Elena avanzaba hacia las escaleras mecánicas arrastrando de sus afinados tobillos toda la retahíla de desilusiones que un lustro de promesas incumplidas pudiese conllevar. Acababa de despedirse, de forma definitiva, por enésima vez en los últimos tres meses de Iván, el arquitecto de todas y cada una de sus frustraciones y derrotas.
Mientras colocaba el pie derecho sobre el primer peldaño de la robotizada escalinata, fantaseó con que él estuviese mirándola arrepentido, mientras ella se dedicaba a descender — digna e imperial— hacia las entrañas de la ciudad, para sumergirse en estas junto al enjambre de reproches que no cesaban de aguijonearle el cerebro. Pero como bien sospechaba en el fondo, Iván ni siquiera se dignó a girarse, ni mucho menos hizo ademán de ir a correr hacia ella con el objetivo de retenerla y jurarle que iba a poner fin a su matrimonio, para poder iniciar algo más justo y sano a su lado, tal y como le había estado asegurando que haría, durante los cinco interminables años que ambos llevaban habitando en las ingratas catacumbas de la clandestinidad.
Sólo cuando tomó asiento en el primero de los vagones, pudo descansar los tobillos del invisible lastre que parecía estar amarrándola a la superficie de la ciudad y al dorado yugo de Iván. Guardó las gafas para ver de lejos en su estridente funda amarilla y dejó que aquel tren subterráneo tomara la iniciativa por ella y la condujera de regreso a su piso, en la otra punta de Barcelona.
Demasiado tiempo a la espera, fingiendo una paciencia de la que ya no era titular y forzándose a asimilar, con abnegado estoicismo, que las historias complicadas requieren de mayores sacrificios pero que dichas empresas acarrean, también, satisfacciones mucho más grandes. Enfrascada en esta espiral de pensamientos, mientras se abrazaba a su bolso de tela, no reparó en que en la parada de Lesseps había tomado asiento frente a ella un hombre de aspecto anodino, traje gris y sonrisa casi imperceptible.
Fue por casualidad que, pasadas tres estaciones, topó con los ojos de aquel desconocido al levantar la vista.Tenía una mirada limpia, diríase que hasta inocente a pesar de los cincuenta abriles que el resto de su físico aparentaba. Sin embargo, aquellos ojos pequeños y vivarachos, que parecían contemplarla con cierto chispeante destello, le hablaban de una edad mucho más temprana. Tal vez ese señor, de aspecto insípido pero mirada tan vívida y franca no supiese de mentiras ni de falsas promesas como parches. En la fascinación que aquella mirada desprendía al toparse con la suya, se adivinaba toda la inocencia que la mayoría de sus coetáneos habían ido extraviando por el camino.
Tanta paz le irradiaron aquellos diminutos ojos que Elena fue capaz de olvidar, por unas estaciones de metro, todos los inviernos que acarreaba sobre las espaldas. Quiso tentar al destino y, a pesar de que su parada era ya la próxima, le concedería tres de propina a ese anónimo cincuentón para que le diese alguna señal.
Elena fantaseó al calor de la ternura que el observador le regalaba a través de sus pupilas, y vislumbró afables porvenires en los que se supo plena y feliz.
El hombre, de maneras comedidas y algo apocadas, siguió observándola hasta que ella decidió colocarse nuevamente las gafas para reparar mejor en los detalles de la escena. Del estridente estuche amarillo que había guardado en el bolso, extrajo nuevamente sus lentes de miope . Agachó la cabeza para colocárselas y, cuando volvió a alzarla para comprobar cómo resultaba el propio reflejo en unas pupilas tan limpias, el desconocido caballero había bajado la suya. Permaneció así hasta la última de las tres paradas que Elena había pactado con el destino concederle.
Ella se puso en pie, el convoy se estaba acercando a la próxima estación. Sonrío con agradecida y sincera dulzura a su compañero de viaje y este alcanzó a asentir avergonzado con la cabeza.
Al apearse del vagón, Elena volvió a oír el zumbido de los pensamientos que por unos minutos había logrado mantener alejados de su mente, y tuvo el impulso de dar media vuelta y correr hacia el convoy para montarse en él, pero el pitido de las puertas a punto de cerrarse dictaron sentencia: ese tren acababa de pasar.
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