RESISTENCIAS (NO TAN) MINÚSCULAS

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En el centro está la lucha por el territorio, entendido como el entramado
de recursos, relaciones sociales y formas de producción en el que
damos forma a nuestras vidas.
(Zibechi, 2008). 

Guernica, Buenos Aires. Alrededor de 2500 familias, ocuparon aproximadamente 100 hectáreas, originalmente destinadas a la expansión del Country&Club San Cirano. Estas familias, movilizadas por la necesidad de encontrar un espacio para vivir dignamente, nos recuerdan a muchos movimientos y movilizaciones en torno al derecho del uso del suelo y a la lucha por la tierra: los movimientos antidesahucios en Madrid, las asambleas barriales en contra de la especulación inmobiliaria en Rosario; el movimiento okupa en Buenos Aires; Mapuches en la Patagonia; incluso, el reclamo por vivienda digna en Villa Moisés, en Venado Tuerto. 

Todos estos procesos, tienen como común denominador, impugnar un modelo de ciudad injusto, que prioriza la renta por sobre la calidad de vida de sus ciudadanos, y los vínculos a partir de la competencia por sobre la solidaridad.

Con un déficit habitacional en aumento, una tasa de desempleo que se dispara mes a mes y de cara a una crisis, incluso más profunda que la vivida hace 20 años en Argentina, el sueño colectivo de la casa propia, se aleja cada vez más de su concreción.

Las ciudades argentinas, desde un principio, se urbanizaron desde una lógica centralista que tempranamente empezó a mostrar lo que podemos apreciar hoy en día: desigualdad social y espacial. Estos inicios son producto de la formulación de políticas públicas con una visión sectorial, que a medida pasaban los años, se agudizaba más y más. Llevándonos a un estadío signado por una dualidad inherente a la urbanidad en Argentina: la ciudad formal y la ciudad informal. 

La ciudad formal, privilegiada por las inversiones, centro comercial y cultural de las localidades, con acceso a servicios. La ciudad informal, a merced constante de las inclemencias del tiempo, sin servicios, sin movilidad, con barreras simbólicas que marcan una vida completamente distinta a solamente dos kilómetros de distancia, y que a diario lucha por dignificar.

Sumado a esto, asistimos desde los noventa a un continuo éxodo campesino, con rumbo incierto hacia las ciudades, que fue propiciado en gran medida por el auge del agronegocio. Conduciendo así a que, cada vez más familias se vean forzadas a establecerse en la periferia de las ciudades, habitando las tierras rururbanas y deshabitando el campo.

La toma de tierras u ocupaciones, aparecen como una práctica de resistencia colectiva a este modelo de ciudad dual, y esa resistencia, que toma forma de territorios, de ollas y  asambleas populares, se condensa en fragmentos de la realidad que reúnen dentro de sí los aspectos más brutales de la ciudad informal.

Y estas resistencias, por el contrario de los muy malintencionados criterios del poder, responden no a un ensañamiento en contra de la propiedad privada, sino como acción desesperada de una situación de precarización social absoluta.

Madres víctimas de violencia de género, que recurren a los martirios de una toma en busca de un hogar más seguro para ellas y sus hijos. Jóvenes que terminan sus estudios y, por diversos casos, no tienen la posibilidad de vivir con su familia, ni pagar costosos alquileres y sus tortuosas garantías. Barrios carentes de servicios y seguridad social. Ciudades que repelen como insectos a sus ciudadanos. Países, como Argentina, donde una de cada tres personas no goza de una vivienda digna.

Unos pocos contra la ciudad

Resulta menester preguntarnos entonces: ¿Quién hace ciudad? ¿Quién —por acción o inacción— configura espacios, paisajes y territorios? Y, en consecuencia, ¿quién moldea las formas de vida de las personas?

Sin dudas, la construcción del espacio urbano tiene un actor preponderante, que es el sector privado. Urbaniza por negocio. Articulando, alrededor de la idea de desarrollo y progreso, millonarios planes urbanísticos que, por un lado, generan ingresos extraordinarios para algunos, pero por otro, marginan, fragmentan y lastiman. 

Las ciudades se han transformado, en palabras de Joan Subirats, en el hogar de un darwinismo social cuyo eje es la noción de “modernidad”, que remite a que todo aquello que sobrevive en el espacio urbano se debe a una utilidad de renta. Es el lugar donde las grandes corporaciones territorializan sus proyectos de escala global, a escala local. 

Pero también, las fuerzas del mercado necesitan un pie de apoyo para cernirse con fuerza sobre los intereses de las mayorías, y este pie son las instituciones políticas públicas. El estado de hoy, dista mucho de ser aquél que poseía una agenda habitacional fuerte, con planes de vivienda y propiedad. Se asemeja más a un cómplice de los intereses especulativos, facilitando las políticas de gentrificación y especulación que propone el sector privado; o que, en el mejor de los casos, actúa por impotencia propia, es decir, por falta de recursos o perspectiva. 

Como añadidura, complementa su falta de políticas públicas en materia de hábitat y vivienda, con una fuerte política represiva e incriminatoria hacia aquellos y aquellas que ocupan determinado espacio en busca de mejores condiciones de vida. Aquí, la vía penal para los desalojos, aparece como un dispositivo cada vez más aceitado para hacer de las ocupaciones espacios de ilegalidad a desarticular, y el principal aliado para la especulación inmobiliaria. Así los conflictos habitacionales, son reducidos a meros conflictos individuales, obturando las posibilidades de dar una respuesta integral a cientos de familias que carecen de todo tipo de seguridad social. 

A su vez, ambas instancias son en sí mismas, lógicas excluyentes. Tanto el estado como el mercado, relegan los espacios de decisión para especialistas, y el grueso de la sociedad, la gente común, sólo entra en la última parte del proceso, quedando disociado de toda intervención en materia de planificación y diseño. Esto, además de ser un proceso profundamente antidemocrático, expone las falencias discursivas y prácticas de gobiernos (incluso de aquellos que dicen ser “progresistas”) que obturan, casi a perpetuidad, la posibilidad de que el proceso de construcción de nuestras ciudades sea algo colectivo, con un horizonte popular.

La gestión de los asuntos colectivos, como lo es la construcción del espacio urbano, debe tener un actor central: la gente común, vecinos y vecinas de la ciudad que se interesan en el buen vivir y se vinculan entre sí, generando experiencias colectivas que hagan ciudades para todos y todas. Una ciudad que sea eco y caja de resonancia de las pasiones y deseos de todos sus habitantes.

El derecho a la vivienda y la ciudad, el sueño colectivo

Tanto Guernica, como Nuevo Alberdi, el Indoamericano y Villa Moisés, representan casos que a diferentes niveles, tienen sobradas conexiones. Son como fragmentos, que al desplegarlos, no solo desnudan verdades incómodas, si no que trastocan nuestra propia perspectiva y enfoque, permitiéndonos problematizar las administraciones urbanas de nuestras ciudades: ¿quién es parte de la ciudad y quién no?

Esta pregunta resulta conveniente para constatar la apertura de momentos políticos, en los que una fuerza colectiva, construye un relato de su situación común, y a ésta le opone otra situación posible, más justa y solidaria. 

En general, las tomas de tierras, son casos ejemplificadores que, al mirarlos con un ojo crítico, ponen de relieve la connivencia de condiciones laborales paupérrimas con el exacerbado racismo y la xenofobia; la perpetua co-existencia de problemas macroeconómicos (como la tasa de desempleo) con la violencia familiar; la relación entre el creciente agronegocio con la aparición de más y más asentamientos informales y el deterioro del derecho a la vivienda. 

El Derecho a la Ciudad, no es un derecho más, se trata de un paradigma, un prisma por el cual ver la realidad y poder transformarla en consecuencia. A partir del ejercicio pleno de los derechos humanos, buscando la superación del sesgo individual bajo el que se pensó en sus inicios, y dotándolo de un sentido colectivo: el ser humano en su relación con otros y otras y con la naturaleza. Esta impronta que propone el Derecho a la Ciudad, invita a democratizar el espacio urbano en su totalidad (desde la planificación hasta la producción misma del hábitat, incluso sus recursos y servicios), entendiendo a la Ciudad como un bien común.

La ciudad, las ciudades, siempre tuvieron el anhelo de una teoría y una praxis que las piensen y que la hagan en común, a partir de la problematización de lo establecido y de la construcción colectiva de otros formatos posibles. Los modos actuales de la urbanidad segmentan los vínculos sociales, a partir de barreras simbólicas y materiales, generando violencia y marginación.

La igualdad, lo común y el derecho a la ciudad deben ser los principios políticos que, desde abajo, orienten las políticas públicas, para que las calles sigan siendo nuestras, aunque el tiempo diga lo contrario.

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