supuesto que tal plataforma de streaming produce una serie sobre el travestismo por la principal condición de que le da ganancia, pero es que cualquier industria en el régimen capitalista (aquel que tanto defienden a rajatabla) siempre, pero siempre, se orientó en base al valor más rentable para su respectivo target. Entonces es de suponer que su infamia es de doble nivel: no sólo se molestan por la propaganda de equis causa progresista, sino que detestan el hecho de que haya sido la misma lógica implacable del lucro (aquella que supo imprimir la Guevara’s shirt) la que ahora se adhiere sin concesiones a que la princesa sea afro o el príncipe sea gay. Esta ilógica denuncia antiprogre sólo puede fundarse en la orfandad de su principal bandera, y de tal forma, así como el proletario fue el enemigo de otra era, ahora se busca emparentar la causa del progreso de derechos civiles con el marxismo, pariendo entonces al absurdo del “marxismo cultural”. El único argumento para disparar esta blingblinesca consigna es que, en muchos casos, si bien no en todos, tanto la causa de la “socialización de medios de producción” (grandes comillas para el caso…) como las de tolerancias civiles son ambas sostenidas por los mismos representantes políticos, es decir, la “izquierda”, pero se cae en una contradicción insostenible al postular el inherente maridaje entre la organización socialista y los derechos travestis… y esto puede ser rebatido tanto a nivel material como simbólico: el primero es el susodicho financiamiento de estas propagandas en general por parte de grandes consorcios plutócratas que sólo buscan el lucro, pero el segundo, más gracioso aún, es que la misma figura propagandística postulada en dichas industrias culturales, o sea, por ejemplo, la trans del póster, no deja nunca de cumplir con los totales parámetros de un perfecto sujeto neoliberal que se toma a sí mismo como unidad maximizadora de utilidades y alienadísimo en los más arduos sistemas de consumo (sistemas a los que, además, suele hacerles un grueso favor). Dicho en criollo: la chica trans de las películas no suele buscar más que ganar muchísimo más dinero para hacerse unos senos cada vez más grandes y depurar su ingeniería trans (la cual, sospechamos, es bien costosa) sin jamás cruzarse un ápice con cualquier tipo de dogma marxista. Por ende, cabe concluir que las mismas figuras del mainstream progresista no son más que un desarrollo del -¡oh tan libre!- mercado global y no guardan ninguna conexión transversal con las adustas fascias de un futuro politburó. (Cuidado: esta desconexión es también la razón por la cual una trans puede votar, a pesar de todo, por Milei).
3 – Vaguedad conceptual
Y si se acepta que la posmodernidad debilita la voluntad política del individuo de Progreso, también se puede abordar su deriva intelectual, el mapa de sus principales elaboraciones conceptuales.
Con atenernos a los hechos alcanza bastante: más de un teórico champagne de centroizquierda habrá perdido su sinapsis prosística frente al derechazo electoral y sus implicancias culturales. No es casualidad que buena parte del progresismo bien pensante no haya siquiera advertido a Milei o sólo lo haya subestimado como un exótico satélite siempre por fuera de la ideología núcleo del común argentino. Pero no alcanza con tomar esto sólo como posible prueba.
Cabe entonces pensar que de un sujeto disminuido se desprenderá un sistema de pensamiento también disminuido, y esto es lo que hace al principal rasgo de elaboraciones teóricas que surgen siempre de un sistema descentrado por la posmodernidad, que carece de sólido timón. Muchos de los exponentes del pensamiento progresista, cada uno en su metier, son gente aguda que sabe inquirir sobre temas bien observados en la sociedad, pero su pensamiento resulta siempre lateral, suscrito a pequeños contextos de sentido que nunca proveen una seguridad política algo más allá del horizonte propio del estado del arte. El pensamiento teórico progresista no trasciende una instancia micro -más o menos atractivo según su medio cultural: sea un tuit, una columna, un video, un libro…- y sus elaboraciones teóricas nos dan tantas veces la sensación de permanecer dóciles, sin un gramo de originalidad, hundidas en la redundancia de lo que ya acordábamos, hasta incluso aburridas en su propia impostura de afanarse en el gesto analítico y sin embargo no proveer municiones concretas. Nunca abordan de raíz el problema al que se refieren, las típicas elaboraciones “críticas” progresistas suelen ser “de rodeo”, y hay una razón para que siempre anden como rumiando la cosa: no tienen un núcleo que las organice como centro de la trama y que las obligue a tomar la palabra como herramienta para cortar transversalmente el sentido histórico. No tienen relato porque no creen en eso, y eso los ubica pero las dispersa en todos los relatos. Las integra al mercado en su mismo éxito paradójico de café-descafeinado, prometiendo un genérico de tribulación intelectual para luego ser debidamente descartados como los coloridos envases que sólo registramos en apenas un instante de goce estético para terminar luego en el fondo de la bolsa negra común. ¡Cuidado!: no es lo mismo que ser militante, sino que es reconocerse como sujeto histórico y de ahí esgrimir un mapa de sentido que trate de asirse a los hechos (algo imposible pero inevitable) en vez de perderse en su propia nube de eterna impostura pseudocrítica, análisis trasnochados sobre “el clima de época”, esforzados efectos de sentido que se diluyen en la categoría de lo autoperceptible negándose así a calzarse los guantes y discutir qué carajo puede ser lo que percibimos todos, el extenuante ring de confrontar para sacar en limpio al menos un concepto de base pétrea (la primera piedra de esta época de echo chambers sin centro, donde hasta los hombres se embarazan, los perros hablan muertos o la tierra es plana…). Es la elaboración crítica del progresismo estragada en su propio juego de palabras vacías.
Todos habremos oído a alguien así: prima la lengua sobre el concepto, prima el rodeo sobre el punto, prima el común bienpensante sobre la audacia disgresiva, prima el detalle sobre el sistema, prima la estética sobre el rigor de razón.
Y no creamos que el nativo de a pie no lo percibe, sólo que tiene otra forma de decirle: vende-humo, hablar con esdrújula, tirar fruta… o tantas otras más que finalmente lo conducen hasta el fatal hartazgo de mirar hacia el costado en busca de alguien que hable más en concreto, y hallar así, casi eyectado por tanta espuma retoricista, las propagandísticas categorías especialmente elaboradas para la divulgación general de conceptos tan precarios como el anarcocapitalismo y otras cepas.
Entonces el pensamiento débil del progresismo, falto de creatividad, ha ayudado también a su propia debacle, ya que se ha afanado por proveer en muchos casos discursos estetizados como un consumo que, por eso mismo, no ha podido contra la ofensiva directa de postulados propagandísticos de los consensos de derecha, postulados mucho más rústicos quizás pero bien centrados en un núcleo identitario-argumentativo para un momento de crisis narrativa del sujeto, mucho más burdos, sí, pero burdos como una hora pico en una estación de tren, sin vergüenza por que su desagradable palabra trace una línea roja en la Historia. Con todo, se podría rastrear que en muchos discursos progresistas subyace cierta tendencia de lo publicitario a estetizar su enunciación y volverla agradable mediante un acondicionamiento despolitizador, mientras que en muchos discursos antiprogre se busca romper con esa lógica mediante exactamente lo contrario: una toma de la palabra desinhibidamente propagandística, balas léxicas que buscan herir, una ofensiva reaccionaria dispuesta a politizarlo todo y -casi- orgullosa de sus malas intenciones.
4 – Eterna vanguardia desposeída
Y si las anteriores contradicciones son inherentes a su identidad más allá de la dinámica política, la cosa suele enredarse peor si se trata de su relación con el poder.
Ya que aquí también reside otra contradicción que pocas veces solemos ver saneada y que tantas veces suele desconcertar: es entendible que un espíritu de vanguardia, siempre en la proa de su desmembrado destino, no coincida plenamente con el núcleo duro del poder de cada época, el problema de esta circunstancia sucede cuando esta tensión se desarma por una suerte de eclipse: cuando el consenso progresista finalmente se hace con el poder, ocupa el timón en el centro del barco, y entonces no sabe qué hacer con él, encuentra de pronto que tantos años de empujar en el borde mediante giros relativistas lo vuelve inoperante para patrullar los hilos del centro de la cancha.
Esta también es una contradicción de dinámica política, ya que es lógico pensar que si una fuerza política acondiciona su organismo a la vanguardia, entonces no se encuentre usualmente cómoda cuando le toque la responsabilidad de velar por el mapa completo, pero en los últimos años hemos notado que esta dinámica puede desatarse hasta inoperancias verdaderamente histéricas. Y esto devuelta sucede por razón de que el Progresismo ha perdido la claridad de su horizonte, y entonces, al no tener un claro norte hacia donde empujar, se recuesta dialécticamente en una mera relación satelital frente al poder contra el que tanto tironea, se desbalancea su primera tensión, condenándose así a ser, forever and ever, un consenso de base alternativa, la eterna compañera que ya no puede definirse por sí sola sino que cada vez más requiere que su identidad se vuelva reaccionaria de aquellos que eran reaccionarios en un principio. Esta es una razón por la cual la progresía ha tardado tanto tiempo en asumir seriamente el avance de varias derechas: porque temían que su anomia sin direcciones de pronto tomase a Milei como nuevo centro de gravedad, bajando ocho escalones la vara de discusión en todo sentido. Dicho en criollo: ¿qué, ahora hay que discutir con esto? Alta paja…
Pero, de nuevo, este síntoma es propio de una lógica subyacente: y es que buena parte del progresismo se ha ocupado muchos años de sólo construir su identidad desde la resistencia, desde la alteridad disminuida, desde la otredad martirizada que se define categóricamente por ser hostigada por algún poder. Que se entienda, esto no es una burla a quienes verdaderamente sufren, sino que busca resaltar la natural ineptitud que sufrirá ese mismo consenso el día en que, eventualmente, acceda al poder y deba ostentar los mecanismos de la enorme maquinaria, deba fomentar un horizonte común ya diluido, deba ejercer el rigor del poder y dejar descontentos a unos u otros. Sabemos que la víctima desea que el Juez imparta equidad en su causa, pero no sabemos si esa misma víctima desea el trabajo del Juez e impartir esa equidad con criterio propio; son simplemente dos acciones distintas, igual de necesarias para el sistema.
Esto es lo que dificultó y siempre dificultará a cualquier espíritu progresista a finalmente ubicarse de forma eficaz en cualquier estrato de poder para armar desde allí una estructura de propensión igualitaria, ya que suele necesitar constantemente de la trinchera frente a un poder más grande. El progresismo se ha tornado una ideología de mera resistencia al poder en vez de elocuente ejercicio del mismo, por ende estará condenado a nunca terminar de madurar, nunca tomar la decisión política que lo afiance como un poder establecido. Y esta condición no significa que su contrafuerza resulte ilegítima o innecesaria, pero explica en cambio varias de las frustraciones actuales por sus grandes apuestas o la actualísima confusión de “quién ha sido progre hasta ahora…”.
Este último juego de Adivina quién? en cubierta de un titanic a medio hundir se ha reforzado por otra tendencia muy propia del progresismo más mainstream (la diferencia, a fin de cuentas, entre un progre mainstream y un real podría hallarse en los dígitos inflados de su respectiva cuenta bancaria… o sea en lo tan oportunamente que ha desarrollado un consumo cultural masivo), y es la marcada capacidad de estetización que este consenso le brinda a su discurso, la cual resulta llamativa si consideramos que el militante estará a fin de cuentas más movido por el qué en lugar de por la superficie. Estos rasgos de estetización en todos los órdenes de su expresión en la industria cultural -tanto nacional como global- han significado, en varios casos, una suerte de contraseña discreta, un mero disfraz que le ha servido a varios incautos para anotarse en la lista y sacar carnet de compromiso social con su propia proyección de viralidad o rating. Ya lo sabemos: cuando el valor sube nos anotamos todos… pero ahora deben pagarse los tétricos comebacks de tanta espuma y brillantina, los días de hangover al comprobar que incluso aquellos que levantaban esas banderas multicolores lo hacían desde la oscuridad de experiencias no tan nobles, descubiertas ahora que se empieza a distinguir al progre comprometido del progre de moda. Y entonces varias de sus estetizaciones se vuelven redundantes y sospechosas para el nativo común, y entonces sus inherentes torpezas se comprueban fatales (y vaya si hemos visto prueba de esto en el no-ejercicio del poder dispuesto por la administración de los últimos Fernández).
Más allá de su dinámica puntual contra el poder, el progresismo también ha sido blanco de una crítica de relativa legitimidad, y es la que lo cuestiona en su perspectiva vanguardista como un fuerte encono contra lo genuinamente popular. Al plantearse este movimiento en la vanguardia del desarrollo cultural, en no pocas ocasiones ha chocado contra expresiones populares de manera no feliz, y su castidad de lo “políticamente correcto” se ha ganado enemigos innecesarios a razón de no comprender operaciones de sentido y balances del humor muy arraigados en la sociedad. Un ejemplo elocuente de esto es la crítica contra la cultura de las canciones de cancha o contra los chistes non sanctos que siempre ha manejado la sabiduría popular sin mala intención. Aquí también, en muchos casos, puede rastrearse un sesgo clasista contra lo popular, lo cual le anota más puntos al resentimiento de los de abajo al ver sus costumbres de pronto censuradas por una presunta autoridad moral que desconoce la dinámica de dosificación de sentido propia de todo juego de humor. De pronto nadie se puede burlar de un rival, un gordo, un flaco, un pelado, un chueco, un vegano, un carnívoro, una mujer, un hombre, un distinto. Queda debidamente podada la tan necesaria cuota de ironía para salvar la tensión de tantas situaciones de lo cotidiano: no se puede ironizar si no es sólo, a lo sumo, de abajo para arriba, pero nunca una joda entre pares, un chiste sin maldad que ahuyente los fantasmas al nombrarlos. Su frigidez se torna dañina cuando peca ya de estúpida y formal: no comprende la dosificación de maldad necesaria en toda broma, simplemente la drena por completo y entonces deriva en peores consecuencias. Así pierde también sus conexiones más básicas con la misma empatía que dice levantar: su figura tiende a volverse la de un transgresor meramente estético, un humorista disecado, un punk de leyenda “fck da system” que paga puntualmente sus impuestos.
5 – Voluntarismo narcisista
El último punto hace a la manera en que varios consensos de lo progresista se desarrollan discursivamente e intentan abrir puentes con una variedad de interlocutores. Sabemos que la comunicación progre suele ser amable y bienintencionada, pero por esta razón a veces se vuelve sumamente torpe en su potencia política, queda impotente frente a la frontera donde las palabras queman y las voluntades no son tan amigables.
En muchas discursividades progresistas se puede rastrear la construcción de un enunciatario hecho a la medida de su propio reflejo, como si su narcisismo se proyectase sobre las eventuales diferencias del campo social. Se puede aludir esto a cierta ingenuidad voluntarista; quizás el progre piensa que con su buena voluntad alcanza y sobra, pero lo cierto es que buena parte del hateo tan virulento que recibe también es porque en su comunicación planificada no logra proyectar otro tipo -diametralmente distinto- de enunciatario. Cree que cualquier otredad política es afrontable desde su sentido de voluntad igualitarista, y de pronto choca contra un sujeto que desconoce -o parece obviar-: hablamos de un sujeto basado en un modelo ultraindividualista en actual auge, que en buena parte desconfía o hasta incluso detesta sus elaboraciones equilibradas. Y a este tipo de enunciatario, desde la ingenuidad de su voluntarismo, el progresismo apenas si alcanza a consignarlo como facho, no se toma el trabajo de sitiarlo argumentativa y sensiblemente, lo desestima higiénicamente, hasta incluso lo ignora, permitiendo así que eventualmente se acumule una caterva de fachos sobre fachos que hacen ya a consensos lo suficientemente amplios y complejos como para definir una elección (sin ser todos necesariamente iguales).
Este punto es quizás no reprochable, pero sí destacable de las torpezas de las fuerzas sociales que se dicen altamente comprometidos con la empatía, y cabe destacar la concesiva pregunta: ¿hasta dónde se puede forzar la empatía incluso para aquellos que nos miran de reojo? Muchas expresiones del progresismo lo han obviado, y entonces hoy asistimos a las consecuencias de esta primera impotencia para establecer un verdadero diálogo político con el que no es de mi tribu, este tipo de enunciatario medio ofensivo, indiferente, muy lobo del hombre, que lleva al progresismo a aislarse aún más en su narcisismo bienintencionado, en su falta de guardia alta para hablar con el sujeto promedio de una sociedad que no proviene de una extracción tan igualitarista ni soleada como la propia.
Este malentendido es anterior, y en parte explica, lo que tantos otros critican como la “soberbia moralista”: lo que se busca consignar con esta fórmula tan repetida es una cuota semiótica vacante, un sentido implícito en tensión que nunca, pero nunca, se soluciona mediante lo políticamente correcto. Y esto es así por que el progresismo parece no haber entendido que lo “políticamente correcto” nunca dejará de ser más que un protocolo; un protocolo a veces muy necesario, es cierto, pero que siempre ocupará una capa insalvablemente superficial de la acción política. Es cierto que es mejor levantar la mano y hablar de a uno, pero también sabemos que muchas elementales acciones políticas se han definido por autocracia o cabildeo. Es como el ejemplo de que alguien nos haga saber un pensamiento sumamente insultante sobre nosotros pero dicho con buenas palabras y una sonrisa elusiva; es decir, no tracciona al acto político fundamental.
Y ha sido siempre el progre más light el que ha confundido sistemáticamente esta protocolaridad de superficie con la legítima superioridad moral con la cual se inserta en una lógica de “civilizador” versus “bárbaro”, “respetuoso” versus “maleducado”, sin percibir las inquietudes de fondo.
Esto muchas veces termina exacerbando aún más la mala educación de la ofensiva reaccionaria, pero, por su falta de protocolaridad frente a tan arduo contraste, el discurso de derecha suele ganar un halo de rebeldía, un buen capital de legitimidad genuina incluso a pesar de la falta de respeto, la cual, esta última, ya se repite tanto que pierde su primer efecto de sentido. Esto es lo que solemos escuchar, a veces en boca de figuras que se reivindican en la trinchera de lo popular, con expresiones del cariz de “Milei está loquito, no estoy nada de acuerdo, pero por lo menos el tipo dice lo que piensa con los huevos bien puestos…”.
Historia in fieri.
Tomás Vaneskeheian (@tomasvanes en tuiter) es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por UBA
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