argentina, estás nominada / tomás vaneskeheian

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Uno de los temas de las últimas semanas —que hubiéramos preferido obviar— ha sido la acusación de un participante de Gran Hermano llamado Walter Santiago —alias “El Alfa”— sobre el presidente de la nación Alberto Fernández. Resulta que, entre sauna y aquagym, dedicándose a “jugar”, El Alfa confesó conocer al actual presidente y a su secretario Claudio Ferreyra desde hace treintaicinco años, y, lo polémico, aseguró que Alberto lo “coimeó un montón de veces”. Dicha acusación al voleo —cual taxista bateposta— hubiese pasado inadvertida si no fuera porque la vocera presidencial Gabriela Cerruti comunicó la decisión del presidente de iniciar acciones legales a causa de “dañar su honor”.

            Esto desembocó luego en que la noticia —lejos de ser la inverosímil aseveración de un inverosímil participante de un ya inverosímil programa— pasase a ser la misma polémica por la denuncia y la supuesta desmedida importancia que un servidor público puede darle a un comentario así. La polémica se volvió transversal ya que fue discutida indistintamente por propios y ajenos, e incluso al interior de la fuerza política del presidente, siendo el cruce entre la vocera Cerruti y el periodista Diego Brancatelli el más resonante. Sin embargo, la mayoría de comentarios se quedan en la superficie de lo anecdótico, desconociendo que un hecho de esta naturaleza, si bien es menor, es también inédito para la cultura política argentina y sus cavernarias sombras en el sistema de medios.

            A continuación, algunas consideraciones.

La espectacularización de la política.

            Sí claro, el hecho es medio una boludez… pero no lo es tanto el entramado cultural que lo explica. La verdadera novedad (la cual no es comunicada en los grandes medios porque no es reductible según parámetros noticiables) resulta la marcada politización que tiñe al reality Gran Hermano, programa que en todas sus anteriores versiones (existe en el país desde nuestro fatídico 2001) jamás fue más allá de lo escabroso y sexy, necesarias facultades para el género voyeurista. Incluso en terribles momentos de crisis social, el planteo de Gran Hermano jamás había osado contaminarse de un factor que politice su entretenimiento, que cubra de asfalto y pancarta la realidad en cautiverio de sus gritos, jacuzzis y culos. 

            Ahora, en cambio, es evidente que desde la misma producción se apela a una definición política de la mayoría de los participantes, una efectiva estandarización de ciertos perfiles sociales. Dicha definición política no es dada estrictamente en lo nominal, no se reduce necesariamente a adhesiones explícitas y lineales, sino en un recorte ideológico amplio, según perfiles sociales que no dejan por eso de estar atravesados por consensos y conflictividades, no dejan de evocar identidades compartidas. Esto se planifica en función de las condiciones de recepción del programa, anticipando exitosamente la lectura que el público gatillará sobre cada participante: el rugbier cheto y homofóbico, el libertario facho, el macho negacionista, el chique multisexual, el cartonero, la feminista, el gay, la diputada k con lolas hechas, el pelado fabulador que asegura conocerlo a Alberto “hace treintaicinco años”. ¿Linda cruza, no? Sin duda el perfecto insumo para la gastada maquinaria espectacularizadora de la televisión que, en épocas del contenido ilimitado de internet, no acierta por qué apostar.

            Sin embargo, esta inédita fórmula televisiva de perfiles caricaturescamente politizados se da a razón de dos procesos culturales en simultáneo, los cuales han modificado el consumo mainstream hasta el fatídico punto en que el presidente de la Nación podría quedar nominado.

            El primero es la marcada politización de los contenidos televisivos en general, desembocando hasta el paroxismo de la más burda espectacularización del debate político. Desde la irrupción mediática del kirchnerismo y su discusión con el principal grupo mediático del país en el año 2009, la política ha ido ocupando un espacio creciente dentro de la grilla televisiva. De este fenómeno da cuenta la inédita enunciación política de los programas 678 y TVR, y luego la asimilación de ese contenido por parte de PPT de Jorge Lanata y los programas magazine de Alejandro Fantino o Mariana Fabiani. Pero la espectacularización más significativa ha sido sin dudas la del famoso programa Intratables, cuna del argumento amañado y el cabildeo salvaje, y también presidido —sin coincidencia— por el mismo conductor del Gran Hermano actual, el siempre sonriente Santiago del Moro. Desde el 2010 en adelante, durante toda la última década, hemos asistido a la politización de formatos televisivos antes volcados a la total banalidad, hemos podido ver cómo el antiguo formato magazine ha ido desechando paulatinamente la polémica sobre amoríos de famosos y ha vuelto insumo de su show a los temas más sensibles de la agenda política, económica y social, vomitándonos encima una cultura política que una década después cuenta con panelistas ahora diputadas, expertas bebedoras de cloro y una infinidad de discusiones bizarras entre políticos, economistas, sindicalistas y periodistas de toda estirpe; la fatídica sensación de que en la tevé ya se han corrido todos los límites, se ha perdido la brújula. Pues bien, esta tendencia a la vulgarización montada en formatos espectacularizados no ha sido gratuita: no es ya sólo el hecho de que Cinthia Fernández le plante cara a Belliboni sobre los planes sociales durante una tarde cualquiera, sino que este discurso de fórmula explosiva ha politizado a quienes, a fin de cuentas, lo consumen. Y tal es el proceso que corona este nuevo Gran Hermano: ya no se encuentra politizado tal o cual antiguo periodista deportivo o de chisme, sino que ahora se espectaculariza a la misma audiencia politizada, a los sujetos sociales nutridos por más de una década de ese circo de la opinión. Su existencia como programa actual marca la última politización del contenido televisivo: la mesa protocolar de Grondona fue remplazada por el debate descentrado de Intratables, y ahora los panelistas de Intratables son reemplazados por sus mismos espectadores, por las audiencias parciales que lo consumían; todo bajo el desesperado esfuerzo de un cadáver televisivo que ya no acierta método alguno de convocar al público masivo.

            Pero, en el caso de Gran Hermano, es el mismo público el que entra a la casa, y es esta característica la que acusa el segundo proceso significativo que ha atravesado la sociedad en los últimos años. Se podría decir, desde un análisis más simple, que evidentemente los contenidos de internet han herido de muerte a la televisión y a su época dorada, pero para el caso de Gran Hermano dispone una significativa ventaja. Claro que los ratings jamás serán los que fueron porque ahora las audiencias se encuentran infinitamente más atomizadas bajo el ordenamiento algorítmico de la información, pero, a su vez, este nuevo (des)ordenamiento dispuesto por la arquitectura de internet ha transformado significativamente los perfiles de sus usuarios, muchos de los cuales son ahora el insumo subjetivo que caga bajo una toalla en el baño de Gran Hermano.

            La arquitectura tan variada de internet y las redes sociales sin duda ha extremado buena parte de las subjetividades antes sólo expuestas a la información massmediática. En muchos casos, incluso, hasta ha propiciado el caldo de cultivo informacional para que afloren manifestaciones culturales y nuevas subjetividades sociales imposibles de conformarse en otro lado en tan corto plazo. En no más de quince años la permeabilidad de la red y el crecimiento de sus prosumidores han colaborado en la construcción de consensos inéditos dentro del mundo institucional del siglo XX —y su cultura entre muros—. Todo se ha hibridado, y quizás sea esta fluidez de aliento oceánico la que mejor devele el carácter del tiempo actual y futuro, el impacto cultural de la infinita información recortada por cálculos de computadora que simplemente nos exceden. El declive de los Géneros (no sólo en el aspecto sexual) es prueba elocuente de los efectos culturales sobre una generación que desconoce por completo la tenebrosa realidad de un mundo sin red. Pero, si bien la red ha propiciado la mixtura y su desprejuicio, también en muchos casos ha servido para extremar los valores, para generar subjetividades que son producto de ambientes informativos con recortes muy estrechos, que tienden a hundirse cada vez más en su sesgo de confirmación. Puede tratarse de minorías, pero son minorías con un alto grado de convencimiento: nunca en la historia el conspiranoico fue más conspiranoico que ahora, nunca el terraplanista fue más terraplanista, nunca el odiador fue más odiador.

            Y esta construcción de perfiles sociales extremos propiciada por el peor enemigo de la televisión, paradójicamente juega a favor de programas como Gran Hermano, los cuales, a su modo, son un programa de cruza, de encuentro… de bardo. Si ya nos resultaba dantesco el cruce de estos perfiles durante media hora en un programa periodístico, más truculenta puede ser ahora la convivencia espectacularizada al interior de una pecera veinticuatro siete, la cual se vale de una novedad tan inédita como desbordante: el recorte politizado sobre varios de sus participantes, el nuevo cariz de experimento social que cobraría la convivencia obligada entre un cheto y un pobre, un gay y un anti, un facho y un progre, una exdiputada del Frente de Todos y un claro antiperonista que asegura haber sido víctima de las coimas de Alberto. A esta altura de los acontecimientos, no nos podría parecer extraño que este cautiverio en pijama pueda decantarse por la tangente de lo político; sabemos que la aguja del rating es tirana y omnipotente, que buceará todos los fondos impenitentes avalados por el zapping. Y podemos saber también, si observamos el análisis de los expertos panelistas propuestos por el mismo programa (de variopinta índole), que este planteo de trasfondo ideológico suele ser sugerido como condición de lectura para los espectadores, suele ser un marco interpretativo recurrente: lo que el espectador oirá bajo los eufemismos “historia de vida”, “background cultural”, “simpatía política”, “el afuera también juega” o la ya irresistible “que la casa es un poco lo que pasa en el país…” (nominando, así, a la Nación).

            The Alfa affaire

            Y precisamente el altercado con este participante resulta significativo por las condiciones culturales y mediáticas que dan lugar a esos dichos, más que por los dichos en sí. 

            Algunas consideraciones no son menores y respaldarían el accionar legal de la vocera presidencial. Es cierto que el participante no se limitó a dar su opinión, sino que aseveró un hecho puntual, hecho obviamente delictivo que daña directo el capital político de cualquier funcionario. Por más que el hecho sea menor, esta diferencia es categórica; no es lo mismo opinar que “son todos chorros” a aseverar haber sufrido un crimen. Luego se debe considerar la elaboración del discurso por parte del programa Gran Hermano y cómo fue incluido el sospechoso comentario. Su grado de exposición sin dudas difiere si fue sólo expuesto en la transmisión en vivo a que si fue recortado y especialmente resaltado en un compacto para el prime time (el cual sí tiene un rating considerable).  


Tomás Vaneskeheian (@tomasvanes en tuiter) es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por UBA.

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