lazos de tinta / enrique záttara

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Fragmento del libro próximo a presentarse Lazos de tinta*

Oímos a Claudio Lanza hacer aquella pregunta después de que la fiesta hubo empezado a decaer y el entusiasmo por impresionar a las mujeres que no habían llegado acompañadas (y también – por qué no – a las que podía sospecharse dispuestas a salir de allí con compañía diferente a la que habían llegado) fue cediendo paso a conversaciones más sosegadas sobre las desgracias eternas de la política nacional, las amenazas de guerras o revoluciones en el mundo, o las últimas novedades del cine y la literatura.

“¿Qué es lo que hace falta para contar una buena historia?”, había dicho entonces Claudio aquella noche.

Y agregó de inmediato: “Que pase algo extraordinario”, demostrando que la suya no era más que una pregunta retórica, formulada para ser respondida por él mismo. “Si no pasa algo que salga de lo normal, que rompa con lo que uno podría esperar que ocurra, no hay historia que atraiga a nadie. A mí, por lo menos, me pasa eso”, concluyó, reduciendo notablemente la universalidad de su primera afirmación.

¿Tiene algo de extraordinario la historia que voy a contar, o terminará siendo al final de aquel tipo de novelas que el lector medio alaba asegurando que son “como la vida misma”? O sea, tan aburridas, previsibles, tan poco atractivas como la vida misma.

Pero ¿cómo saberlo antes de empezar a contarla?

Sea como fuere, esta novela probablemente se inicia en la provincia de Córdoba, República Argentina, en un cuartel. Al menos eso era lo que Ramón había logrado enterarse de madrugada sintonizando Radio Colonia, una emisora uruguaya que se oía en casi todo el país y que simpatizaba con el levantamiento militar del que se va a hablar ahora. La radio decía que la rebelión se había iniciado a medianoche en varias ciudades, y que además de Córdoba y de un destacamento militar en Corrientes, cerca de la frontera con el Brasil, el foco estaba en dos bases navales de la provincia de Buenos Aires. Todo el mundo sabía que el almirante Rojas, que estaba al frente de la Marina de Guerra, era uno de los que impulsaban el golpe contra el gobierno de Perón.

A primera hora de la mañana Ramón llamó por teléfono a Schifman. Se dieron cita en un bar cerca del centro, donde se habían visto muchas otras veces y donde probablemente su encuentro no provocaría mayores sospechas.

Era sábado, eran las nueve de la mañana y no había casi nadie en el bar. Sin embargo Antonio, un andaluz que regenteaba el local, también había escuchado las noticias por la radio uruguaya, y como en el pueblo todos conocían las simpatías políticas de los dos, no dudó en preguntarles qué sabían. Schifman y Ramón disimularon: no habían oído nada, ¿podía Antonio encender la radio para ver si había alguna noticia? No la había en ninguna de las radios que habitualmente se escuchaban, las de Buenos Aires. El hombre sintonizó Colonia: la emisión apenas se distinguía, claramente interferida. Los alzados habrían logrado hacerse fuertes en las bases de la Marina y en Córdoba, aseguraba. No se sabía más. Los dos se mostraron asombrados e interesados, como si acabaran de enterarse.

Se sentaron en una mesa apartada. Debían esperar instrucciones telefónicas de sus dirigentes, y hasta entonces no habían recibido ninguna llamada. Hablar a larga distancia, no obstante, era una maniobra peligrosa en esos tiempos: era necesaria la intermediación de una operadora de la compañía telefónica, y eso era arriesgarse a muy probables delaciones. Siguieron bebiendo tranquilamente el café con leche: lo más tranquilamente, claro, que se los permitía la ansiedad y la pulsación acelerada de sus corazones. Quedaron en volver a verse antes del anochecer.

Al mediodía las radios nacionales informaron por primera vez del intento de golpe, asegurando que había sido abortado en todos los frentes. Sin embargo, Radio Colonia anunciaba a media tarde que los rebeldes habían ingresado victoriosamente a Bahía Blanca. Cuando Ramón volvió a verse por la tarde con Schifman nadie se había comunicado todavía con ellos. Un rato más tarde, se dirigieron al galpón trasero de la farmacia de Grinberg. El farmacéutico había mandado a su mujer y su hija a la casa de unos parientes, en un pueblo cercano. Ramón Sánchez regresó a su casa y Schifman se quedó con Grinberg escuchando la radio toda la noche.

A la madrugada llegó el primero de los hombres que integraban el comando. Era un maestro de escuela de apellido Lavagna, un muchacho de veinticinco años afiliado al Partido Socialista. Ramón llegó unas horas más tarde, después de haberse despedido de su mujer advirtiéndole que podía estar varios días fuera de la casa. Lentamente fueron arribando algunos más a pedir instrucciones, pero Grinberg y Ramón los hicieron volver a sus casas hasta nuevo aviso. Uno contó que un amigo había visto una columna de camiones militares por la carretera nacional que pasaba junto al pueblo, marchando en dirección a Río Cuarto.

A las cinco de la tarde, Grinberg, que había logrado sintonizar una radio de Córdoba ocupada por los rebeldes, anunció la sublevación de las tropas del II Cuerpo y la formación de un gobierno revolucionario en la provincia de San Luis. Radio del Estado, la emisora oficial, lo desmentía terminantemente. El fin de semana acabó sin dejar claro lo que estaba ocurriendo.

Durante todo el lunes las radios rebeldes y la emisora uruguaya insistieron en el avance de la conspiración, y las radios de Buenos Aires – controladas por el gobierno – afirmaban la inminente derrota del levantamiento. Nadie sabía, al menos en Coronel López, qué pasaba con Perón. Los tres pasaron la noche haciendo guardias alternativas: dos dormían y uno sintonizaba las radios disponibles.

Ramón estaba en su turno de guardia cuando Radio Colonia informó del bombardeo a los tanques de combustible de Mar del Plata. La balanza parecía volcarse lentamente hacia los golpistas. A las diez de la mañana del martes Schifman pasó por la farmacia y los cuatro deliberaron. Por fin, tomaron la decisión de reunir a la gente. Hacia el mediodía el comando en su conjunto se hallaba ya en el galpón. Eran dieciséis hombres, no los veintidós que esperaban: seis se habían echado atrás a último momento.

Sobre las dos, un comunicado emitido en la radio oficial informó que se había convocado a los jefes rebeldes a parlamentar, y poco después el propio Ministro leía una carta de renuncia del Presidente.  Ahora sí Schifman decidió que era hora de actuar.

En menos de media hora dos camiones de caja cubierta con gruesas lonas de tela estacionaban frente al galpón. El propio Grinberg abrió el portón de chapa y los camiones ingresaron. Uno a uno los dieciséis improvisados comandos fueron subiendo a la parte trasera, divididos en dos grupos de ocho: los socialistas y dos radicales al mando de Schifman y el resto de los radicales, que eran mayoría, al de Ramón. Sólo doce estaban armados: era todo lo que habían conseguido reunir.

El camión se dirigió a las instalaciones de la propaladora. No hubo mayores dificultades en ocupar el pequeño edificio de tres habitaciones. La música fue interrumpida y el propio Ramón leyó un manifiesto que había sido aprobado varios días antes, abundante en reclamos de libertad y repudios a la tiranía, en el que había conseguido trabajosamente limar las expresiones más beligerantes redactadas por Schifman, insistiendo en el hecho obvio de que en el pueblo, peronistas y antiperonistas en el fondo no eran más que vecinos de toda la vida.

Después Ramón y su gente marcharon hacia la Municipalidad. La mayoría de los concejales ni habían aparecido por el edificio. El Intendente, un peronista llamado Ignacio Ramírez, estaba en su despacho acompañado del único concejal presente, y cuando los comandos bajaron del camión y penetraron en el edificio ni siquiera salió a recibirlos. Era un hombre mayor, de barriga prominente y cabeza casi calva, que había acudido a la ocasión vestido con su mejor traje. En la vida privada era notario, y a pesar de las rivalidades políticas tenía imagen de hombre respetado y sin enemigos personales.

Qué vergüenza, Sánchez —le espetó solemnemente sin moverse de detrás del escritorio, apenas Ramón entró en el despacho no sin antes dejar fuera la escopeta —Comprenderá que no está haciendo ningún honor a su categoría de representante del pueblo con esta actitud contra la ley y la decisión democrática de los ciudadanos. En mi carácter de legítimo mandatario de la ciudad, le invito a abandonar este despacho en nombre de la Constitución y las leyes.

Ramón vaciló unos segundos. Sabía que no era más que un gesto, el gesto digno pero meramente protocolario de alguien que sabía que la suerte estaba echada.

—Siento mucho todo esto, don Ignacio —respondió bajando involuntariamente la cabeza —Pero tengo la obligación de comunicarle que a partir de ahora está depuesto en su cargo por mandato de la Revolución Libertadora.

Lazos de tinta se presenta en Venado Tuerto en Teatro Malandra el 9 de abril

ENRIQUE D. ZATTARA nació en 1954 en Venado Tuerto (Argentina), y ha vivido en Rosario y Buenos Aires (hasta 1992), en Málaga, España (hasta 2014) y actualmente en Londres (Reino Unido). Graduado en Filosofía por la UNED de Madrid, escritor, crítico literario y periodista, ha sido corresponsal y director de diversos periódicos en Argentina y España, y fundador de varias revistas literarias: Arte Nova y Contrapelo (Buenos Aires), Utopía Poética y Letras Axárquicas (España).Publicó siete libros de poesía, dos novelas, dos libros de relatos (Fotos de la derrota y Ser feliz siempre es posible), y ocho más en diversos géneros como el ensayo y la historia. Actualmente, ejerce su actividad en la capital británica, siendo Director del proyecto cultural multimedia y sello editorial El Ojo de la Cultura Hispanoamericana (catalogoelojo.blogspot.com) y Manager de la emisora cultural bilingüe ZTR Radio (ztradio.online). Coordina Talleres de Escritura y el Club de Lectura del Instituto Cervantes de Londres. Recientemente ha fundado el sello editorial Equidistancias, que publica simultáneamente en Buenos Aires y Londres.



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