a rebencazos en un taller literario / lucas paulinovich

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Y ahora, por fin, me quedo solo. Pero antes de entrar sigiloso en la tristeza, lo aclaro: esto es un cuento. Entonces no vale la referencia sencilla a la isla de la fantasía donde el negro de la NBA caminaba los domingos en chancletas por el centro. Carece de toda estructura y ni siquiera tiene un desarrollo. No importa: es un cuento, ficción, una invención. Te acepto que ahora nada lo tiene, que el personaje quedó afuera del texto y que los textos casi no existen, que el show colmó la imaginación y la capacidad artística es venderse a uno mismo. Pero es una excusa: la manera febril de colocarse en el rol de perjudicado. Rotundamente verdad: para escribir y ser convalidado, ubicarse en posición de perjuicio. Entonces, si eso te deja más tranquilo, metele, pero no te olvides de la autoreferencialidad. Decilo: yo, lo demás vendrá solo. Ni tampoco del componente de victimización: en caso de emergencia, nada de lo tuyo será oído. Pero yo no quiero ser víctima, es aburridísimo. Es la única forma de que te respeten. Pero yo no quiero que me respeten. Entonces te vas a quedar solo. Pero de eso estoy escribiendo. Entonces, seguí.

Lo que quiero decir es que, finalmente, estoy solo. Y si algo me mueve, no es el enojo, o el hartazgo, ¿de qué voy a estar seriamente harto? No quiero hacer una pantomima, no estoy harto de nada, ni siquiera entiendo muy bien de qué va la cosa, solo dejo que me pase por arriba. Lo que me mueve es la sorpresa. Ni la furia ni la indignación: ¿de qué? Tan poca cosa que puede haber en una década: ¿a quién le ganaste? ¿Cuántas copas tenés? Ninguna. Nadie. ¿Poco? Sí, casi nada. Dos o tres situaciones, hechos, motivos, valores, es decir: episodios medianamente significativos, pero que no traspasan la línea de lo que debería ser contable. ¿Qué es lo contable? Hoy: todo. Es más: lo insignificante vale doble. El que erra en su suplicio, va al arco. De tijera y con violencia, gana. Entonces, para hacer un cuento, primero centrate en vos mismo y encontrá cuál de todas las falencias de este mundo es justo la que te pegó una patada en el culo. Una de esas que pesan y hacen que uno esté en condiciones de adoptar la sagrada inclinación de la víctima. Y enfrentarse a los otros para decir: este aquí es mi dolor, contémplenlo, y pónganme entre sus brazos.

Una pavada, como cualquier otra. Esta es una época que necesita que cada uno se registre en el libro de las penurias, con nombre y apellido, horario de ingreso y número de contacto. ¿Dónde están los otros para que uno pueda decirse que está solo? Digo: esto es un cuento. Indaguemos en el terreno de la especulación. Digamos: los otros se fueron. Tuvieron que irse. Porque algo pasó, por acontecimientos, dos o tres, que así lo determinaron. Por ejemplo: transcurrió una década. Y las figuras cíclicas son muy afines a nuestra devoción. Casi que necesitamos recurrir a ellas cuando se forman en el tiempo algunas estampas mediamente fijas, repetibles, que vuelven. ¿Vuelven? No sé, recién se están yendo. O hace un rato, pero ahora se van todos. Y queda solo uno. No diría inmóvil. Pero acá. Y diría: que se muera un amigo es como que te saquen un ladrillo de abajo. Y diría: que los amigos busquen otro destino es como un sueño que te viene a patear la vida.

¿Y quién los juzga? El que se queda. Desde su trono de quietud y permanencia, puede decir: hacen bien, hacen mal. Mirar hacia donde se van. Apreciar y magnificar, o disminuir la experiencia, pura envidia, insatisfacción, desconocimiento. Los motores de nuestra esperanza. Digo: que se muera un amigo es que te arrastre una ola y te deje demasiado cerca de uno mismo. Y uno intenta nadar y cada brazada se entierra en la arena. Y por ahí alguien puede levantarlo como un pez desorbitado y llevarlo hasta el agua. Pero vienen otras olas, y parece que uno tiene que mirar desde la costa como los demás peces logran atravesar la rompiente y mandarse océano adentro.

Entonces, no hay de qué quejarse. Aunque esto es un cuento, y ahora los cuentos están armados con la queja. La militarización de la duda: un arsenal de buenos sentimientos para atacar las almitas piadosas que se llaman a sí mismo lectores. ¿Existe eso? No, no existen los lectores. Es un invento de los medios, de Clarín y Página 12, que son lo mismo, pero en colores fuertes o al agua. O de unas de esas revistas de la izquierda snobs que retoman nombres del pasado y aprovechan apellidos ilustres para cometer los mismos errores que sus ancestros, pero sin armas, por suerte. Ante todos los incautos que buscan buenas explicaciones, alguna complacencia, sentirse pensantes. La elite intelectual. Clase media céntrica. Barriga cálida, hormonales. Volvé, te estas yendo. No, yo no me voy. Los demás se fueron. ¿A dónde se fueron? A su destino íntimo. ¿Quiénes? Los que leían. Hace rato que no están. Pero, dale, seguí: uno escribe para quejarse, es la regla. Y descubrimos que somos fatuos navieros de infelicidades. Exploradores de la deriva (esta palabra ubicala estratégicamente en los renglones de primera línea, junto con alusiones como “enardecimientos”, “complicidades”, “manadas”, “incineraciones” o “estéticas”) bestiales de nuestras existencias: lucí tu look, delira la convención que ya nadie respeta porque andan preocupados por la sobrevida, insistí que lo tuyo es realmente transgresor. Ser lo otro. Minoría. ¿Quedarse solo? ¿Esto se parece a lo de otras épocas? Claro, es así: los ciclos. Hay descubridores cotidianos de la pólvora. Rebeldes de ocasión. Subversivos de regalo. Pobres que la pasan bien: son los más celebrados. Reciben dinero, sexo y algunas emociones genuinas. Vos tenés que estar contra lo que se pretende de la época, que es la mejor forma de habitar la época en perfectas condiciones. Pero recordá: nunca confíes en nadie que quiere ser famoso. Es decir, hoy no confíes en nadie.

Es excitante: todos lo quieren, te van a desear, te mostrarán en las redes sociales, te exhibirán como su trofeo de impugnación. Crítica de la crítica más crítica que la crítica crítica. Un cuento como un arreglo: el pensamiento crítico es el sentido común. Escribí como presentando una tesis para ganar tu preciada beca. Por eso: escribir como llorar, mostrate bueno, hace tu ahogo de catarsis, un redescubrimiento, un pequeño divertimento de quien tiene una pena para el arrorró de la nochecita. No sé, mucha vuelta, yo te digo que me quedo solo. Que se fueron. Que llegamos a ser diez, y ahora hay solo uno. Y que ese uno recién advierte qué carajo es lo pretérito: cómo te muerde el seso. Algunos se fueron por cuenta propia, a otros se los llevaron: ¿cuánto dura, en una vida, la sombra de la desaparición? Si ni siquiera esa vida la padeció, más que como un recuerdo, un legado: la herencia que no paga impuestos. Esto te lo damos para que intentes lidiar por el resto de los días. ¿Con qué? Con eso que falta.

Es agotador: no hay nada peor que ser una víctima. Pero si era algo del pasado, superable, para mirar atrás y decir, todo esto he aprendido, todo esto hemos resuelto, todo esto es para que no vuelva a suceder, si todo eso estaba en la conjugación del pretérito, ¿por qué hay uno que falta, que sacaron, se llevaron, lo borraron? Decime vos. No sé, yo estoy solo por eso, no soy quién para decir. Entonces, no escribas. Al contrario: eso es escribir. ¿Cuánto dura la desaparición? Dura mientras alguien no está, a lo largo de un tiempo indefinible, en el que hay una sola constante: la ausencia. Y después, un hilo que va atando otras vidas que son sangre de la sangre, caída en picada por el barranco de una misma tragedia. Pero sin capacidad de reacción, me explico: ver y sentir, sin poder hacer. No saber dónde ni cómo, augurar un contacto, aunque sea telepático, un plan místico que le haga saber al otro que se lo piensa y todavía se lo sabe y, por lo tanto, que para uno todavía existe. Entonces uno no está solo: está con su ausencia, que no es lo mismo. Es peor, pero no arranques con lo de víctima. A fin de cuentas, el chupado nunca fuiste vos. Es cierto. Y, además, lo traes de vuelta porque esto es un cuento y te das ese derecho. Es verdad. Y querés ponerlo en el centro del asunto porque así te parece que toda esa soledad que decís cobra algún sentido. Puede ser. Pero, en definitiva, de lo que estás hablando es de que no sabes qué carajo hacer, porque al menos ese otro, al que lo tienen casi como secuestrado, sabe lo que puede: está en una. Es probable, sí, tenés razón. Es por eso que este es un cuento sin sentido: no conduce a nada. No tiene curso, trama, filiación con una serie concatenada de sucesos para una experiencia de lectura, etcétera. Dale, tenés todo el escenario para llorar. Decir: soy un “ista”. Y entonces: haz tu gracia de “ista”. Y que puedas llorar y la gente que te observa se conmueva y transmita un abrazo a la distancia. Eso confirmaría que tu cuento es una porquería y tendrías el derecho ganado a pertenecer a la raza del artista contemporáneo.

Privilegio, ¡no! Nunca menciones esa palabra. Cuidala, guardala entre tus cosas. Repetí: un amigo muerto. Bien. Y ahora: otro amigo que lo arrancaron. Vas bien. Que todo indica que vos sos el culpable. Pero, no es así. ¿Y a quién carajo le importa? Es un cuento. Está bien: a un amigo lo arrancaron, y todo indica que soy el culpable. Y encima no hay una dictadura. Aunque sí hay una causa política. Te lo pido por favor, no vas a empezar con eso de lo personal es político, haceme el santísimo. No, tranquilo, el infantilismo se evapora cuando uno descubre que no es víctima y que escribe cuentos. Digamos que, perdido por perdido, entre todas las cosas que suceden, uno prefiere dejar de ser un idiota. Al menos, en esa línea progresista. Hace el favor: hay causa política. Y a nadie le importa. Por eso, también, tiene su grado de culpa. ¿Se lo hacen saber? Uno hace como que se lo hicieron saber. Pero, dejo eso acá, porque ya parezco una víctima. Bien, continúa: entonces a un amigo lo arrancaron y uno aparentemente es el culpable por causas políticas. Perfecto. ¿Y eso qué implica? No saber nada de él. Y que todo tenga un manto de sospecha y acusación. Y que uno ni siquiera sepa si, cuando lo larguen, aquel lo reconocerá, aceptará sus disculpas, sabrá entender que uno tuvo que callarse y alejarse, que no tenía chances de emitir un mensaje, hacerle llegar una señal, que estaba aislado, también en otro encierro, pero suelto, acá afuera, viendo como los demás se tomaron el palo y él quedaba solo. Y con eso, ¿qué ganas? Nada. Los otros ya se habrán ido y van a volver en varios años. O quizás no vuelvan nunca.

Esas cosas pasan en la vida y uno recién se entera. Los amigos, se van. Mueren de golpe y sin explicaciones. Sufren la carancheada del mundo y, como no pueden asimilarlo sin infringirse un daño, los confinan. Ante la mirada atónita de uno que no supo cómo contenerlo, no logró frenarlo cuando era necesario, no entendió el riesgo verdadero: quién puede entender el riesgo con veintitantos años. Es una proximidad, esas experiencias que malignamente algunos exaltan, y hay que escucharlos hablar de la insubordinación, las sublevaciones y las sensibilidades que no sé qué ni cuántos, gente que alimenta su modo íntimo de sentirse una víctima. Todos lo necesitamos: el mundo nos coloca en la palma de su mano y nos da el derecho de pedirle que nos apriete.

Entonces nosotros diremos que hemos padecido toda la desvergüenza, toda la furia, toda la injusticia. Que sabemos algo más de lo que no debería pasar, que podemos contarlo y así llegar a aportar a un mundo mejor. ¿Sabes qué? Soy un resentido. Es decir: vuelvo a sentir. Una y otra vez. Algo que no viví, aparte. No me desaparecieron, pero arrastré la figura y el fondo. Y acá está: ¿dónde está? Me encontró preguntando: ¿cuándo lo devuelven? ¿Tendré la posibilidad de hablarle una vez más? No puede ser cierto que todo se termine ahí. Cuando uno se hace amigo de chico nunca imagina que, años más tarde, no tantos, muy pocos años más tarde, demasiado pocos años más tarde, uno de esos amigos se puede derrumbar sin respirar y uno quedarse preguntando si no hay una falla en el sistema, si no se tildó el programa y es posible reiniciarlo para seguir desde donde había quedado. ¿Por qué me la voy a agarrar con el que no supo qué más hacer que fundirse a sí mismo? ¿O con los que se preservaron y se fueron, buscaron un mundo ahí afuera menos colmado de todo eso? Sí, es así: lo que uno no puede soportar es que la vida es más o menos eso.

La asfixia de alrededor es porque hay que dejar de prestar atención. Y ahora lo único que desearía es apretar el botón de rebobinar y encontrarme, por ejemplo, en alguno de esos días del amigo, cuando éramos vivos y todos. Pero no queda otra que escribir un cuento, pésimo, sin gracia, ni emoción, ni nada que lo haga parecerse a un cuento, así como nada se parece a lo que uno imagina de la vida antes de vivirla. Este cuento no es un cuento. Es decir: uno mira cómo toda la inocencia queda sepultada. El viaje al exterior, la tumba o el confinamiento, son formas del encierro. Te digo la verdad, al verlos irse, no puedo más que decirles: hacen bien. Vayan. Y después cerrar la persiana y dormir. ¿Y si, al final, los clausurados no resultan ser ellos? ¿Y si en la base argumental o gramática o proyectiva lo que interesa es que el resto de las cosas continúan? ¿Y si soy yo el ido? A esta altura, cualquier cosa es una posibilidad. Pero esto es un cuento, flojo, sin historia. Te diría que, dentro de todo, zafa. He leído cosas peores.


Lucas Paulinovich nació en venado tuerto en 1991. Trabaja desde los 16 años como periodista en distintos medios regionales y provinciales. Formó parte de colectivos culturales y medios cooperativos y participó en diversas antologias. En 2018 publicó los libros “A las 7 en el sur hirviendo” y “Pampa húmeda”.



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