
Baró viajaba en tren. Se sentaba en el tren y se miraba las manos. Enormes y deformes las manos de Baró. Usaba un saco gris. Olía a humedad. A tierra mojada.
Aferrado a su bolsito gastado bajaba. El bolsito en su mano y debajo del brazo un lechón. Prolijamente envuelto en diario y atado con piolín el muerto.
Caminaba con pasos largos. Denso, enorme llegaba. Venía de otro mundo, bajaba del Puigmal, miraba lejos en la llanura ajena. Remoto els llinatges catalans, ancestros en el Rosellón, memorias de los Pirineos en la médula, oscuridades visigodas en la piel. De ese mundo antiguo que lo había desechado venía. Sin recordar de dónde, llegaba. Baró siempre llegaba.
Yo lo veía cruzar. Calle Sarmiento iba y venía aquellas siestas. Desde la vidriera del boliche lo veía. De mi abuelo el boliche. De ferroviarios, molineros y gentes grises el boliche. Los años setenta febriles. Las caras de los parroquianos decían. Horror decían. Baró caminaba y yo lo miraba cruzar. Ese hombre, ese olvido, ese otro que ahora era. Enterrado en sí mismo, con un cansancio ancho se acercaba. Acurrucado su tormento, los demonios recorriéndole la nuca. Surcada de laberintos la nuca de Baró. Pelo corto, pelo duro como cayos, como peñascos del Cadí. Allá lejos el estruendo, la sangre del hermano, los huesos, todos los huesos. Allá la España despiadada y en brumas. Sus pies mojados en la trinchera. La mierda de su hermano y la sangre, perpetua la sangre como el humo.
Acá, más allá de San Urbano la chacra, la tierra, los chanchos, las plantas de higos, las gallinas, el palomar. El sol atrás del palomar. Su primer beso atrás del palomar. Y el tren al costado del maíz. El tren en el que una mujer se había ido. El tren en el que nunca volvió. Tierra, inmensa, insondable, huyendo del horizonte, hacia otro lugar. Como sus ojos. Y siempre la noche y la lluvia. Su lluvia. Llovía sobre Baró. En la penumbra de la pieza, a la luz del candil. Cada noche, desde hacía más de medio siglo. Llovía.
El tiet Josep llegaba. A visitarnos, a nosotros, parientes lejanos, indiferentes, sin agobios en los ojos, sin demonios en la nuca, con los pies secos, sin las sombras de sus dientes. Por nosotros venía. Éramos lo que había quedado. Gestos de su estirpe en mi abuela. Olor a cocina, infancia. Nos encontraba, aunque no nos importara y aunque no supiéramos qué buscaba. Baró llegaba en diciembre. Atraído por los genes. Un millón de mariposas grises lo escoltaban. A fin de año llegaba. Infaltable. Colgaba el espanto en la vereda, tenía esa gentileza del dolido, esa grandeza del que murió antes, tantas veces. Alegraba la mesa, hablaba fuerte, palmeaba enérgico.
Gustaba de los vinos ásperos y de ver pasar por la vidriera a los enharinados del Fénix. Y a los guardas acodados desconociendo el pito del tren que los reclamaba. Insistentemente, como los barcos lentos de los puertos lentos y fangosos. Los catangos y sus historias de zorritas y faroles. Y las altas noches y los pinos recostados cerca de los polvorines y los tréboles. Y el puente cortando la bruma. Y las putas. Y los gitanos que paraban en el Universal. Los gitanos y su oro y las amables putas que escuchaban y entendían. Y lloraban ginebra con aquellos hombre bastos y borrados. Y los ladrones refugiados en el Victoria. Isleños de un universo sin mares. Atrapados en la espesura del verano, en aquellos setenta pesados, en aquellos veranos turbulentos. Y así, de apoco, el bar se tornaba amargo, mi abuelo se tornaba amargo. Baró y sus soles rojos se abrazaban a sus fantasmas. Y cantaba. Catalana la lengua del tiet, cantaba su vieja lengua sin memoria. Y amaba a esa sombra que lo miraba con la ternura de un conejito o de una madre. Quiero decir que no la amaba, pero sí la amaba por el breve instante en que la canción inundaba el bar.
En sus palabras que eran gritos. Su lengua cantaba. Gemía con llanto remoto. Otra tempestad le recorría las pupilas. Andando su mirada por los tirantes del techo, del viejo techo. Baró recordaba las cosas, todas esas cosas como telas de arañas. Las flores de su pueblo. Los amigos en pantalones cortos, las gorras volando hacia el cielo. Las manos de su padre en el huerto. Dialogaba con esas manos rancias. Y el peral de su patio jugando con el duende de la cerca mientras su madre dormitaba en la hamaca. En la pared, y acaso, en otro techo, las mismas sombras de ahora.
Los “despertadores” de maquinistas entraban como si fueran a matar. Al bar de mi abuelo entraban. Traían gorriones de las vías y una tierra negra. Y Baró cantaba sin flauta, sin tambor. Cantaba entre chimeneas y despedidas. Entre muchedumbres en bicicletas que no creían, ni rezaban. Entraba gente sin banderas, sin nombres. Gente con pasiones ocultas. Baró lo sabía y cantaba. En la vereda, las gitanas hablaban con hombres olvidables.
Y algo se asomaba detrás de la estación. Algo como la luna o el alma. O la arcilla lejana de España.
Y mi abuela aparecía de la nada. Entraba a ese mundo hermético con un plato de anchoas. Y un vaso de vino para los hombres tristes. El olor al mediterráneo explotaba entre los oscuros. Mi abuela y sus manos de golondrinas. Mi abuela y su fuego real, como un mapa, como una brújula. Mujer ancla mi abuela. Un vaso de vino para el tiet que cantaba. Sin dulzura, altiva, lejos del polvo y de las tumbas. Una sobreviviente despreciando heridas antiguas mi abuela.
Y entonces Baró la miraba y se arrastraba como un cachorro. Yo lo veía, sobre la pinotea gastada, levantaba el hedor de miles de derrames, de escupidas con pintitas de tabaco, de polvo de otras mañanas. Y la decepción y el abandono que es lo mismo, de tantos hombres negados en este sur liso, indescifrable.
Y con gracia y con desahogo de tomador de caña, se acurrucaba. Mi abuelo lo dejaba. Lo miraba mi abuelo con una emoción joven y rociaba el piso con soda. Mientras los parroquianos se iban. Tambaleantes, sigilosos, se iban por Sarmiento. Ponía la tranca mi abuelo. Aseguraba la puerta obstinada. Barría mi abuelo mientras Baró volvía, lentamente, de su muerte breve y chiquita.
Más tarde todo era olvido y urgencias. Preparaba el cochino. Pedía un mantel roto y lo tiraba sobre la mesa de la galería. Con delicadeza lo recostaba. Se quedaba un rato mirándolo. Lo miraba Baró. No permitía que nadie lo tocara. Sus dedos enormes lo recorrían. Por las costillas lo recorrían. Con una gracia extraña esparcía la sal por el lomo. Las palmas de sus manos enormes acariciaban la cabeza, los párpados pálidos, el hocico. Pimienta y un brebaje de hierbas secretas untaban el cuerpo. Se retiraba un poco, caminaba en círculos y volvía. Se acercaba, parecía observar al cerdo desde distintas vidas. Como un pintor observaba. Luego, de golpe, se alejaba recio, con un gesto. Regresaba una última vez y espantaba las moscas con el repasador. Lo que venía, era tarea de mi viejo. La parrilla y el fuego y esa ceremonia ajena. Baró era de tierra y agua. Era montaña, roca, bayas. Sus ojos ya no volvían al chancho crepitante. Él no era de fuego, el fuego le ardía. En las tripas le ardía. Apenas comía. Nos miraba devorar y reía. Miraba, tomaba. Vino áspero tomaba. Como un condenado tomaba. Y cuando parecía que de tanto reír iba a llorar no lo hacía. Se hundía. Bajaba la visera de su gorra de gamuza y se iba. Con su germá a Cataluña, con el hijo evaporado en aquellas callecitas del descuido. Desvanecido en un río de panfletos. Evaporadas sus semillas y su boca. Profunda y negras las orillas del sueño donde lo había buscado. Por días que fueron años. Por años que fueron siempre. Desde entonces, tras las noches de los idos. Desde entonces.
Y al otro sol se levantaba. Temprano en la cocina apagada. Con ese volver a empezar brutal de los exiliados. Preparaba mate cocido y murmuraba. No se quejaba, no esperaba, no nombraba. Sobreviviente de muchos arrebatos. Raspado. Atravesado. Inhumanamente vivo, malditamente extinto. Se preparaba.
Más tarde, sin que le preguntáramos por sus huecos. Sin un poco menos de pena, el primer día del nuevo año, yo lo veía cruzar hacia la estación.
Con sus mariposas grises y su bolsito.
Sin su muerto envuelto en diarios. Sin mirar para atrás.
Y esa nada.
Hugo Vázquez. Escritor. Este cuento es el ganador del concurso literario de la Feria del Libro de Venado Tuerto 2023.

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