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Nuevos liderazgos de derecha: una cuestión de identidad

Por Tomás Lüders (*)

Tras el auge de lo que se ha llamado liderazgos de popularidad o de audiencias, supuestamente posideológicos, vienen surgiendo en Occidente –del que nuestro país no está excluido para este caso– nuevos liderazgos abiertamente ideologizados. Sin embargo, las descripciones extensas de doctrinas y posturas no logran categorizar el fenómeno. Después de todo, las narrativas políticas tradicionales parecen continuar archivadas en la papelera de la historia. No obstante esto, los nuevos líderes logran una efectividad inusitada a la hora de articular identidades políticas “intensas”. Desde nuestra perspectiva, esta eficacia se sostiene en la capacidad de estos líderes de hacer de sus discursos superficie de inscripción de toda una estructura de afectos que se forja en la antagonización con lo que se supone una izquierda populista, izquierda populista que durante sus gobiernos beneficiaría o habría beneficiado a los sujetos “incorrectos” en desmedro de quienes apostarían al esfuerzo individual como valor supremo.

Sin recurrir a argumentaciones complejas, suelen hacer que su visión de conjunto se desprenda de la mostración de lo concreto y el recurrente uso de la antítesis, desde lo que parece una “retórica de los martillazos”.

Parte 1: Antecedentes, el Líder de Popularidad

Los noventa fueron los años del auge de dirigentes políticos que Bernard Manin definía en su ya clásico Principios del Gobierno Representativo (1997) “líderes de popularidad” o “de audiencias”, es decir dirigentes que se posicionaban en el espacio político en el contexto de un declive de la mediación más importante entre éste y la sociedad civil: los partidos.

Un líder de popularidad es, al menos en su representación, un outsider, alguien que no habría seguido el cursus honorum tradicional. Aunque mantenga su pertenencia a algún partido o en el transcurso de su carrera se sume a uno de ellos, para construir su identidad capitaliza su trayectoria, siempre exitosa, en otros campos sociales que no son el político: usualmente el económico o el del espectáculo, que aparecen a menudo entremezclados.

Según Manin, eran los medios, –si hablamos de los noventa y principios de este siglo, hay que tener hacer eje en la hegemónica televisión–, la principal plataforma a partir de la que podían establecer su contacto “directo” con su futuro electorado-audiencias. En paralelo, el también reconocido politólogo Giovanni Sartori, con un más definido sentido valorativo y mordacidad, comenzaba a advertirnos sobre las eventuales consecuencias de la “videopolítica”, que no era para el italiano ni más ni menos que la reducción de la política a la lógica del espectáculo televisivo.

En síntesis, la emergencia de liderazgos que construían su identidad-imagen desde el yo-intimista, coincidía con el declive de las formas de mediación política clásicas. Pero a la vez, como analizaba el politólogo Michael Sandel en un texto aparecido allá por 1996, globalización financiera y tecnocracia socavaban los pilares sobre los que se habían articulado las sociedades industriales hasta el momento: los Estados y los mercados nacionales. La desaparición del contrato social de posguerra suponía un declive de los marcos en los que los actores trazaban sus trayectorias vitales. Las decisiones se hacían más técnicas, más alejadas y difíciles de comprender para el común de las personas (y en beneficio de nuevas elites que ya no estaban interesadas en ligar capitalismo a nación y pueblo). Ante esta forma casi fantasmagórica que adquiría el poder, se la recubría con la pátina del intimismo biográfico de los líderes. Si todo lo sólido se desvanecía en el aire, la exaltación de la identidad individual era el fetiche ofrecido para compensar la falta de lo concreto y estable.

Ahora bien, ya a principios de los ochenta el semiólogo Eliseo Verón, con menos repercusión, al menos entre los lectores interesados en los fenómenos del campo político, realizaba importantes trabajos sobre la adaptación de la discursividad política a la televisiva. Para Verón el proceso que él denominaba mediatización (1), que tenía como dispositivo privilegiado al televisivo, atribuía entonces un mayor peso a nuevas materias significantes: del peso del discurso centrado en la palabra se pasaba a una retórica del contacto o indiciaria, focalizada en la corporalidad y la mirada, a partir de lo que el argentino definía como “cuerpo significante”.

No muchos años después, el ecléctico filosofo Régis Debray, en el marco de su estudio de las “revoluciones mediológicas del poder” alertaba también sobre el peso que adquiría lo indiciario en la constitución de las nuevas dirigencias. Como en el caso de Verón, también se trataba de abordar actores políticos que privilegiaban una relación simétrica con sus audiencias en lugar de su constitución como figuras excepcionales o referentes y voceros de principios político-valorativos que operarían por sobre las demandas y necesidades concretas de la ciudadanía. Debray era más pesimista que Verón, porque la “conexión” con el votante a partir de lo íntimo-personal, desplazaba a las visiones de conjunto y diluía en simplificaciones las grandes líneas programáticas.

En ese marco, Pierre Rosanvallon nos hablaba de la “representación difícil”, ya que los dirigentes tenían frente a sí a una ciudadanía autonomizada de las tradicionales identidades partidarias y colectivas. Las figuras políticas entonces ya no podían recostarse sobre las tradicionales doctrinas para fundamentar su autoridad. La representación, en consecuencia, perdería lo que el filósofo Ernesto Laclau supo llamar la dimensión performativa de los discursos políticos, teniendo el dirigente que reconfigurar sus estrategias enunciativas de acuerdo a las casi constantes fluctuaciones de opinión que registraban y registran obsesivamente las encuestas.

No obstante, en el marco del declive que alcanzaba a las ideologías y líneas programáticas clásicas, la discursividad –y este término debe ser considerado en el sentido más amplio posible, en la que los gestos pueden pesar tanto o más que las palabras– de los nuevos dirigentes se desembarazaba más fácilmente que la de los líderes partidarios tradicionales de las restricciones enunciativas a las que estos no podían (no del todo al menos) dejar de tributar. Decíamos, adquiría peso una retórica indiciaria o del contacto, que aprovechaba todas las particularidades de la mediatización televisiva: le hablaba (¡y sobre todo miraba!) al ciudadano como audiencia, podía individuarlizarlo, salteando las modalidades de interpelación heredadas de los colectivos constitutivos de los mencionados partidos, a menudo derivados a su vez de las identidades colectivas de una sociedad que se había definido a partir sus clases.

En este punto, vale destacar que nos estamos alejando de priorizar como factores más importantes en estos nuevos liderazgos de popularidad (2) aspectos que son destacados en trabajos como los de Isidoro Cheresky (2009). El politólogo argentino, recurriendo a Manin aborda la importancia que adquieren los medios para potenciar su presencia, pero conjuga de manera directa estas nuevas formas de contacto “personalistas” con el decisionismo y unanimismo de sus figuras. Estas características, entendemos, son más propias de los liderazgos populistas, los cuales abordaremos más adelante a partir de nuestro abordaje de la ya clásica teoría de Ernesto Laclau.

En los países hispanohablantes, la enunciación del líder de popularidad ofrecía a ese colectivo heterogéneo el apelativo de “la gente”, en términos veronianos, estábamos frente a la necesidad de privilegiar en los discursos a esa figura a la que el teórico argentino llamaba el “para-destinatario”, es decir, la imagen enunciativa que se construía para interpelar aquella persona cuya creencia respecto de lo que se propone está en suspenso. “La gente” como colectivo, se opone a entidades no enumerables como “la clase” y el “pueblo”, pero también a entidades enumerables como la ciudadanía política.

En definitiva, estas figuras estaban mejor preparadas para interpelar eventuales votantes en un contexto en el que, aunque persistieran las viejas desigualdades, las demandas se complejizaban en el marco de un mundo del trabajo que había mutado radicalmente con el pasaje de las sociedades industriales a las posindustriales (3). En un sentido durkheimiano clásico, se trata de un votante más individualizado, sin pertenencias colectivas fuertes o estables.

Ante experiencias cotidianas más fragmentarias, estos nuevos liderazgos ofrecían una simplificación de las problemáticas: aunque debieran su fama a situaciones excepcionales, se habilitaban a interpelar a su electorado-audiencia desde su calidad de “gente común” (5), connotando sobre todo su valor de extra partidarios o al menos de dirigente no controlado por los intereses del partido de origen: era alguien que había debido lidiar con la lucha cotidiana por la subsistencia fuera de la supuesta estabilidad y privilegios que ofrecería el “mundo político”.

De esta forma, frente a un contexto más complejo e inestable, el líder de popularidad construía un enunciador acorde a quien ya no confía en la representatividad de los partidos y toma distancia de las formas clásicas de legitimidad gubernativas. Si hablamos de un auge del para-destinatario, el líder de popularidad también se representa como alguien capaz de dudar. Y dudaría, sobre todo, de las viejas ideologías y las viejas recetas, sus promesas y sus programas. Proponía y propondría entonces recuperar el “sentido común” para la solución de los problemas “comunes” pero a la vez particulares.

En un mundo en el que las que las narrativas tradicionales y sus antagonismos habían ya perdido eficacia explicativa, este nuevo tipo de liderazgo se alejaba de la supuesta extrañeza del político frente a la “realidad cotidiana”. No se representa asociándose a la figura del “Gran Hombre” freudiano (4) o el líder carismático excepcional weberiano. Se trataría de alguien “con los pies en la tierra”, no de alguien que recupera las características arquetípicas de la figura heroica. Es, de acuerdo a la terminología de la sociología política, un líder agente antes que actor: no impone una agenda sino que dice ser un representante transparente de la agenda de “la gente”. Se presenta como uno más del resto. Aunque ocupe el primer lugar entre la “gente común”, su representación es la representación de sí mismo como un par, lo que, en la teoría lacaniana se define como un “otro con minúscula”, imaginario, porque su identidad se construye en espejo para el sujeto interpelado (opuesto, decíamos, al Gran Hombre, que enuncia en representación del Gran Otro, simbólico, es decir cuya legitimidad está dada en ser la Ley) –5

De esta forma, si el líder de popularidad tiene dinero, no tiene tampoco que ocultar de qué forma lo hizo, pues lo obtuvo en el ámbito “privado”, que es el ámbito de sus votantes. De hecho se muestra, decíamos, como uno más de ellos. Se destaca, en palabras de Manin, “el creciente papel de las personalidades a costa de los programas”, lo que es “una respuesta a las nuevas condiciones en las que los cargos electos ejercen su poder”. Decíamos también que ese éxito excepcional es entonces reconocido como un éxito legítimo e, incluso, no solo posible, sino también modélico para sus votantes.

Para construir su imagen, se aleja de los viejos esquemas de la propaganda política y recurre desembozadamente para la construcción de su imagen a las estrategias publicitarias del mundo del consumo/entretenimiento.

De esta manera, no solo suele publicitar su actividad laboral privada, sino también su vida doméstica, si tiene familia se muestra junto a ésta. Él o ella también tiene que preocuparse por la salud y la escuela de los chicos, y hasta nos muestra lo cariñoso que se es con las mascotas. Se trata siempre de empatizar en lo personal, desde una cotidianidad supuestamente común para la que las ideologías son artefactos extraños, imposibles de instalar junto a la mesa de luz o la cafetera. No solo se termina de esta forma por eliminar el «doble cuerpo del Rey», que en democracia es la separación entre la función y la persona –suplemento necesario para darle unidad y fijación a un cuerpo social por otra parte demasiado heterogéneo– sino que ahora los rasgos personales (no solo privados, sino específicamente íntimos) subordinan la función, la «desacralizan» en palabras de Debray. Vida privada e intimidad mediatizada son sus principales estrategias para establecer su identificación con “su público”, para construirse como reflejo en el espejo de su destinatario.

Aunque ese reflejo sea aspiracional, está construido desde una posición que el sujeto interpelado percibiría como familiar, en el sentido de que si no es la suya, al menos es una a la que puede llegar pertenecer. Esa imagen personal y ese mundo íntimo-privado transparente se escenifica como inverso al “oscuro mundo de la política partidaria”. El ámbito privado entonces es el ámbito que ofrece los valores (usualmente implícitos, dados por descontados) y las soluciones que el ámbito público ya no ofrece. Se trata, después de todo de “gestionar”, no de movilizar y cambiar a las personas a través de un Ideal.

Excepcionalidades

El extrañamiento de estos nuevos liderazgos respecto del mundo partidario y del Estado, no es nuevo ni original. Ya Verón junto la historiadora Silvia Sigal (2003), analizaban al peronismo como el movimiento de un líder que se legitimaba presentándose como alguien que había desarrollado una carrera alejada de la política. En este caso, el ámbito modélico era el de los cuarteles, en los que los valores sagrados de la Patria no se mancillaban como se lo hacía desde parlamentos y comités.

Sin embargo, cuando hablamos de líder de popularidad no estamos frente a la excepcionalidad del líder populista (en el sentido que Laclau le diera al término, cfr. Laclau, La Razón Populista, 2005). Si volvemos a recurrir los términos psicoanalíticos, el semblante del líder de popularidad se legitima y construye creencia entorno a sí mismo porque a lo único que es excepcional es al cuestionado mundo político-partidario. No sobreimprime una nueva identidad colectiva sobre las particulares para la conformación de “un pueblo”, sino que habla en nombre de cada una de la personas.

Ampliando entonces lo que ya desarrollábamos, si su enunciación es la del contacto, éste es un contacto basado en la simetría con su destinatario, un destinatario, decíamos, que es parte del colectivo de los que ya no pertenecen a los viejos colectivos, y posiblemente no pueda sino pertenecer a otro colectivo que el de los “desencantados”, aquellos que perciben que deben ganarse su sustento de manera individual y que se sienten extraños respecto de las viejas interpelaciones partidarias, centralmente aquellas que suponen que el Estado es el mejor garante de una justa distribución de los recursos (8). Esto no supone, sin embargo, que los sujetos interpelados deban adherir a un nuevo ideario. No hay una doctrina porque, parafraseando de nuevo al Verón de El cuerpo de las imágenes (2001), la enunciación pesa más que el enunciado: es decir que el vínculo que se trata de establecer descansa primeramente sobre la identificación con quien enuncia, la posición subjetiva que construye, antes que sobre lo que enuncia. En otras palabras, la coherencia del enunciador pasa por su biografía antes que por sus ideas. Sus enunciados no serían sino expresiones de sus vivencias, que son prueba suficiente para legitimar su rol.

Bien adaptado a la discursividad televisiva -6- (que es una discursividad construida para armonizar con la vida hogareña cotidiana) suele incluso individualizar a su audiencia: habla en primera persona del singular hacia alguien a quien se refiere en primera persona del singular, a menudo recurriendo al tuteo o voseo. Estamos frente al ocaso de lo público y la construcción de lo privado como público.

Los líderes de popularidad, decíamos construyen en sus enunciados como destinatario principal al para-destinatario, pero a la vez que se muestran escépticos o desencantados frente a la dirigencia político partidaria tradicional, la (muy tenue) narrativa de sus discursos no se construye sin embargo desde una estructura de antagonización. La diferenciación y oposición reposa en las condiciones de producción de su discurso antes que en el discurso mismo: es algo “dado”, a menudo definido como “una pesada herencia”. Estos nuevos liderazgos vienen a dejar atrás a “las viejas y estériles rencillas”. Nuevamente, lo suyo es “la gestión de las cosas”, no lo que se ha (mal) hecho en nombre del “gobierno de los hombres”.

En un contexto en leído como posideológico, se muestra como la figura pospolítica por antonomasia. Recostándose en lo que define como un neutral sentido común, se presenta como un enunciador perplejo frente a las rivalidades políticas. Decíamos, solo hace falta posicionar en el centro a los “buenos valores comunes”, éste es su locus enunciativo. Basta ser honesto y sensato para luego elegir las mejores soluciones –y la elección es representada como un acto de claridad frente a lo que sería el “la forma natural de ver las cosas”– (y aquí las disculpas hay que pedírselas en su nombre Thomas Paine antes que a Antonio Gramsci). En consecuencia, cada discrepancia es considerada el producto artificial de no reconocer que todos “somos gente común que está en la misma situación”.

En este sentido, volviendo a seguir a Ernesto Laclau, el líder de popularidad articularía su discurso a partir de lo que el autor argentino llama “lógica de la diferencia”: es decir que el límite de las demandas que articular coincide “con el límite de la comunidad”, porque todas las demandas sociales son legítimas… siempre y cuando no se hayan previamente articulado en colectivos que confrontan con el resto de la sociedad o hayan sido cooptadas por “intereses políticos” que la exceden.

A diferencia de éste, y siguiendo la ya clásica definición dada por Laclau en el ya citado libro La Razón populista, el líder populista construye su posición como tal a partir de la dicotomización del espacio social. Para un líder populista esta división es siempre un punto de partida, en cambio, como ya decíamos, para un líder de popularidad, si ésta emerge, lo hace como consecuencia no buscada. El líder populista, en contextos sociales complejos, articula demandas diferenciadas, pero las “equivalencia” bajo su liderazgo, al que Laclau define como el liderazgo de un “significante vacío”. ¿En qué sentido se utilizan estos últimos términos? En el sentido de que se representa como un significante que tiende a vaciarse de su significado particular para ofrecerse como nombre unificador de las diferentes demandas. Pero esta unificación-equivalenciación no sería posible si además el líder-significante vacío no trazara una exclusión sobre un elemento social, que no es otra operación que la nominación de un antagonista. Tampoco sería posible si las “demandas articuladas” no se vaciaran, aunque sea parcialmente, para alojar a la nueva identidad unificadora.

Se traza así en el discurso populista una narrativa del tipo épico, de lucha contra un Gran Obstáculo común. Laclau además, aunque no adhiere directamente al concepto de demanda lacaniano, sostiene que un significante vacío le da a las demandas articuladas bajo su nombre una articulación y una fijación (“sutura”, en su terminología) a un sentido excedente que subyace a lo literalmente demandado (7)– y en este marco, aunque no lo especifique claramente, se acerca a la función metafórica del Significante Amo lacaniano. Este exceso de sentido puede, entonces, detenerse y fijarse a partir de la antagonización: es la figura nominada performativamente como obstáculo la que bloquea “la completud de lo social” a la que aluden de base las demandas más allá de la especificidad de lo reclamado de manera literal. De esta forma, la eficacia del significante vacío se sostiene en el trazado de un “horizonte” para esa completud (que por otra parte Laclau reconoce como “imposible”, al identificar, ahora sí de manera directa, al objeto de la articulación populista con el objeto a lacaniano, representante de la mítica Cosa -8-). Ahora se entiende entonces por qué un liderazgo populista supone en consecuencia una transformación de los sujetos, que en términos laclausianos, subordinan su identidad particular a la general ofrecida por la pertenencia a El Pueblo Legítimo, siempre opuesto agonalmente al Anti-Pueblo.

En consecuencia, si la representación populista es, en términos de Laclau, fuertemente “atributivo-performativa” la de los líderes de popularidad se muestra como refleja: él es el producto de sus representados y no a la inversa. En los términos que ya venimos utilizando, si éste último apuesta a la construcción de un lazo que se percibe como simétrico, el líder populista hace lo opuesto, su posición es única y sobredetermina a las articuladas bajo su nombre.

Ahora bien, aunque no estemos en el marco de una retórica indiciaria, al igual que el liderazgo de popularidad, el liderazgo populista tiene en común con aquél lo que Laclau denomina “vaguedad ideológica”, es decir que se definen por lo que Verón llamaba “dimensión ideológica” –“la relación entre un discurso y sus relaciones sociales de producción” (Sigal y Verón, 2003, p. 22) –, trazando su estrategia enunciativa a partir de ésta (cfr. infra), y no a partir de contenidos idearios o programáticos dados a priori. En el caso de líder de popularidad, ya vimos, se trata de alguien que se define como un outsider de la política tradicional que lucha por gestionar los asuntos públicos desde mencionados valores morales que, dada su generalidad, no pueden ser sometidos a polémica (¿desde qué lugar puede decirse que hacer las cosas con ética o esfuerzo es algo malo?). En el caso del “líder populista”, se trata de alguien que se define a partir de la nominación de un antagonismo común al que se lo responsabiliza por todas las frustraciones a las diferentes demandas. Pero, recapitulando, si el líder de popularidad busca dejar atrás cualquier diferencia (pues son ficticias, construidas por la viejas “rencillas politiqueras”) el líder populista sostiene su liderazgo desde la ruptura permanente.

No obstante, ambos tipos parecen emerger como respuesta a una misma cuestión: la crisis de las narrativas ideológicas a partir de las que el funcionamiento de lo social adquiría sentido. En los dos casos, los contenidos capaces de ofrecer explicaciones son reemplazados por el peso del liderazgo personal, aunque la contraposición entre ellos, como ya se explicó, supera largamente la cuestión de estilos.

Referencias

1- Es decir, un proceso por el cual la “ideología representacional” de la “sociedad mediática” es desplazada por una “sociedad en vías mediatización (…) aquella donde el funcionamiento de las instituciones, de las prácticas sociales, de los conflictos, de la cultura, comienza a estructurarse en relación directa con la existencia de los medios” y en la que “lo audiovisual abolió (…) la diferencia entre la ‘realidad’ y ‘la ficción’” (Verón, “El Living y sus dobles”, 1984, p. 14 a 15, N. de A.: cursivas del original).

2- En este punto, también vale aclarar también que aunque se continúe utilizando el nombre “líder de popularidad”, más allá de la deuda teórica que se mantiene con Manin, con la incorporación de las aportaciones de Verón, Debray y, como veremos pronto, Laclau, el sentido del concepto se corre de ciertos desarrollos desplegados en su momento por el politólogo francés e intenta abarcar otros aspectos no trabajados por éste.


3- Sería muy extenso y escapa a los objetivos de este artículo describir estos cambios, solo estableceremos que se trata un contexto en donde la experiencia laboral tiende a flexibilizarse, o porque cambian las viejas protecciones propias de la sociedad salarial o porque también los sujetos buscan trayectorias laborales menos rutinarias, correspondientes a una formación y una ambición usualmente respaldada en titulaciones del nivel superior (aunque esto no implicara necesariamente una mejora en los ingresos).


4- Como analiza Jorge Alemán siguiendo a Freud, el héroe no tiene hijos, no puede tenerlo porque su figura de enfocarse totalmente en una Misión Sagrada, debe sacrificar su satisfacción pulsional por el bien del grupo.


5- Se vamos a las referencias freudianas de Lacan, el “otro con minúscula” es asociable al yo ideal, base del narcisismo, en tanto que toda interpelación del Gran Otro o hecha en nombre se desprende del Ideal del Yo, es decir aquello que en lo que el “yo” del sujeto debe convertirse después de un dura peripecia (Lacan, Escritos 2). En términos políticos, y retomando a Debray, la política indiciaria a partir de “lo visual”, tanto desacraliza la imagen, la hace cercana a partir del registro indiciario (el cuerpo político ya no está sometido a los rituales “sacros” de la Nación),como acorta la “distancia simbólica” que suponen las constituciones nacionales y las doctrinas y programas partidarios (Debray, Las Revoluciones Mediológicas del poder, pp. 17-23).


6- Hoy claro, el mirar a cámara televisivo ha sido desplazado por el mirar a cámara del video hecho para las redes y por esa reduplicación de lo indiciario que supone la selfie.


7- Si en Lacan la demanda siempre tiene como trasfondo la búsqueda de un objeto de goce total, la mítica Cosa perdida (Lacan, Escritos 2, 2002), al mismo tiempo, en un sentido durkheimiano, podemos decir que esta inestabilidad de lo social genera menos estabilidad para las satisfacciones parciales que puedan alcanzarse (Gidddens, Emile Durkheim, Selected Writings 1972). Es decir a la vez que persisten las desigualdades, y aparecen nuevas demandas (ligadas a lo moral, el bienestar más allá de las satisfacciones materiales, lo medioambiental, etc.) también el sujeto de consumo se ve estimulado a perseguir permanentemente nuevas necesidades (el “síndrome consumista” de Bauman [Sociedad Líquida, 2 2006]).


8- “Le Chose” en Lacan remite a su vez al Das Ding freudiano: lo que se encarna en los objetos parciales-metonímicos es la mítica fusión pre-subjetiva con la Madre.

El texto completo en tres entregas, parte 2 y parte 3 en las próximas semanas.


Tomás Lüders es Profesor de Sociología y Semiótica. Investigador especializado en discurso e identidades políticas.

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